DE PATRULLA
No
sé por qué me dio por dejar el coche con el calor que hacía. La ciudad estaba
casi desierta. Toda una oportunidad para que a cualquier listo le diese por atracar
algún comercio. Así que, procurando aprovechar las zonas de sombra, decidí
darme un paseo para conocer mi nuevo barrio. Ser patrullero es un latazo. Los
días de agua, coche todo el día o mojadura. Los días de calor, como hoy, lo
mismo, coche con aire acondicionado o empapado de sudor. No sé qué será peor.
Es un latazo. Hombre, los buenos días de primavera y otoño se agradece pasear
por las calles, pero estos veranos tórridos y los inviernos heladores, puf,
para el que los quiera.
Era mi
primer día en el barrio. No sé si como ascenso o castigo. Un barrio triste,
gris, aburrido, de casuchas bajas, jardincillos ahora agostados, solo un par de
ellos algo verdes (algún rico con aspersores supuse), y comercios que no
invitaban a entrar, oscuros, de las cosas más variopintas: un par de chinos
(como no), una armería (normal también), un cafetucho con plancha que anunciaba
su especialidad especial (pastel de manzana, ja) y una oferta de desayuno que
incluía huevos revueltos, bacon y café por cuatro noventa y cinco, unas cuantas
tienduchas de licores, comestibles y cuatro cosas más.
No
eran las once y el calor era ya insoportable. Seguía por la acera de la sombra
y llevaba recorrida algo más de media manzana. Me quite la gorra. Estaba
sudando como un auténtico cerdo. Bueno, eso se dice, pero no sé si los cerdos
sudan. Los perros no, por ejemplo. Veía como chispitas delante de los ojos y
creo que estaba un poco mareado, aturdido. Maldito calor. Maldita la idea de
dejar el frescor del coche patrulla.
En
la esquina había un local con un porche bastante retirado. Allí el calor
apretaba un poco menos y, al menos lo parecía, de su interior salía un soplo de
aire más fresco. Entré para esconderme del calor. Estaba oscuro y la sensación
fue estupenda. Franqueé una puerta, un corto pasillo y otra puerta algo más
grande y allí estaba un tipo también de uniforme, algo deformado y muy parecido
a mí. Mirándome, al principio despistado; después asombrado, casi con miedo, di
un paso adelante y mi yo-él también, pero sin acercarnos. Saqué la pistola y él
también. Le disparé, me disparó, no me dio y tras un tintineo de vidrios rotos,
allí seguía mi él-yo. Corrí hacia él y él hacia mí, pero cada vez estábamos más
lejos. Volví a disparar y él a mí, pero otra vez no sentí nada, solo un breve
llover de vidrios troceados. De nuevo, frente a frente, nos mirábamos asombrados,
sudorosos, con las piernas temblando.
Después
llegó la oscuridad; recuperada la luz, desde la camilla de la ambulancia vi mi
rostro, sudoroso, pálido, en el anuncio de la casa de los espejos mágicos.
Comentarios
Publicar un comentario