LOS CANARIOS
Casi todos los días salía a dar un paseo por el barrio,
paseo con alguna que otra obligación, como pasar por el quiosco a recoger el
diario, comprar el pan o alguna otra vitualla, amén de las accidentales
necesidades de alguna cosilla para las reparaciones y chapuzas caseras, que
solían resolverse en la ferretería, el bazar o algún establecimiento próximo.
Los paseos-compra se alargaban o acortaban en función del
estado meteorológico, pero nunca se demoraban ni menos de una hora ni más allá de
dos. Tiempo que era suficiente para entablar breves conversaciones con
conocidos o saludados, para darle un peripatético vistazo a los titulares de la
portada y contraportada del diario, un repaso a los escaparates de la librería
para vigilar la llegada de alguna novedad comprable o visitar, cuando era
menester, la oficina bancaria (pocas veces) o su cajero (con mayor frecuencia)
para disponer de pequeñas cantidades en metálico.
Las singladuras más largas en el tiempo, que también lo
eran en la distancia, solían coincidir con expediciones a otras zonas de la
ciudad, por puro disfrute o por las raras necesidades que no se podían satisfacer
en los variopintos locales de la zona matriz. Con todo, el barrio casi siempre
llenaba sus carencias materiales.
Una de sus mayores alegrías era oír el melodioso canto de
varios canarios que uno de los vecinos tenía colgados, en ordenada columna, en
uno de los laterales exteriores de una de sus ventanas. Estuviese soleado o
nuboso, con frío o agua, los canarios alegraban un tramo de la calle con sus
cánticos, de uno en uno o en improvisados dúos, tríos, un coro feliz y
dicharachero. Nunca había pausas de silencio y nunca se llegó a saber si se
turnaban por acuerdo entre ellos en un orden desconocido por los agradecidos
escuchantes o el puro azar así lo disponía.
Uno de ellos era anaranjado, otro amarillo, un tercero
usaba un plumífero abrigo polícromo, en fin, un disfrute también para la vista,
un gratuito y agradable espectáculo audiovisual el que ofrecían los pajarillos
encerrados en sus jaulas.
A
pesar de su pequeño tamaño y de la gloria de sus colores y cánticos, es posible
que, convenientemente desplumados y eliminadas sus partes más innobles, pudiesen ser comestibles acompañando un buen arroz.
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