LAS URRACAS


Vivo en una casa con chimenea en su planta baja. Dado que tiene también una primera planta y un bajocubierta practicable, la altura del tubo de evacuación de la chimenea, que desemboca a la atmósfera ligeramente por encima de la  cumbrera de la vivienda, tiene sus buenos ocho metros en línea recta; está rematada con una especie de sombrerete chino; en su nacimiento tiene la particularidad de que forma dos ángulos de unos cuarenta y cinco grados con el hogar y el tubo ascendente respectivamente. El hogar está cerrado con dos puertas de algún tipo de vidrio termorresistente.

Pues bien, ya he rescatado en el hogar varias urracas (también llamadas pegas, nombre latino «pica pica») que,  supongo que inadvertidamente, se cuelan en él bajando todo el tubo y sus codos. Cuando advierto que están ahí (no sé por qué suele ser al atardecer o por la noche –cuando las detecto, no cuando entran-) las atrapo con sumo cuidado para no dañarlas. Suelen estar asustadas, temblorosas, con sus corazoncitos palpitando taquicárdicos; siempre las contemplo durante un rato antes de liberarlas.


Son los córvidos más preciosos, o a mí me lo parecen; sus colores iridiscentes azulado-verdosos, sus perfectos blancos y negros, su larga cola, sus andares, sus saltitos, sus ojos fríos, negros, duros, profundos, inteligentes, su largo pico; agresivas, sin miedo, las he visto enfrentarse a gatos, perros, rapaces, a lo que sea cuando ellas o sus crías se sienten amenazadas. Dignísimas descendientes de sus ancestros velocirraptores o similares. Me gustan, que voy a hacer, pero, en todo caso, estoy seguro que, convenientemente guisadas, son comestibles.

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