EL MÓVIL
Estaba
enterrando a un amigo cuando un teléfono móvil interrumpió la grave ceremonia;
era un sonido sordo, profundo, que parecía taladrar los oídos y roerte el
cerebro. Nadie hacía ningún ademán para pararlo. Parecía que venía de mi
izquierda y allí sólo estaba una señora llorosa, retorciendo con las manos un
pañuelo empapado con sus lágrimas; de un certero golpe con la pala del
enterrador le abrí el cráneo como un melón. Ni un gemido acompañó el desparrame
de sus sesos. Cayó como si fuese un muñeco de goma, sobre el mismo sitio que
ocupaba.
Los
otros tres asistentes me miraron estupefactos, se miraron entre sí, pero ni se
movieron. El teléfono seguía y seguía. Registré el cadáver, su bolso, pero no
hallé ningún teléfono.
El siniestro
ring-ring continuaba, impertérrito, sonando, inundando todo el cementerio. Todos
nos mirábamos, inquietos. Sujetando aún la pala, no lo dudé ni un segundo,
Alfredo no se merecía un entierro tan molesto. Cuando hube terminado de
registrar los tres cadáveres palpitantes sin encontrar el maldito teléfono, no
me quedo más remedio que volver la vista hacia el ataúd.
Comentarios
Publicar un comentario