SUBLIMACIÓN


Hoy me atrevo con un cuento largo. Hace un tiempo que lo tenía escrito, pero no me atrevía a darlo a la luz. Hoy sí, ¿Por qué? pues no lo sé, porque sí. Me encanta lo que ahora voy a escribir y es algo de lo que siempre he tenido ganas:

Los personajes y situaciones son completamente ficticios y no guardan ninguna relación con personajes o situaciones reales.

Por si quedaba alguna duda.

Solamente armado con los mejores propósitos, mi relator quiso iniciar el relato de su vida en forma de novela, sin tema otro tema concreto que no fuera una especie de secuencia ordenada, más o menos, de la misma, sin otros personajes principales más que él y únicamente los secundarios y comparsas imprescindibles para que el relato no fuese demasiado confuso. Pronto (según sus propias palabras) se dio cuenta que no estaba capacitado para tamaña empresa, aunque sí para contarle a alguien su extraña vida, el secreto de su especie; me dijo que también lo había detenido el temor, el miedo a que esa historia que quería empezar cayese en manos de cualquier persona ajena, por descuido, por accidente, así que borró lo escrito, destruyó todos los archivos y  quemó todos los papeles y se dispuso a esperar, tranquilamente. Eran los principios de siglo XXI.

Por esa decisión suya, también por pura casualidad, siglo y medio más tarde entré yo; así empezó esta historia cuyo desenlace, por supuesto, ya conozco, aunque él me prohibió terminantemente empezarla hasta que no se completase su transformación, es más, ni siquiera podía tomar notas o grabar nuestras conversaciones, todo debería quedar a expensas de mi memoria; me dejó bien claro que prefería inexactitudes o lagunas, incluso errores, antes de que, por imprudencia, accidente o cualquier otra causa, algo de su vida saliese a la luz (¡qué curiosa paradoja!, puesto que el final fue eso: un relámpago de luz y energía).

Corre el siglo XXVI, tanto que casi agoniza de puro agotamiento. Para el protagonista, al que llamaré Juan Lucero (JL para abreviar) ha sido una larga trayectoria, varias vidas diferentes, pero todas ellas con una única finalidad: completar su ciclo.

Como ya comenté al principio, JL tomó consciencia de su existencia en la segunda mitad del siglo XX y pronto se dio cuenta de algunas peculiaridades que le hacían un poco diferente a las personas de su entorno.

Aprendía rápido, era precoz en lectura, escritura, matemáticas, en casi todo, excepto en deporte. A los nueve años estaba en la escuela con los muchachos de 14, sin mucho, casi ningún, esfuerzo. Sí, también había un par de niños más como él, pero fue consciente de que ellos tenían que trabajar más, estudiar más; de hecho, sacaban mejores notas, pero eso no le importaba lo más mínimo, no pretendía ser un número uno, no había en él afán alguno de competición, aprendía lo necesario y listo.
También, a edad temprana, se dio cuenta de una diferencia que al principio le trastornó y que, antes de conocerse realmente, llegó a horrorizarle: no tenía empatía con nada ni nadie, aunque, en el caso de sentir algún sentimiento especial, generalmente por el personaje de algún libro, éste resultaban ser del grupo de los perdedores, de los villanos, indio antes que el séptimo de caballería, el delincuente antes que el policía.

Muestras de esa falta de empatía era el trato que daba a algunos pequeños animales, como, solo a modo de ejemplo, las torturas a las lagartijas, a las que después de cazar, todavía vivas, destripaba, asaba o sujetaba sobre las vías del tren para que éste al pasar las aplastase. Estos ejercicios de puro sadismo no eran tal para él; tampoco entendía que le impulsaba a cometer tales desmanes sin sentir ninguna emoción, sin placer ni pena, solo porque sí.

Hasta que un día, durante unos de esos ejercicios demoníacos, mejor, después de terminar, sintió algo, se sintió mejor, una sensación de mayor satisfacción, no por lo que acababa de hacer, sino algo interior, como si tuviese mayor energía, cosa rara ésta, ya que, por lo general, era bastante abúlico.

Vigiló ese nuevo conocimiento, esa sospecha interna y descubrió que el fenómeno volvía a producirse después de los “tratamientos” que dispensaba a los animalillos: mínimos chispazos si le arrancaba las alas o las patas a una mosca, mayor intensidad al matarla, mayor sensación cuanto mayor fuese el tamaño de su víctima.

Pero a la vez que notaba como la energía crecía y se almacenaba con esos actos, también menguaba con otros, bien es cierto que en pequeñas cantidades, lo que, de momento, le dejaba un saldo levemente positivo. Apenas necesitaba dedicarle tiempo a los estudios, bastaba un vistazo rápido, una lectura somera, para captar conceptos, trozos de conocimiento y almacenar datos, y todo eso consumía solo un poquito de la preciada energía. Por supuesto que el ejercicio contribuía al gasto, pero dada su poca (por no decir ninguna) afición a los excesos físicos, eso no supuso nunca un problema.

En la segunda decena de su vida empezó su verdadera toma de conciencia y la segura consciencia de su realidad presente y del futuro paso a alcanzar su madurez como especie, su verdadero ascenso a la forma, no, no forma, esencia quizá sea el término más apropiado: supo que este tránsito por la forma animal, capullo, larva, insecto, lo que fuese, solo tenía la finalidad de llegar a convertirse en un ser de pura energía, inmortal a partir de ese futuro momento, conocer a sus iguales, eternos errantes por todos los confines de los universos, gestores de sus cambios bajo el implacable rigor de las leyes físicas, pero que, sin ataduras temporales, con la paciencia que da el infinito, eran capaces de colapsar estrellas, atravesar agujeros negros, reírse de la materia oscura y deslizarse por agujeros de gusano por el puro placer de hacerlo.

Cuando oí por primera vez sus palabras contándome todo esto, lo tomé por un loco alucinado; a punto estuve de levantarme e irme del banco colocado en aquella discreta y tranquila esquina del parque en que nos habíamos citado. Su aspecto sereno, tranquilo, con la voz calmada, pausada, me hicieron quedarme otro poco, después de todo no tenía planes para el día; me había tomado unos días de descanso tras los agotadores viajes de presentación de mi último libro; fueron 7 días para visitar más de 20 megaciudades, 3 macroestaciones espaciales y las dos colonias lunares (la de Marte estaba iniciando su construcción).

No sé muy bien cómo me eligió, supongo que por haber leído algo mío y haberme investigado a fondo hasta llegar a conocerme como ni yo mismo llegaré a conocerme jamás y, por eso, estoy completamente seguro que no fue cosa del azar; a esas alturas de su vida la improvisación era algo inimaginable, había vivido demasiado, sabía demasiado y algo tan importante, en las postrimerías de su existencia carnal, tenía que estar programado en todos sus extremos.

En su primer (y único) contacto por videollamada fue extremadamente convincente: me pagaba un megacrédito confirmado por una hora de conversación en uno cualquiera de los grandes parques públicos, a mi elección; si concretábamos posteriores encuentros con la misma finalidad, charlar, la tarifa sería de un hectocrédito por hora. Cantidades tan desmesuradas despertarían la curiosidad de cualquiera; la editorial me había dado como pago por mi libro (dos años de trabajo en investigación, viajes, horas y horas de poner en limpio cientos, miles de notas, con los ojos chamuscados de tanto mirar las pantallas de los terminales de almacenamiento) tres megacréditos, sin posteriores pagos por cualquier beneficio extra, por millones de lecturas que hubiese, videojuegos, series, películas: así son los contratos en estos tasados tiempos que toca vivir.

Así que esperé a que terminara su propuesta. Tan clara como antes dije: escucharle, sin notas ni grabaciones y, cuando desapareciera, escribir un relato, éste, de todo lo que me acordase, con la estructura que yo quisiera. Nada, o casi nada, es fruto de mi imaginación, aunque nombres, lugares y situaciones he intentado que queden lo bastante desdibujados para resultar difícilmente reconocibles (así me lo pidió) y si tú, amable lector, crees haber identificado algo o a alguien, seguro que te equivocas; por otra parte algunos de los sucesos tienen la suficiente antigüedad y poca relevancia como para no permanecer en la memoria, al menos la colectiva.

JL tenía una memoria prodigiosa para los hechos, algo menos para las fechas (unos años arriba o abajo para algunas cosas o unos meses de intervalo para algunos años) y flaqueaba algo más en los nombres, de los que en ocasiones podía citar hasta con apellidos, aunque en otras nada de nada.

De sus recuerdos de su primera quincena de años poco transcribiré ya que poco me contó. Básicamente fue cuándo descubrió quién era, cuándo se inició en pequeñas “maldades”, cuándo tomó consciencia de lo que tenía que hacer en el futuro. Era de un pueblo de costa, así que correrías por ella eran el pan de cada pocos días, allí podía, a su gusto, pescar pequeños cangrejos negros, no comestibles, para simplemente poder aplastarlos, o quisquillas, erizos de mar o lapas que comía todos ellos vivos y crudos (puros pelotazos de energía). También pescaba piezas mayores: nécoras y algún pulpo que llevaba a su casa. Algunos veranos los pasaba en casa de unos tíos; allí disfrutaba de mil y una correrías, pero también de algunas labores del campo propias de la temporada: separar la paja del grano del trigo en las eras, sentado en el trillo tirado por dos de las mulas de su abuelo, limpiar las viñas, incluso vendimiar, aunque tenía esa afición especial que ya hemos comentado.

Su mayor satisfacción era poder ir al matadero del pueblo cuando  sacrificaban algún animal. Allí veía cómo mataban y desollaban novillas, cerdos,  corderos y lechazos; todo ese ritual, los olores dulces y calientes de las entrañas de los animales, el color rojo brillante de la sangre hirviente saliendo a borbotones, los aún palpitantes movimientos de los músculos y de los intestinos, brillantes despojos grisáceos reptando por el suelo del matadero…, ¡ah que recuerdos!, me decía arrobado, se humedecían sus ojos mientras me lo contaba; con todo, me dijo que la mejor experiencia que tenía de aquellos años fue aquel día en que le enseñaron (y le dejaron) degollar un cordero, una experiencia que él calificó de casi mística. Años más tarde, en la veintena, todas aquellas experiencias le sirvieron para actuar como matarife,  desollador y desmembrador de conejos y otros animales de corral, como gallos, gallinas o patos, para más tarde pasar a piezas de mayor enjundia.

En estos lances y progresando adecuadamente en sus estudios, fue creciendo nuestro protagonista, en tamaño, edad y algo de energía almacenada, aunque es cierto que tenía que gastar una parte importante de ella en completar sus estudios universitarios; no le importó, no tenía prisa, había decidido que su tránsito fuese lento, sin agobios, dedicando tiempo a la observación, a la contemplación pausada de su entorno, de la historia viva, regodeándose con la evolución suicida de la especie sapiens dirigiéndose a su irracional autodestrucción y, cuando pudiese, colaborar en ella.

En la década de los años 80 del siglo XX (no más precisión) tuvo su auténtica iniciación criminal; fue durante un viaje de trabajo a otra región alejada de su residencia habitual y ocurrió por puro azar; caminaba junto a otros colegas por una zona deshabitada, cuando necesitó unos minutos de intimidad, se retiró del grupo unos metros y allí, dormitando con la cabeza apoyada en una zamarra doblada, descansaba el pastor de una pequeño rebaño de cabras que por aquellos desolados parajes triscaban el poco verde que entre las rocas malcrecía. Un único y certero golpe en la cabeza sirvió para arrancarle toda su energía, para recargar las entonces casi exhaustas pilas; dejó allí el trozo de roca asesina (sus buenos 20 o 25 kilos pesaría) para que pudieran pensar que había sido un malhadado accidente y volvió con sus colegas que seguían un camino que se apartaba lentamente del lugar del sacrificio.

Debieron de tardar tiempo en encontrarlo, ya que en los días posteriores no hubo noticia alguna sobre el caso y, una vez vuelto a su lugar de residencia, tampoco oyó nada sobre él. Éxito, pues, total con su primera actuación en la gran ópera, como dio en llamar lo que en adelante sería parte importante de su discurrir carnal.

El acto sacrificial se repitió varias veces en su primera media centena ¿Cuántas?, JL no supo precisarlas, pero calcula que al menos una vez cada año de media, es decir, unas 25 o 30, no más. Me explicó que ese ritmo le permitía avanzar en su camino a una velocidad moderada, siempre con ganancia energética, pero sin llegar a líneas rojas que propiciasen desequilibrios. Me confesó que, sin experimentar simpatía alguna, como simple espectador, cada vez le interesaba más la evolución del planeta en cuanto a la especie humana, al aumento geométrico de su población (no olvidemos que se refería a los finales del siglo XX y principios de XXI), una especie que, en aquellos momentos de su desarrollo, él consideraba egoísta, estúpida, insolidaria y terriblemente depredadora de la superficie del planeta, sobre todo de sus riquezas biológicas.

Otra vez quiso hacer un paréntesis para aclarar el momento histórico. En aquellos remotos años la Tierra tenía, aproximadamente 7500 millones de habitantes, de los cuales menos una décima parte disfrutaba de casi todas las comodidades disponibles, derrochándolas, mientras que gran parte del resto estaban expuestos a enfermedades y hambrunas, ¡hambrunas!, sí, ahora parece increíble, pero en aquellos años miles de personas morían al día de hambre. El mal reparto de los medios disponibles hacía que los excedentes del mundo rico se destruyesen (sin pensar en los necesitados) ante la desidia y la pasividad de los gobernantes, ante la indiferencia de los beneficiados; es cierto que había una superpoblación, pero también lo es que en los países “ricos” se desperdiciaban y se destruían millones de toneladas de alimentos; hoy en día la pena de muerte instaurada para estas prácticas por el gobierno mundial me parece excesiva, pero también lo sería que se permitiese la muerte por inanición o enfermedad de cientos de miles de personas al día como entonces ocurría. 

Me habló de la decadencia de lo que en aquellos tiempos se llamaba occidente (básicamente lo que hoy son las provincias Europa y Norteamérica), decadencia cultural, ideológica, adocenamiento de las masas embrutecidas por el consumo y entretenimientos superficiales, adorando ídolos fugaces, como el apetito desaforado de “lo último”. La quema descontrolada de combustibles fósiles y no fósiles durante todo el siglo XX, la destrucción de gran número de hábitat, la deforestación salvaje y el crecimiento incontrolado de la población, sobre todo en su segunda mitad, aceleró el colapso de finales del XXI. También la desinformación programada, incluso las noticias falsas sabiamente inyectadas, aceleraron los procesos. ¿Sabíais que en los principios del siglo XXI se hablaba de “cambio climático” como si el calentamiento global de esa etapa interglacial fuese un hecho originado en el XX?; sí, a pesar de las evidencias conocidas por los científicos de que el calentamiento del planeta había empezado decenas de miles de años antes, después de la última glaciación cuaternaria, los medios de comunicación y los políticos de entonces, incluso las autodenominadas organizaciones ecologistas, hablaban de “cambio climático” y trataban de pararlo y, lo que es más necio, revertirlo poniendo palitos delante del arrollador tren de la historia de la Tierra; es necesario reconocer, sin embargo, y así lo decía él, que algunos de esos palitos hayan resultado hoy providenciales. No pensaban en el FUTURO, así con mayúsculas, solo en parches que frenasen el imparable devenir de su futuro minúsculo, a unos pocos años vista.

Esto a JL no le iba mal: cuanto más descontrol, mejor para sus fines. Todas estas reflexiones que él me hizo me obligaron a revisar un poco la historia de aquellos oscuros años y me aclararon, en parte, nuestra situación actual, con una población estabilizada de unos 350 millones de habitantes, cielos limpios, casi sin contaminación, la recuperación de grandes masas forestales y de especies animales que estaban próximas a la extinción.

En la segunda mitad del siglo XXI JL hizo uno de sus cambios digamos que bruscos; ya se había labrado una cierta posición económica (imprescindible para su esperable larga vida) así que desapareció de su entorno (su edad rayaba el siglo y energéticamente le era muy caro hacer que su aspecto externo no lo reflejase) y, como no tenía familia, le fue fácil cambiar de población, que no de país. El proceso fue relativamente complejo, ya que debía salvaguardar sus abundantes recursos económicos, crearse una nueva identidad y cambiar su aspecto físico, no en cuanto a teñirse el pelo ni menudencias por el estilo, no, el cambio tenía que ser total. El tema pecuniario resultó el más sencillo de solucionar; una fundación debidamente creada administraba sus bienes y solventaría su sustento.

La nueva identidad solo resulto un poco más compleja. En un mundo informatizado son muy útiles los “expertos” capaces de colarse en registros de nacimiento, declaraciones fiscales, historiales médicos, estudios, experiencia laboral, etcétera, etcétera y hacer que una persona recién aparecida tenga un historial oficial de treinta años de su vida, que fueron los que JL escogió para “renacer”; el gran consumo de energía fue precisamente ese, ser de pronto una persona de esa edad. El JL casi centenario desapareció en un viaje en tren; JL treintañero salió del aseo del mismo tren que llevaba destino a la otra punta del país donde a nadie conocía ni nadie, por supuesto, le conocía a él.

En su primer siglo había almacenado la energía suficiente para estar a un paso del gran salto, siempre por la vía del asesinato, bueno él lo llamaba siempre un acto más de la gran ópera. Sus métodos eran sencillos: muertes accidentales, crímenes de personas anónimas que podían pasar por atracos frustrados, por confusiones, causas naturales, como una minúscula inyección en el corazón y cosas así. Lo que hacía que sus andanzas no fuesen sospechosas era la poca frecuencia, mejor dicho su ninguna frecuencia, ya que podían pasar unos cuantos meses, a veces bastantes, entre actuaciones; por otra parte no había norma alguna en lo que se refiere a los asesinados, hombres o mujeres de cualquier edad y condición social, incluso niños, aunque tenía una cierta predilección por los especímenes de edad avanzada: decía que le resultaban más asequibles para su “trabajo”, aunque su aporte energético era bastante más bajo que el de una persona más joven. Como además de estas características, los fallecimientos tenían lugar en diferentes pueblos, ciudades o países, nunca la policía atisbó que tamaño depredador andaba suelto.

En su segunda vida, final del siglo XXI, el mundo había cambiado bastante en algunos aspectos y muy poco en otros. Tecnológicamente no hubo ningún salto, pero si un constante avance en todos los campos; los ordenadores cuánticos, los implantes de microidentificadores, nanorrobots médicos e implantes de órganos biónicos hacían la vida más sencilla (a quienes podían permitírselo que eran, cómo no, las sociedades más avanzadas, tanto europeas, como algunas asiáticas y norteamericanas). La disminución de las emisiones de CO2 y otros gases contaminantes a la atmósfera frenó ligeramente el calentamiento, aunque solo muy ligeramente, ya que la población mundial había rebasado los diez mil millones de habitantes y, lo que es peor, seguía extendiéndose por territorios hasta entonces casi vírgenes, aumentando el problema de la deforestación. El incremento de la producción de alimentos bastaba para sustentar esa enorme masa, pero su irregular distribución todavía provocaba problemas de inanición en zonas generalmente asoladas por guerras localizadas, que cada vez tenían más que ver con el acceso a los recursos minerales, imprescindibles para alimentar la insaciable maquinaria del “progreso”.

El desarrollo de motores eléctricos eficientes y de la propulsión iónica en vehículos cada vez más automatizados, facilitaban los transportes de todo tipo, aunque el enorme gasto de energía que suponía hizo que enormes extensiones de países tuviesen que dedicar parte de su territorio a gigantescas “granjas” solares y eólicas (hasta que en el último tercio de ese siglo por fin se logró domesticar la energía de fusión nuclear); las granjas energéticas se ubicaron en las áreas más próximas al ecuador y los trópicos, con más horas de luz garantizadas, así que grandes extensiones de terrenos de países considerados pobres en recursos, africanos y centro asiáticos en su mayoría, recibieron un maná que les permitió mejorar las condiciones de vida (siendo algo más precisos: un poco la de la población en general y mucho la de las élites dirigentes).

El enorme cambio que supusieron las, en principio seguras, centrales atómicas de fusión, supuso la llegada de un cataclismo que acabó con aquella civilización del derroche energético. Los beneficiarios de la nueva y barata energía fueron los países que la desarrollaron (occidente y el rico oriente asiático). Los perjudicados: todos los países que se habían antes reconvertido en granjeros solares y eólicos.

Desde hacía ya más de doscientos años toda la información viajaba libre para los ojos entrenados, aunque oculta para el común de los mortales, así que casi todos los países tenían sus “expertos” capaces de acceder a los más recónditos almacenes de datos. Por muchos cortafuegos, antivirus y barreras que se pusieran, los nuevos ordenadores cuánticos eran capaces, un muy poco tiempo, de facilitar el acceso a cualquier dominio. ¡Qué poca cabeza cuando se desarrolló el “internet de las cosas”! Es cierto que se facilitaba el día a día con cosas tan tontas como decirle a tu equipo de música que se pusiera a funcionar, que tu lector de textos te leyera poesía o el capítulo tercero del libro de moda (magnífico para los invidentes, pero innecesario para el resto), que la nevera te dijese cuántas manzanas quedaban y como estaban de maduras; pura estupidez, puro adocenamiento, pura decadencia. A cambio, todo estaba relativamente abierto, asequible para lo bueno, pero también para los malos.

Y así pasó lo que pasó. JL sobrevivió al cataclismo nuclear provocado por los países otra vez hambrientos y empobrecidos. Me dijo que cuando vio el derrotero que estaban tomando la sociedad (sabe más el diablo por viejo que por diablo) en la primera mitad del siglo XXII tomó dos importantes decisiones. Por un lado, después de un análisis pormenorizado de la situación, fijó su residencia en un país sudamericano, lejos de la costa, puso a buen recaudo sus bienes y se construyó una auténtica fortaleza donde poder resistir lo que más pronto que tarde se avecinaría.

Por otro, y dado el previsible gasto de la energía interior que sabía que iba a necesitar, cargo sus pilas en un largo viaje por diversos países en los que dejó un reguero de “donantes”. Su innata curiosidad y la misión impuesta le impidieron dar el salto final; dejo el “depósito” casi lleno, pero tenía ganas de ver, en vivo y en directo, la hecatombe final de la civilización antigua y conocer si éste iba a ser un adiós definitivo o solo un hasta luego (como ahora sabemos que fue).

Los nuevamente países arruinados (en todos los sentidos) se cansaron de pedir y no recibir más que las migajas. La yihad se extendió imparable por los antaño ricos países petroleros devenidos más tarde en ricos granjeros solares, la esquilmada África volvió a ser tierra de hambrunas y miseria, pero la tecnología que se había desarrollado a lo largo de todo el siglo XXI y parte del XXII hacía que todos ellos tuviesen una herramienta más poderosa, mucho más poderosa, que un fusil, un misil o cualquier otra arma: potentes servicios informáticos. El resto es historia conocida: en una acción coordinada, se introdujeron troyanos que hicieron explotar simultáneamente todas las centrales nucleares de fusión situadas en Norteamérica, Europa, China, India, Japón y un puñado más de los países más desarrollados.

El sacrificio humano fue enorme. Todas las zonas del planeta fueron afectadas en mayor o menor medida. Los años de invierno nuclear que siguieron acabaron con buena parte de la población que no pereció en “La Gran Explosión”. Sobrevino una temporada enloquecida de huracanes y tsunamis que arrasaron las islas y las zonas costeras bajas por todo el mundo. El frío intenso auspiciado por la falta de luz solar arruinaba la mayor parte de las cosechas donde aún era posible sembrar. Los mares se convirtieron durante unos años en la principal fuente de alimentos. Parte de Sudamérica, de África, de Siberia y de países del centro de Asia fueron los menos afectados y donde en número de víctimas inmediatas fue menor.

JL lo había previsto. En sus más de trescientos años había acumulado un enorme poder. No él como persona física, él a través de su “fundación”. Había participado, de manera indirecta, en el Armagedón. Cuando se convenció de que era imprescindible una solución drástica a la situación mundial, sufragó el desarrollo de los programas informáticos infectados. Ahora había que organizar la reconstrucción e instaurar un gobierno mundial. Él, me confesó, participó desde las sombras activamente en eso. Las decisiones de constituir las actuales ocho provincias (América del Norte y centro, América del sur, Europa –hasta los Urales-, Asia oeste -Siberia y centro  Asia-, Asia este –China, India, Indochina y Japón-, Oceanía –incluyendo Australia y Antártida- y África) y fijar las nuevas normas  de convivencia se tomaron en una reunión en la actual capital, Nairobi, en la antigua Kenia, no en vano África era el continente que en conjunto menos sufrió los efectos de las catástrofes y donde el porcentaje de población superviviente era mayor. Es curioso: más de cien mil años después de la dispersión de homo sapiens desde el africano valle del rift, los negros volvían a ser la raza mayoritaria en la Tierra.

El final de esta historia está ya muy cerca. Me tocó, contra mi voluntad, vivirla en persona. Todos sabemos cómo ha sido el último medio siglo. Está en la formación básica que todos los individuos del planeta recibimos. JL me confesó que hubo momentos (y todavía al final) en los que se arrepintió de haber sido parte activa en el holocausto, incluso viendo el esperanzador resurgir de la civilización humana. Pero su fin último, su rigurosa falta de empatía con todo lo viviente, hacía que esos momentos fuesen especialmente fugaces.

Por fin ya tenía todo lo que quería. Solo su voluntad era necesaria para dar el salto. Toda la energía absorbida por el porcentaje que le tocaba en los miles de millones de muertes provocadas en parte por él era más que suficiente. Esperó unos decenios más a que la vida volviese a estabilizarse y, por fin, escapó. Me llamó un día temprano, apenas amanecido, y me citó en el parque en el que teníamos nuestras charlas. Estaba de un humor especialmente exultante y melancólico al mismo tiempo. Encaminó nuestros pasos a uno de los enormes claros que salpican la zona, aislados de miradas indiscretas por la frondosa vegetación. Me recordó mi compromiso, informándome de que me dejaba todos sus bienes con la condición única y última de que escribiera esta historia y la dejase lista para su publicación quinientos años después de su desaparición. Me dijo que, cumplida su misión, por fin iba a reunirse con sus iguales, los vigilantes de la vida en el universo, los que velaban porque se desarrollase dentro de unos límites que ellos consideraban razonables. Inmediatamente después se sublimó. Fue como una explosión silenciosa de luz, instantánea, casi no vista.

Es evidente que cumplí mi compromiso. Aquí está. Si alguien está leyendo esto serán los albores del tercer milenio. No sé cómo habrán evolucionado las cosas. Espero que los humanos de ese tiempo hayan aprendido de los oscuros años de la primera mitad de los años dos mil y no repitan los mismos errores.

Montevideo, julio de dos mil quinientos cincuenta y cinco.

(Este documento está escrito en terráqueo antiguo. Encontrado por lector/buscador LC25355E y recuperado de un dispositivo de almacenamiento protegido del archivo general de la antigua estación espacial Marte5, dentro del programa de recuperación histórica para la posible vuelta de nuestros creadores humanos. Fecha Galáctica: año terráqueo 34225 después de la gran dispersión. Para consultar el documento en idioma máquina ver IMM5-13874 en central de IA JCN9001. Archivado por AM356).




Comentarios

  1. Buenos días Lope, me ha enganchado desde el principio, gracias por este relato y por la forma en que conseguiste que deseara avanzar en él para saber su final. Soy Paz, la amiga de tu primo José Luis. Un placer leerte.

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