ALUCINANTE DÍA VERANIEGO
UN ALUCINANTE
DÍA DE VERANO
Hola:
En tu escrito del otro día me pedías que te contara un
verano especial, “alucinante, descacharrante” según tus propias palabras y
añadías que debía ocurrirles a unos personajes “anodinos y adocenados” (sic)
que se espabilan y descubren la vida, o algo así. Mal asunto. A pesar de que sí
he conocido personajes como los que tu indicas, nunca he tenido la experiencia
de un verano como el que sugieres, o no del todo.
No sé quién dijo eso de que la inspiración te pille
trabajando, así que me he puesto a teclear sin saber por qué derroteros va a
proseguir esto. Cosas de la vida. Veranos buenos si he tenido, malos también y
la mayoría, ni fú ni fá. Y eso de descubrir que soy un soso y que de repente me
espabilo (aunque sea toda una propuesta para dar rienda suelta a la
imaginación) parece que no me motiva mucho.
Creo que, casi siempre, el que nace lechón muere cochino,
así que los anodinos posiblemente seguirán siéndolo por increíble que les venga
un verano. Sus átomos están dispuestos así y eso no hay quien lo cambie.
Nuestros átomos tienen una disposición especial en cada uno, pero son los mismos,
iguales a los de un pez, de un mono o de una planta, y como la materia ni se
crea ni se destruye, cuando nuestra estructura actual deje de funcionar,
nuestros componentes más simples volverán a ser lo que fueron, y se
reorganizarán de nuevo en otras moléculas que pasarán a formar parte de, quién
sabe, otro animal, vegetal o, incluso, una roca. Pasarán a formar parte del
aire que se respira, del agua de lluvia que moja los campos, de la nave que
viajará hasta el infinito y más allá (gracias Buzz Lightyear).
Como el universo no es infinito, tampoco lo es el número
de átomos, ni lo son las probabilidades de que puedan volver a organizarse otra
vez para formar otro yo nuevo, pero desconocedor de que ya existí antes, sin
guardar ninguno de los conocimientos y de las experiencias que hasta ahora he
tenido. Un nuevo Lope ignorante de su anterior existencia. Así que es posible,
aunque muy improbable, que eso pueda ocurrir.
Dirás
que me estoy yendo por los cerros de Úbeda. Sí, pero no. Verás, te voy a contar
algo que nunca he contado a nadie. Como sabes soy una persona bastante introvertida.
Bueno, ahora, a mi edad, no tanto, pero cuando era mozuelo lo era en grado
sumo. Apenas salía de casa, no tenía mucho trato con nadie y se me pasaban los
días perdido en una isla con piratas, espiando en la rusa soviética o haciendo
grandes viajes espaciales. Leyendo, vamos.
Voy
con el verano alucinante (bueno mejor, un día de verano). El año en que
empezaba en la universidad, las vacaciones estivales fueron excepcionalmente
largas: julio, agosto, septiembre y medio octubre. Un buen día, harto de
encierro lector y de vagar por el pueblo y sus alrededores, me dio por coger un
tren que me llevó hasta la ciudad próxima. Callejeé por ella, me acerqué a su
playa y caminé tranquilamente por el paseo que la bordea. No podía evitar admirar
alguna de aquellas irregularidades que se destacaban del fondo arenoso. Bikinis
minúsculos que resaltaban admirables redondeces turgentes (o no, pero quien
hace un estudio detallado con diecisiete años) acompañados de otros montículos
sobre los que mi mirada resbalaba rápidamente sin pararse un segundo.
Sea
por el calor veraniego, sea por las visiones sirenaicas o por la conjunción de
ambas cosas, el sofoco me hizo buscar remedio para bajar la temperatura
corporal. Al otro lado de la calle divisé una heladería. Me dirigí raudo a
ella, entré y cuando el heladero se giró para atenderme, allí estaba yo. Mi
cara, mi pelo, mis gafas, la estatura. Idéntico. Sólo nos distinguíamos en la
ropa. Me miró, ladeó la cabeza y suspiró. ¿Te llamas Lope? preguntó con tono
cansino. Sí, alcancé a balbucear. Yo también, y mira, aquel que está en la mesa
del fondo, también, me dijo. Miré hacia donde me indicaba y allí estaba yo
también, pero esta vez en bañador, con chancletas y una toalla al cuello. Pero…
alcancé a susurrar. Mira, y el que está en la mesa detrás de ti, también. Me
giré y otro yo, leyendo un libro, saboreaba un sorbete como de chocolate.
Volví
a mirar al dependiente. Le pedí un helado de cucurucho grande, con una bola de turrón
y otra de pasas al jerez, pagué y me fui. Caminé, lamiendo pensativamente el
helado, hasta la estación del tren sin volver a fijarme en nada ni en nadie. Me
subí al tren; no sé si en aquel vagón iba o no alguien más. Supongo que el
instinto me hizo bajarme en la estación de mi pueblo y caminar hasta casa. Me
metí en mi habitación y decidí que estudiaría algo de ciencias, para poder
desarrollar la observación, la curiosidad, el método, la osadía de lanzar
teorías, hipótesis y equivocarse las veces que haga falta y así, algún día, podría
alcanzar una explicación a lo que me había ocurrido. No he vuelto a ver otros
yoes excepto el que me reflejan los espejos. La heladería tampoco existe.
Ahora
sé que la posibilidad de que aquello ocurriera es tan remota que probablemente el
número de ceros decimales podrían ir hasta el sol, dar la vuelta y seguir hasta
Júpiter, o más allá, pero ser, es posible.
Un
cordial saludo y felices vacaciones.
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