BLACK STORY



Lo primero que vi de ella fueron sus piernas. No porque mirase hacia abajo. Miraba al frente, pero era de todo punto imposible no fijarse en ellas. Largas. Esbeltas. Torneadas. Incluso quizá excesivas. Enfundadas en unas medias negras de cristal, con una costura que le recorría desde el tobillo hasta profundidades ocultas por la ajustada falda. Piernas que le llegaban hasta el suelo. Rematadas en unos zapatos negros. Mates. De finísima piel y finísimos tacones.

            Por encima de su falda, el resto del cuerpo no desmerecía. El talle breve. Los pechos justos. A la altura exacta. A la distancia precisa. Si uno se hubiese olvidado de las piernas (imposible por otra parte) sus brazos y su cuello darían para otro éxtasis visual. Para otra venus escultórica. Después de todo eso, su rostro, su pelo. ¿Recordáis a Ava Gardner? ¿Esa especie de belleza salvaje? ¿Esa promesa de lujuria infinita? Pues todo eso enfundado para regalo.

            Yo había quedado con una cliente en el tugurio de Rick en la calle 42. A las seis, me citó una aterciopelada voz de salía del auricular de mi teléfono. Tenía tiempo. Apenas eran las 12 y me dio tiempo de sobra a meterme un sandwich de pollo y lechuga empujado por una buena medida de Cuatro Rosas. Dos tazas de eso que aquí llamamos café. Aguachirle caliente. Negro. Sin azúcar. Humo y hebras de Camel mezclado con todo ello. Incluso me dio tiempo a echar una cabezada encima del periódico.

              No sonó más el teléfono en toda la tarde. Mi secretaria había ido unos días a casa de su abuela. La tarde entraba poco a poco por las ventanas, dejándolo todo en penumbra. Si no fuera por el concierto de los cláxones impacientes de la calle posiblemente no me hubiese despertado
.
            Me lavé la cara. Me puse el sombrero. Encendí otro petardo y me lancé a la calle. A recorrer los 500 metros que me separaban del Rick’s. Faltaban 10 minutos para las seis cuando llegué. Me gusta ser puntual. Iba por el segundo bourbon cuando llegó la aparición.

            Si no fuera por la repentina estatua que compuso Rick mientras le sacaba brillo a un vaso no me hubiese enterado. La puerta estaba justo detrás de mí. Me giré muy despacio. Menos mal.

            Hizo balance del local con unos ojos verdegris enmarcados en abanicos de tamaño XXL que cargaban con un tubo de rímel cada uno. De toda la fauna del local su mirada se paró en mí. En cuatro delicados pasos se acercó. Se apoyó en la barra.

-Buenas tardes Mr. Wolf. Porque supongo que es usted Lou Wolf, ¿no?

            Era la voz de terciopelo. Más suave aún que la que viajó por el hilo telefónico.

            -Si señora, logré articular después de dos carraspeos, señora…?

            -Smith, por ahora dejémoslo en Mrs. Smith Mr. Wolf.

            -¿Qué puedo hacer por usted Mrs. Smith?, perdón, ¿quiere que nos sentemos en a una mesa o prefiere ir a mi despacho?

            -No, aquí, en una mesa mejor.

-¿Quiere tomar una copa?

-Demasiado temprano para mí, me conformaré con un ginger ale.

Le encargué a Rick el pedido con otro bourbon para mí mientras iba  pensando en sus dos primeras mentiras en solo un minuto y caminábamos a una mesa discreta en una de las esquinas.

-Bien Mrs.  eeh, Smith, usted me dirá. ¿Cómo ha sabido de mí?

-Una de mis amistades conoce al teniente Red, Daniel Red, de Queens. Le preguntaron por un detective eficaz y discreto y le recomendó a usted.

-El bueno de Dan Red. Es una de las personas a las que tengo engañadas, y ¿Qué puedo hacer por usted?

-Me están siguiendo. Hace unos días que tengo esa sensación; usted dirá que es una tontería, pero estoy segura de que es así. No es una sola persona, no siempre la misma, pero alguien me vigila cada vez que salgo de casa.

-Bueno, mi consejo es que vaya a la policía; a pesar de lo que pueda parecer, algunos de ellos saben su oficio.

-No, eso, de momento, no es conveniente. Prefiero saber si mis sospechas son ciertas y, si es así, saber quién y porqué. Después decidiría si merece la pena decírselo a la policía.

Encendí un Camel. Le pregunté si le apetecía uno y me dijo que no fumaba (tercera, no, cuarta mentira, contando la de su historieta). Además descubrió una pequeña grieta en su coraza de hielo y formalidad. Mientras tanto yo sopesaba qué hacer, le lancé un par de preguntas más.

-¿Está usted casada Mrs. Smith?

-¿Tiene eso importancia?

-No lo sé. Pensaba en un marido “intranquilo” con sus andanzas.

Sus ojos se achicaron y lanzaron dos dagas de frío acero en mi dirección, hacia mi garganta.

-Pues sí, estoy casada, pero mi marido no tiene nada que ver en esto. Estoy completamente segura.

-Bueno, no sé muy bien cómo actuar, ¿va a darme su dirección?

-No, claro.

-Ya, pues eso representa un problema, ¿cómo podré comprobar si la siguen o no?

-Mañana le llamaré cuando esté en algún lugar público, como un comercio o una cafetería y así podría comprobar si alguien sigue mis pasos desde allí.

-En fin, no me parece un buen sistema, tendré que estar las 24 horas disponible para usted y eso le saldrá bastante caro.

-Eso no es problema. Aquí tiene dos mil dólares para empezar. Cuando se terminen no tiene más que decírmelo. Buenas tardes.

Su salida fue solo un poco menos espectacular que su entrada. Rick se congeló en la posición de sacarle brillo al mismo vaso, pero esta vez, perdido antes el paño, con uno de los faldones de su camisa; los demás parroquianos conformaron (bueno, yo también) la sala del asombro infinito del museo de cera mientras, sin un solo pestañeo, observábamos el glorioso balanceo de dos semiesferas perfectas al ritmo de sus pasos hacia la puerta; el encantamiento se rompió a los pocos segundos de cerrarse ésta y de repente todo empezó a recobrar vida.

Volví a verla al día siguiente. Su imagen ocupaba la mitad de la fotografía de la portada en el diario. El titular rezaba “Tragedia en la alta sociedad” y en tipos menores aclaraba: “Frederick Burned-Horn, juez del tribunal supremo, se suicida después de matar de un disparo a su esposa”.

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