LOS BUZONES
Todos
los días miraba el buzón físico esperando encontrar una carta, un papel, algo
que le dijese que alguien en el mundo se ha acordado de él y le ha dado trabajo
al cartero. Casi siempre estaba vacío. En estos electrónicos tiempos está prácticamente
en desuso tomar recado de escribir, sentarse a la mesa y escribir unas letras.
Normalmente ese acordarse era de la compañía de la luz, del gas o del agua, del
banco, de algún organismo oficial por trámites cualesquiera y, sí, propaganda
variopinta. Pero aun así, eso ¿Qué podía representar? ¿una carta o propaganda
cada semana?, ¿cada quince días?, muy poquito.

La
deshumanizada tecnología sustituyó el suave tacto del papel, esa dulce
inquietud de rasgar el sobre, ver la cuartilla, la tarjeta, reconocer la letra
y leer una frase o unas cuantas, tratando a veces de descifrar la palabra
oculta por trazos irregulares, imprecisos en su dibujo y disfrutando al dar con
su significado.
Ahora
el sonido frío del móvil avisa de la llegada del mensaje, del gag, de la
sentencia, mil y una veces reenviada por amigos y conocidos en infinitas
cadenas infinitas; a veces una pregunta, organizar una salida, una felicitación
de navidad o de onomástica llena de macaquetes que guarden alguna relación con las
efemérides. Él también lo hace, vive aquí y ahora (¡o témpora!, ¡o mores!).
La
sensación de ver el buzón físico vacío día tras día le era terrible,
deprimente, así que hace ya un tiempo optó por dejar en él alguno de los
papelillos que aparecían (después de haberlos leído, claro); así le era menos
duro dirigirse a los buzones de sus dos correos electrónicos para vaciarlos,
sin leer, sin piedad, de la inmensa mayoría de lo recibido en el día,
maldiciendo la cantidad de spam que se colaba por todos lados, siempre por su
culpa, por andar metiendo las narices en páginas web de las que, al fin y al
cabo, le importaban un bledo sus contenidos.
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