PRIMEROS PRINCIPIOS




Ah, el deseo. Encerrado tantos años entre los pliegues oscuros del cerebro. Enganchado a las pequeñas células grises. Gritando silente por salir, como las patadas de un feto inquieto, o tranquilo, dormido, como una presencia ausente, pero siempre ahí.

Deseo frenado por muchos temores, pero, sobre todo, por la falta de tema, por la falta de concreción, por el horror de empezar y no saber cómo seguir o, peor aún, por quedar seco y rellenar con disgresiones vacuas páginas y páginas.

Miedo a enfrentarse a la página, catódica o arbórea, inmaculada, y llenarla de un ejército de hileras de hormigas vacilantes, perdido el instinto del regreso a su hogar escavado en el suelo y avanzando sin rumbo a no se sabe qué final.

Cuando por fin se escribe la primera letra, la primera palabra, la primera frase, se termina el primer párrafo y se piensa que ya empieza a fluir fácil, no, no es así: aumentan los temores y los temblores: ¿es un comienzo adecuado?, ¿estará bien?, ¿cómo seguirá?, ¿servirá para enganchar al posible futuro lector?

El osado escritor novel que se atreve a empezar un escrito, como es este caso, tiene un mucho de inconsciente; los geniales escritores que en este mundo han sido, son y serán, no merecen ese calificativo y seguro que no empezaron así. A los aficionados voluntariosos, atrevidos, furibundos lectores casi siempre, en los que, por serlo, nace, sin querer, sin darse cuenta, un hormigueo en los dedos sabiendo, no muy bien por qué, que solo se calmará asiendo el lápiz o la pluma, acariciando las teclas de una máquina o golpeándolas con saña, enfrentándose a un folio en blanco que deslumbra la retina hasta quemarla.

L. tenía esa comezón y no tuvo el menor reparo en manchar páginas con ideas, frases, discursillos y cositas menores que, sin quitárselas, aliviaban temporalmente sus ansias. Se había iniciado muy joven en la lectura, en la segunda mitad del siglo veinte, apenas 10 años cumplidos; un bibliofago naciente, universal, sin criterio o con el criterio más amplio posible: los clásicos rusos y españoles, las novelas del oeste, incluso alguna romántica, aventuras, prosa, poesía, teatro, cuentos cortos, la biblia, el quijote; con el tiempo el criterio fue creciendo, estrechando los límites parcialmente y, sin dejar la novela y los relatos en general, aumentó su gusto por la novela policiaca y la ciencia ficción; esto que en principio podría parecer irrelevante, es coherente con lo que, con el devenir del tiempo, más tarde sucedería.

Uno de sus amigos, J., escribía (¡¡y publicaba!!) hermosas novelas sobre los temas más variopintos; era un escritor profesional con suficientes lectores para seguir publicando, aunque no tantos como para no tener que recurrir a empleos menos nobles, por lo que se veía condenado a trabajar en otra disciplina, más que nada por el feo vicio de cubrir las necesidades básicas, suyas y de su familia; su producción aumentó, al menos en frecuencia, una vez alcanzado el jubileo, así que L., llegado a la misma situación laboral, pensó que él podría intentar metas más altas que las leves colinas hasta ahora superadas. Vana ilusión, así que no le quedó más remedio que conformarse con un pequeño y tímido blog.


Comentarios

  1. ¡Ay, amigo! No hay remedio contra el virus de la escritura. Te lo digo yo, que lo llevo desde hace décadas inoculado. Ahora bien, no hay que preocuparse. Si lo sabes manejar, incluso puede ser placentero.

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