CASQUERÍA
Mi tío primero las escogía. No era algo al
azar. No era la que primero veía, eso no le parecía, digamos, profesional.
La primera vez que lo vi actuar ya la tenía
atada, bien sujeta con una recia cuerda. De un certero golpe la mató (siempre
acertaba a la primera, fruto de la experiencia, supongo), cayó al suelo sin un
gemido, con un silencio que me dejó una sensación extraña, no sé, como una
cierta decepción, esperaba un poco más de resistencia, de lucha, en fin otra
cosa.
Luego vino la parte más excitante;
todos hemos visto en películas escenas sangrientas, en muchas ocasiones
desagradables hasta el extremo de apartar la vista, pero en vivo y en directo
es diferente y aquel día yo estaba dispuesto a no perderme ni un detalle. La
colgó del techo, con la cabeza hacia abajo y de un par de tajos la degolló y la
abrió en canal. Yo estaba un poco apartado y la vaharada, primero de olor,
después de calor, casi me tumba. Era un olor dulzón, espeso, no totalmente
desagradable, pero raro, nuevo para mí.
La sangre roja brillante, caliente, formando
burbujas y espesándose, oscureciéndose hacia el granate, resbalando, cada vez
más despacio, por el suelo de cemento, hasta formar como una lengua de lava que
se deslizase por las paredes casi horizontales de un volcán.
Entrañas palpitantes, retorciéndose cual
sierpes; el corazón apenas aun latiendo; los pulmones rosados, temblorosos por
las últimas burbujas de aire y el olor, dulce, y el calor humeante de la carne
trémula.
Luego, con fuerza y delicadeza, les cortaba
la cabeza, de la que colgaba una lengua exangüe y resaltaban unos ojos
perdidos, extraviados, muertos. Con precisión daba unos cuantos tajos para
proceder a despellejar la pieza y retirar toda su piel en un único trozo
continuo, como un lienzo variopinto, grande como una cama. Por último procedía
a cuartearla para su mejor traslado a la enorme nevera. Mi tío era un excelente
carnicero y matarife de novillas.
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