LOS CANGREJOS
Nunca aprendí a andar en bicicleta; que expresión más
curiosa, andar en bicicleta no es andar, quizá sea mejor decir montar en
bicicleta, pero eso tampoco es muy exacto: montar en una bicicleta sí sé,
desplazarme con ella no. Uf, peor aun; sí puedo desplazarme en bicicleta, pero
solo hacia el suelo. Igual es mejor expresarlo con una frase más larga: no sé circular
subido a una bicicleta si soy yo el que tengo que pedalear y conducirla. Porque
de paquete he recorrido muchos (bastantes) kilómetros subido a una bicicleta.
Dejando de lado todos esos prolegómenos, voy al grano.
Durante los veranos (felices) que pasé en el valle de Cerrato, en el pueblo
donde había nacido mi padre y aun residían sus hermanas y hermano, uno de mis
primos me transportaba en bicicleta cuando nuestras correrías nos alejaban del
pueblo: Cevico de la Torre. Miguel Ángel se llama. Por suerte para él, el valle
es bastante llano y solo tenía que remontar alguna que otra cuesta muy de tarde
en tarde. El tráfico de otro tipo era bastante escaso: algún que otro coche,
camión o tractor, no en vano discurría la segunda mitad de los años sesenta del
siglo veinte y era una zona agrícola. Todos sus amigos tenían bicicleta y
circulaban con ella en esas ocasiones.
Por el valle discurría (discurre) un pequeño cauce del que no
recuerdo el nombre; no era muy caudaloso, apenas metro medio de ancho y un
metro de profundidad, como mucho, al menos en verano. Pero estaba lleno de
cangrejos, de los de antes, no de esa voraz especie americana introducida
posteriormente que acabó con los autóctonos.
En una poza de ese arroyo íbamos los chavales a bañarnos
casi todos los días; una poza llena de ovas verdes y con el suelo de un barro
que ellos llamaban pecina, una especie de légamo gris azul oscuro en el que te
hundías hasta los tobillos y del que luego tenías que limpiarte bien antes de
calzarte. La poza se situaba en uno de los extremos del pueblo, donde ya no
había casas, solo algunas tierras de labor sembradas con alfalfa o remolacha y
algunas eras. Alejándose de la poza y el pueblo estaba la zona en la que el riachuelo
se llenaba de cangrejos.
Una
tarde noche de agosto la banda decidimos ir a por cangrejos a esa zona,
alejándonos bastante del pueblo por si la guardia civil estaba de descubierta
por allí. Era frecuente y fácil pillar algunos cangrejos a mano entre las ovas,
en ladrillos dispuestos por el cauce para que los cangrejos se metiesen allí;
incluso los pescadores legales, con licencia, los pescaban con reteles (como hacía
Pedro, uno de mis tíos). Pero nuestros planes consistían en coger una buena
cantidad para poder darnos una buena merendola en una de las bodegas que todas
las familias tenían en el pueblo.
Henchidos
de valor, sin miedo a nada ni a nadie, de oscurecida, con las luces de las
bicicletas apagadas, sin licencia y despreciando que la zona escogida estaba
vedada, allá nos fuimos armados de nuestras manos y unas bolsas de red para
meter a los incautos cangrejos. Creo recordar que éramos cinco. No recuerdo
todos los nombres, pero mi primo Miguel Ángel seguro que era uno de nosotros.

Allí,
con la espalda contra la pared en un pasillo a la entrada, con los ojos mirando
al suelo, entre hipidos y lágrimas, nos dejaron; al cabo de un interminable
rato salió el sargento; un tipo enorme (quizá no lo era tanto, pero lo
parecía), con unos temibles mostachos, moreno, serio, con el tricornio bien
plantado sobre la cabeza; avanzó hasta situarse delante de nosotros, de frente,
con las piernas abiertas y mirándonos ceñudo. Nos preguntó quiénes éramos, de
que familias; no nos tocó, pero la bronca y las amenazas fueron de alivio; se
dio media vuelta y nos dejó allí, sin decir nada más.
No
recuerdo el tiempo que transcurrió. Ni idea. No sé si una hora, dos o diez
minutos, pero fue una eternidad.
Aparecieron mi tía Agustina, la madre de Miguel Ángel, y las madres de
los demás y nos llevaron a pescozones cada uno a su casa. Más bronca y amenazas
(no recuerdo azotes) y a la cama.
Al
día siguiente los aguerridos furtivos nos reunimos en la plaza lamiéndonos las
heridas. Todavía con el susto y el miedo en el cuerpo a pesar del perdón de
nuestros pecados; nuestro propósito de enmienda también era firme, aunque no
tanto como para no recordar que habíamos dejado una bolsa llena sumergida y
escondida. Armados de mil precauciones, con vigías convenientemente destacados
y con la inconsciencia de la edad, recuperamos lo ilícitamente conseguido. No
recuerdo cuál de las madres coció los cangrejos, ni de quién era la bodega en
la que esa tarde noche nos los comimos y olvidamos nuestras penas. Eso sí,
nunca más fuimos al riachuelo a ejercer la pesca manual.
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