ULTRAMARINOS
Soy, desde
hace muchos años, más de 30, comprador habitual en tiendas de ultramarinos,
pescaderías o supermercados de los avíos propios de una casa: comestibles,
bebidas, limpiadores, etcétera; no así de la ropa en general: odio comprarla,
me aborrece todo ese tema, no me gusta andar probando y, además, tengo que
confesar que tengo un gusto pésimo para todo lo que tenga que ver con combinar
colores; afortunadamente ese tema lo tengo solucionado: mis mujeres (esposa,
familiares y amigas) se encargan de eso (gracias, mil veces gracias). También
aborrezco el tema mueblerías, pero no es el caso recitar aquí todas mis fobias,
así que vuelvo al tema de inicio, la compra diaria. Años ha yo era una rara
avis en los establecimientos de alimentación general; disfrutaba pidiendo la
vez, situándome en un segundo o tercer plano hasta que me llegaba el turno,
avisando a las señoras (generalmente las más mayores) que querían colarse que
allí estaba yo, comentando cualquier cosa con el o la dependiente, en fin con
esas pequeñas cosas, escrúpulos de sal y pimienta, o azúcar, que nos dan un
segundo de vidilla, una chispita de satisfacción.
Desde
hace ya tres años he pasado a mejor vida y disfruto ahora del jubileo con
dedicación casi exclusiva a actividades que me gustan y, claro, entre ellas
sigue estando la asistencia casi diaria a los establecimientos de comestibles
varios y productos del hogar. Ah, como han cambiado las cosas; en casi ningún
sitio se pide la vez, han proliferado esas maquinitas dispensadoras de números que
en colaboración con una pantallita informativa te indican el turno y, sabiendo
restar, cuantas personas tienes delante, así que la distracción de vigilar a
los violadores del orden se ha perdido; tampoco los varones somos objeto de
curiosidad por las compradoras: hoy somos multitud; despistado de mí, no había
reparado yo en ese extremo hasta que, un día de estos, mientras aguardaba mi
turno en charcutería, lancé una ojeada por el establecimiento: mayoría, por
goleada, de hombres. Y no era por la tarde a última hora o un sábado en la mañana
(en otros tiempos eran mis momentos de compra) sino un martes a las 11 de la
mañana.
Sí, como ha transmutado la sociedad, qué raro
prodigio es ese que hace que fornidos hombretones hayan entrado por el aro y
sean capaces de rebajarse a tales acciones, casi estoy seguro que muchos de
ellos son capaces de poner la lavadora e incluso de freírse un huevo o un
filete, ¡a dónde vamos a llegar!, ¡no me extraña que la natalidad descienda con
estos amaneramientos! Bueno os dejo, que tengo que hacer la comida, poner una
lavadora y planchar unas cuantas prendas y si sigo enrollándome no me dará
tiempo a ir a por el pan.
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