Desolación
Deberes de las clases de literatura. Después de leer y comentar tres relatos tenebrosos (siendo suave) de Horacio Quiroga (escritor uruguayo,1878-1937 ) el profe nos encargó un breve relato sobre la naturaleza, pero en plan "oscuro". Aquí os va el mío.
Lo
primero que sintió Máximo al despertar fue el lejano ulular de una lechuza. Sin
abrir todavía los ojos trató de concentrarse en los sonidos que hubiese a su
alrededor. Ninguno más fuerte que un sordo rumor de hojas frotándose entre sí.
Y otra vez la lechuza lejana. Sentía una fría humedad que empapaba su espalda,
mientras algo espeso, caliente, se deslizaba lentamente desde su frente hacia
la boca. Abrió los ojos y solo vio oscuridad. Una oscuridad densa, pegajosa.
Lentamente giró la cabeza y trató de reconocer dónde estaba. La tenue luz de
una luna rojiza apenas se filtraba entre densos nubarrones y llegaba con
dificultad al suelo, dejando entrever, como entre bruma, oscuros troncos
retorcidos de los que nacían ramas de formas caprichosas que se perdían en la lúgubre
noche. La lechuza ululó quejosa una vez más. Las hojas parecieron recobrar el
diálogo entre ellas animadas por un soplo de brisa pastosa.
Con dificultad se puso en pie y observó la desolación del
bosque que lo rodeaba. Todo negro, sarmientos de árboles irreconocibles entremezclados
con resistentes eucaliptos que se elevaban verticales, como dedos acusadores,
en los que aún quedaba parte de su follaje.
A sus pies el suelo era gris oscuro, casi negro, en el que sus fuertes
botas se hundían unos centímetros. Se pasó uno de los pesados guantes por la
cara y al mirarlo vio como una parte se había teñido de algo granate con un
brillo apagado. Sangre, pensó, debí cortarme en la frente cuando me golpeé con
la rama.
Desorientado aún, trastabillando, trató de buscar la
retorcida senda que le llevaría hasta donde él y sus compañeros habían aparcado
el camión de bomberos, avanzando despacio, entre los estragos del incendio,
golpeándose con ramas requemadas, algunas aún humeantes, traidoras rocas ennegrecidas,
cadáveres hinchados de pobres bestias que no habían podido escapar y que
saturaban el espeso aire con el hedor pútrido de su carne chamuscada.
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