VIDA Y MILAGROS DE PATRICIO SOUSA (Capítulo I)
VIDA Y MILAGROS DE PATRICIO SOUSA
Capítulo I. Donde se
narra el nacimiento y primeros pasos de Patricio.
Apenas
entrado el día 25 de marzo, casi cinco minutos consumidos, nació Patricio con
dieciocho años de edad. Para sus padres supuso una gran alegría a la vez que un
regusto amargo de tristeza y pena unido a un cierto desasosiego ya que ¿qué
harían con toda la leche de bebé y los pañales, patucos y componentes varios de
la canastilla que habían ido confeccionando?
Disfrutar de la infancia de su retoño sí disfrutaron, aunque muy
brevemente.
No
se había cumplido la media hora del parto y ya Patricio daba sus primeros pasos
y balbuceaba sus primeras palabras: Hola,
encantado de veros por fin padres, hasta ahora solo oía vuestras voces; un
poco antes de las dos de la mañana Patricio era todo un mozalbete que mostraba
una hirsuta barba, más bien pelusilla, que le sombreaba el labio superior y las
mejillas, en las que destacaba alguna que otra espinilla, denuncia de una
pubertad que no llegó a preocupar a sus cada vez más desconcertados padres, más
que nada porque a las dos y cuarto los pelillos tornaron en bizarros pelos de
una barba oscura y cerrada que, unida a la morenez del pelo y la tez ,
declaraban el origen latino, más concretamente portugués, del neonato.
Todo
el edificio de maternidad era un sindiós. La noticia corría de boca en boca y todos
se hacían cruces del extraordinario suceso, nunca visto en los más de cincuenta
años de existencia del hospital ni en los anales de la medicina. El pediatra de
guardia aquella noche declinó toda responsabilidad sobre los cuidados de la
criatura alegando que él solo era responsable de infantes menores de dieciséis
años; las comadronas, acostumbradas al trato con bebés “normales”, desistieron
de cualquier interacción con el recién nacido, más aún cuando a las dos y
veinte, ya desarrollada por completo la cobertura pilosa del niño y alcanzada
(y rebasada ampliamente) la madurez sexual, comprobaron horrorizadas los
tremendos atributos que dotaban su entrepierna (bueno, todas horrorizadas no,
alguna que otra cayó en éxtasis ante tamaña visión).
Tras
una reunión precipitada del comité médico responsable, decidieron, en primer
lugar, hacerse con ropa adecuada para que el infante no espantase al personal
una vez en la calle y, tras una serie de pruebas básicas (hemograma,
electrocardiograma, electroencefalograma, revisión radiológica y análisis
varios) darle de alta. Antes le preguntaron si tenía hambre (no había comido
nada desde su nacimiento) y ante la negativa de la madre a darle el pecho, que
su hijo reclamaba con el laudable y salutífero fin de succionar con fruición
(véase que los instintos son lo que son), contestó que no le vendrían mal un
par de huevos con patatas fritas y una buena chuleta, todo ello regado con un
vinho verde bien fresquito, arcano recuerdo de una comida de su madre meses antes.
Salvadas
las primeras horas de estupor general y con el niño ya en el domicilio
parental, reuniose la familia para, por una parte, contemplar el prodigioso
fenómeno y, por otra, decir cómo actuar a partir de ese momento.
Tras
un breve examen por parte de uno de los tíos, profesor en un muy reputado
colegio privado, a todos quedó claro que el portento era solo en lo físico, ya
que, exceptuando algún mínimo conocimiento adquirido por frases oídas en el seno
materno, Patricio era un completo analfabeto en letras, números y cualquier
otro conocimiento esperable de un mocetón de dieciocho años. Difícil situación
se presentó entonces ¿Cómo escolarizar con tiernos infantes de tres añitos a
aquel mostrenco? Con un poco de
paciencia, sus buenos dineros y los magníficos oficios de su tío el profesor,
consiguieron meterlo en el colegio en el que aquel impartía docencia (eso sí,
interno, para evitar más noticias de las que ya eran comidilla de la patio de vecinas,
amén de las revistas de baratillo).
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