UN RELATO DE CUARESMA
El martes próximo es día de don Carnal, víspera de la
llegada de doña Cuaresma, unas fechas en las que se pasa del desmadre carnavalesco
al recogimiento, recato, ayuno y abstinencia promulgados por la santa iglesia
católica, apostólica y romana. Al menos así era en épocas no tan remotas. No es
que yo sea especialmente añoso, pero recuerdo de mi infancia y primera juventud
(finales de los años cincuenta, todos los sesenta y principios de los setenta) esos días del calendario adornados con un pescado, recordándonos que la
carne y sus derivados y manifestaciones estaba “prohibida” bajo castigo de
fuego eterno.
Bueno estos ayunos y prohibiciones regían desde tiempo
inmemorial para las clases populares, ya que las pudientes podían saltárselas
previo pago de las correspondientes bulas, dispensas que el clero otorgaba tras
el ingreso en sus arcas de la cantidad monetaria que se demandase.
¿A cuento de qué viene todo esto? se preguntarán mis
perspicaces y selectos lectores; una razón es muy evidente, lo antes dicho de
que en unos días empiezan la cuarentena cuaresmal (justos cuarenta días son),
liberados ahora de las antiguas dietarias servidumbres. Un interruptus: dada mi
escasa relación actual con los ritos y costumbres eclesiales supongo que esto
último de la relajación de normas cuaresmales es cierto, pero puede ser que no
sea así y que solo mi ignorancia del tema me haga caer en esa errónea apreciación.
Vuelvo al tema. La segunda de las razones es un muy
divertido relato que nos contó un condiscípulo (gracias Juanjo) de mis clases de literatura. El
hombre, originario del extremo occidente asturiano, nos relató que en su zona
se decía que los habitantes de los conventos de la ribeira sacra (ya sabéis,
esa hermosa zona que recorre parte del mediodía gallego por el norte de Orense y
el sur de Lugo a la vera de los ríos Miño, Sil y Cabel, cuna de sabrosos caldos y albergue otrora de
los conventos citados), llegadas las fechas de la cuaresma y con el loable fin
de cumplir con la dieta impuesta en lo que se refiere a la abstinencia de comer
carne y atenerse a una dieta de pescado como fuente de proteínas, habían ideado
una curiosa artimaña. Consistía en que algunos de los frailes cogían un gorrino
(porco en su lengua vernácula) y se encaminaban con él aguas arriba del río
vecino y en un momento dado lo arrojaban al agua; aguas abajo se disponían
convenientemente preparados otra parte de los integrantes del cenobio y cuando
el animal llegaba a su altura lo atrapaban y sacaban del agua.
Claro está que en ese momento el cerdo había devenido,
literalmente, en pescado, con lo cual podían comérselo sin contravenir norma
alguna y salvaguardar así su alma libre de cualquier pecado. ¡Lo que no se les
ocurra a los clérigos!
No sé si es cierto o no, pero creíble me reconoceréis que
sí lo es y, “se non e vero, e ben trovato”.
Amén.
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