SOR RITA, MÁRTIR





Queridas hermanas y hermanos en cristos, esta es una carta de despedida ya que, si Dios no lo remedia, cuento por minutos el tiempo que me resta para abandonar este horrible tránsito y poder reunirme, por fin, con él, mi creador.

Soy la hermana Rita, conocida en el convento como sor Ritina o hermana Ritina (aunque mido 1,75 y peso mis buenos 85 kilos, por lo que creo que mis hermanas decidieron llamarme así para evitar algunas bromas procaces de lugareños malvados), nacida para el mundo con el nombre de Hermelinda en el seno de una familia acomodada, profundamente religiosa, de una región agrícola y ganadera sita en la España profunda. Desde mi tierna infancia mostré inclinaciones sadomísticas, alcanzando verdaderos éxtasis mediante la práctica de abominables ritos de tortura con animales de todo tipo y condición; a la vista de esa mi incorregible pulsión, mis estrictos padres dieron en meterme a la tierna edad de quince años en un convento como novicia; sus buenos dineros para una muy generosa dote les costó y allí se desarrolló gran parte de mi vida, excepto esta última parte a la que llegaré después de resumiros su poco emocionante transcurrir.

Actualmente, por una desafortunada concatenación de circunstancias, cumplo condena a perpetuidad en un presidio de hombres (elegido por mí para unir el obligado aislamiento a la pena impuesta, tal como han hecho otros condenados ilustres de este nuestro país). ¿Cómo llegué aquí? Pues como iba diciendo por pura mala suerte, unida al dolor de los pecados, un firme propósito de la enmienda y el profundo arraigo en las convicciones religiosas.

Acababa yo de poner fin a las miserias mundanas de la hermana Clara por el simple método de sumergirla hasta el ahogamiento en la gran tinaja del sótano del convento en la que almacenamos el aceite;  de todo corazón deseo que Dios le haya perdonado sus pecados, en especial las maldiciones y blasfemias que contra mí y el altísimo lanzó después del primer garrotazo que le di con el único fin de atontarla y aminorar así el sufrimiento que, bien lo sabía, había de producirle el hecho de que posteriormente la sujetase de los tobillos para introducirla de cabeza en la citada tinaja del aceite.

Pues bien, como decía acababa de sublimar mis instintos sádicos con el sacrificio de la hermana Clara y, superado el subidón extático, corrí, ¿cómo no? y como hice siempre en casos anteriores, a confesarme con el padre Prudencio con el fin de descargar mi alma y ponerla de nuevo en el camino recto. Quiso el azar que la luz que alumbraba el confesionario estuviese encendida anunciando que el buen padre esperaba allí para oír las faltas de las hermanas o de cualquiera de los fieles que frecuentaban el convento, cuya nave central también hacía las veces de iglesia para la comunidad del pueblo en el que se ubica.

Postreme humillada en el reclinatorio y confesé con todo lujo de detalles y sin omitir cosa alguna los hechos que allí me habían conducido. Lo que ocurrió a continuación solo puede achacarse a mi precipitación en la narración (menos de un minuto en contarlo todo: no me gusta regodearme en mis maldades después de cometidas); de la puerta lateral del confesionario salió pálido, desencajado y con los ojos a punto de saltarse de sus órbitas el operario que estaba revisando la instalación eléctrica que, al parecer, estaba dando unos problemillas por aquellos días. Corrió como alma que lleva el diablo el pobre hombre y no paró hasta encontrarse en el cuartelillo de la guardia civil, donde, entre hipidos y presa de incontrolados temblores, dio cuenta cabal de lo acontecido. Claro está, no había transcurrido ni una hora cuando la que se hallaba en la celda del cuartelillo era yo misma, todavía compungida pues no había logrado confesarme como es debido, es decir, ante Dios por vía interpuesta, que no ante los hombres, incapaces de entender el alma de esta humildísima sierva.

Ante las atenciones y buenos modos mostrados por el sargento de la benemérita, comandante de aquel puesto, no tuve inconveniente en contarle que ésta no era, ni mucho menos, la primera vez que alcanzaba el éxtasis tras actos similares que, para hacer el cuento corto, sumaban no menos de catorce (si la memoria no me falla, que ya empieza a hacerlo), incluyendo el caso del bendito padre Norberto, al que tuve que sublimar al negarse a darme la absolución cuando le conté la trasposición divina alcanzada tras la decapitación a guadaña de uno de los hortelanos que cuidaban nuestras tierras; por otra parte disculpé en parte su proceder ya que era, si no recuerdo mal, la octava vez que le confesaba algo similar.

Algo de mis querencias se debía maliciar la madre abadesa cuando,  bastantes años antes del suceso causa de mi actual situación, me trasladó y me puso al servicio del señor obispo en el lujoso palacete en el que ese santo varón frugalmente pasaba sus días dedicado a la oración, las buenas obras y a sodomizarme al menos una vez por semana para, según él, sacar el diablo de su cuerpo y no caer en peores tentaciones con impúberes pueri cantores de la escolanía eclesial. En tales actos y a tenor de los gemidos y embistes, creo yo que disfrutar parece que no disfrutaba (debía satanás estar bien agarrado a sus entrañas), pero a mí se me aplacaban las ansias destructivas al alcanzar, con relativa frecuencia, cotas razonables de elevación espiritual. Allí pasé los mejores años de mi entrega a la iglesia, varias décadas, hasta que, falleció mi obispo de un infarto en pleno acto de expulsión demoníaca y fue sustituido por otro más joven, que a su vez me sustituyó por otra hermana, también menos añosa, con lo cual tuve que volver al convento y a recaer en mis viejas costumbres, origen de mi apresamiento.

Condenada en juicio (sin jurado y a puerta cerrada) a prisión perpetua no revisable, se me dio a escoger recluirme en un sanatorio mental o una prisión común; loca, lo que se dice loca, no estoy, así que gracias a los buenos oficios de mi abogado pude quedarme en el establecimiento en que ahora me hallo, en el que encontré la paz durante los casi seis años que me han parecido seis días de rápido que han transcurrido. Hasta hace dos días. Como ya dije al principio, estoy aislada en un ala cuya única inquilina soy yo y a las únicas personas que veo son los guardianes que me atienden y una sicóloga (¡sola, sin equipo!) viuda y jubilada que me analiza una hora cada mes. Pues bien, hace dos días, en la zona de hombres, estalló una pequeña revuelta protagonizada por los cuatro miembros del club del amarraco, asesinos y violadores sin entrañas, unos auténticos hideputas capaces de lo peor, al haber decido el alcaide aislar a uno de ellos por mearse repetidamente en el colchón de su compañero de celda; la sanción imposibilitaba el normal desarrollo de las partidas de mus en que todas las tardes se enfrentaban los cuatro componentes del club, lo que dio origen al motín.

No sé cómo, los cuatro consiguieron acceder y hacerse fuertes en el ala que yo ocupaba, entrando en mi celda y tomándome, en un primer momento, como rehén. No pasó mucho tiempo, quizás una media hora, en la que decidieron por mutuo acuerdo, en riguroso orden y en la intimidad de la celda, tomarme también en un sentido más amplio. He de decir que mi única experiencia en ese campo era la habida con mi venerado, difunto y santo obispo, así que ahora, cumplidos ya los setenta y tres años, poco esperaba yo en esa materia. He de decir que en las primeras horas aquello fue un no parar, éxtasis tras éxtasis, veía los cielos abrirse y bajar los ángeles plañendo todo tipo de instrumentos. Los perdularios me pedían perdón y me daban las gracias, confesándome que, el que menos, llevaba más de quince años sin catar mujer y que en su vida habían visto piel tan blanca y fina como la mía, alabándola muy mucho; cansada, pero feliz, los animaba a no tener mala conciencia por esos sus actos y a que dispusiesen de mí como les pluguiere.

Pasados los primeros ardores, las visitas fueron espaciándose a lo largo del día y de la noche, hasta el punto de que hoy, segunda de las jornadas, no había aparecido ninguno hasta que el más alto y fuerte de ellos se llegó a mí y, después de extasiarme, me dijo que me pusiese a bien con mi dios ya que habían alcanzado un acuerdo con los funcionarios y que, antes de entregarse, tenían que, con gran dolor de su corazón, matarme (creo que formaba parte de lo acordado, para así poder paliar en parte el hacinamiento en la zona de hombres, al ampliarla al área que yo ocupaba, actualmente apenas sin uso y, de esta manera, poder disponer de unas docenas de celdas más).

Le di las gracias por haber conseguido alegrar mis últimas horas en este valle de lágrimas y le pedí que me diese unos momentos para escribir esta mi última confesión y despedida, amén de rogarle que les comunicase a sus compañeros mi agradecimiento y que, si lo deseaban, podía yo decírselo a ellos mismos si querían pasar a despedirse, tal como hicieron de uno en uno.

Ahora oigo ya los pasos lentos y pesados de dos de ellos. Sé que vienen a cumplir su terrible misión, pero, descargados mi corazón y mi alma de todos mis pesares, ya solo ansío acabar pronto y poder disfrutar de la salvación y el disfrute eternos. Amén.

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