EL CONGRIO

Porque realmente los congrios son bestias, escurridizas, serpentiformes, voraces, dotadas de mandíbulas poderosas (mi padre siempre decía que a un congrio no se le mete un dedo en la boca ni después de cocido) que habitan en diversos ambientes marinos, desde los más someros (apenas unos decímetros de profundidad) hasta varios centenares de metros. El sexo solo ocurre una vez en su vida, ya que una vez que tiene lugar la reproducción se descalcifican y mueren; quiero creer que deberá ser un acto de una satisfacción sublime, homérica y heroica, para sacrificarse de esa manera con tal de perpetuar la especie.
Tras esta breve introducción voy a lo que al principio
quería ir. Yo fui pescador de congrios. Esto puede parecer poco importante.
Estoy seguro que en el mundo hay miles y miles de personas que lo son. Pero
teniendo en cuenta que yo no soy pescador profesional, ni siquiera aficionado,
la cosa cambia un poquito. Puede parecer entonces un poco raro, pero como la
casualidad también es parte de nuestra vida y el azar hace que, a poco que nos
dejemos, podamos hacer las cosas más insospechadas.
Estaba yo un día de verano, muchos años ha, distrayendo
mi ocio vacacional en tratar de capturar algún que otro crustáceo marino,
afición ésta devenida de la mucha que mi padre tenía a esos menesteres. Héteme
aquí pues armado de artes de pesca saltando de peña en roca por uno de los
pedreros próximos a mi pueblo. Día soleado, julio o agosto, no recuerdo bien,
calorcillo, la mar cantábrica calma cual piscina y la marea baja que dejaba al
descubierto mil y una rocas cercanas a la orilla. Una de ellas, plana, rodeada
de agua, como una pequeña isla, a un par de metros de tierra firme.
Armado con un retel y una sardina (para cebo) me lancé al
agua, me subí a la roca y en una zona que me pareció más adecuada (un metro de
profundidad y una cuevilla que se metía debajo de la roca) eché la trampa
cebada sujetándola por la cuerda para ello dispuesta; al cabo de unos pocos
momentos sentí un brusco movimiento, un fuerte tirón; me agaché y miré: un
bicho enorme se debatía en la red. Sorprendido, quizá asustado, de momento no
supe que hacer; pasados unos segundo la agitación pasó, levante el arte de
pesca y la red estaba toda hecha jirones.
Volví a la orilla y horas más tarde, cuando la subida de
la marea me echó del roquedal, regresé a casa. Cuando se lo conté a mi padre me
confirmó que era un congrio y que si volvía al día siguiente estaría allí, en
su cueva, así que al día siguiente, armado de seis sardinas, un fuerte sedal
con plomada y anzuelo de buen tamaño, amén de una mi navaja plegable de casi
diez centímetros de hoja, sus buenos tres de anchura y mango de madera, volví
al escenario del día anterior. Cebé el anzuelo, lo dejé bajar a la entrada de
la cueva y a los pocos segundos noté como la fiera lo atrapaba; nervioso di un
tirón, cesó la presión y saqué a la superficie el anzuelo completamente limpio,
ni rastro de la sardina cebo.
La operación se repitió de la misma forma un par de veces más, el congrio me tomaba el pelo, se comía mis sardinas, pero no tragaba el anzuelo. Calma, reflexioné, me voy a quedar sin sardinas y este bicho va a engordar a mi costa, además de soltar una carcajada congriana (si tal cosa existe) una vez que me vaya. Relajado, inasequible al desaliento (mientras hubiera sardinas) cebé una vez más el anzuelo con el firme propósito de dejar, esta vez, que el animal lo tragase y pudiese al fin sacarlo.

Recordando
los consejos de mi padre, no intenté sacarle el anzuelo, lo cogí por el hueco
de las agallas y me lo llevé, orgulloso de mi hazaña, hasta casa. No había
cumplido los dieciocho años. Enterado de que en esas cuevas una vez desalojadas
por su inquilino, suelen establecer sus lares otros congrios o, en su defecto,
pulpos e incluso andaricas, a lo largo de ese año y alguno de los siguientes
volví unas cuantas veces; pesqué unos cuantos congrios más; ninguno tan grande
como el primero; los demás rondaban los dos kilos, tres como mucho; en total
serían una media docena con un peso total de algo más de veinte kilos. Después
empecé la universidad y el verano siguiente fue el último. Nunca volví.
Por
cierto, no me gustaba el congrio y en aquel tiempo lo odiaba, ahora si lo tengo
que comer lo como, pero sin placer.
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