LA EDAD Y LOS SENTIDOS
Uno
de los convencimientos más comunes es el pensar que a partir de una cierta edad
se van perdiendo facultades, especialmente las físicas. Tengo para mí que no
todas, es más, creo que algunas de ellas ganan e incluso adquieren ciertas habilidades
de las que hasta entonces carecían o, al menos, no usábamos.
Voy
con algunos ejemplos. El oído. En condiciones normales es uno de los sentidos
del que se dice que con la edad se va atrofiando; nada más lejos de la realidad;
yo mismo, sin ir más lejos, soy capaz de oír sonidos que antes, cuando no había
superado los 60, me pasaban desapercibidos; por ejemplo, yo no era conscientes
de algunos de los sonidos del cuerpo, no sabía que al girar la cabeza las
vértebras del cuello sonaban, al igual que les ocurre a los huesecillos del
tarso en según qué movimientos del pie, o los leves crujidos de las rótulas al
levantarse de un asiento, amén de toda una pléyade de sonidos intracorpóreos
que otrora me resultaban desconocidos.
¿Qué
decir de la vista? Antes veía los objetos o las personas, con una nitidez y una
limpieza que resaltaba el menor de sus defectos, ahora, gracias a una habilidad
desarrollada, desenfoco lo observado, con lo que consigo que una especie de
neblina oculte las faltas más groseras, lo que me permite disfrutar en mayor
medida de lo que miro.
Tres
cuartos de lo mismo, pero en sentido opuesto, ocurre con el tacto. Acostumbrado
a ciertos trabajo manuales, aunque no excesivos, el conjunto de la piel de las
manos se me había encallecido levemente; ahora, salvo las uñas, parcialmente gastadas
y endurecidas de tanto rascar, toda la epidermis de mis manos ha adquirido una delicadeza, una finura, capaz de detectar
el más leve pliegue, la más nimia irregularidad, en fin, un prodigio de sensibilidad.
También
se me ha agudizado el sentido del gusto, al encontrar sabores, detalles de los
alimentos, sólidos y líquidos, que antes apenas apreciaba; en este caso la
mejora empezó apenas rebasados los 30 años, aunque el salto realmente
significativo tuvo lugar después de los 60. Mi mujer no está de acuerdo conmigo
en este extremo, ya que aduce que la mejora treintañera tuvo que ver con dejar
de fumar (que tontería) y la de la sesentena por la menor ingesta de alcohol,
pero yo estoy convencido de que son simplemente cosas de la edad, de los ciclos
biológicos que se desarrollan a lo largo de la existencia.
Poco
puedo decir del quinto y último de los sentidos. Exceptuando el desagrado
producido por los pestilentes olores de algunas colonias/perfumes (recuerdo con
repelús algunos de la marca mirurgia sufridos en mi niñez) y los emitidos por
animales, bípedos o cuadrúpedos, en según qué circunstancias o actos, nunca he
sido demasiado exquisito en ese tema. Sabía y sé apreciar el azahar de los
naranjos en flor, el perfume natural de las rosas, el penetrante olor de una
buena fabada o de otros cocidos, el olor a mar del pescado fresco (qué decir de
unos salmonetes a la plancha o de unos oricios vivos recién abiertos), de las
algas arrastradas a la costa por la vagamar y, uf, lo dejo, que son más de las
ocho y con estas cosas me están entrando ganas de freírme un par de huevos y un
chorizo, más que nada para disfrutar del crepitar de la fritura, de la vista lujuriante
de yema y clara, del rojo escaparse del chorizo tintando el aceite, del tacto
suave de las cáscaras ovoides y la fina piel del embutido, de la sublimación de
aromas del chorizo y los vapores del aceite de oliva virgen y, para rematarlo, de
la exquisitez del conjunto al deslizarse por la lengua, de la molienda en la
cavidad bucal, del deglutirla, ..., esto tiene que ser necesariamente pecado,
pero de eso ya trataré otro día.
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