UN CUENTO NAVIDEÑO


UN CUENTO NAVIDEÑO

            Míster and mistress Stone-Smith estaban realmente encantados en sus posesiones del condado de Olivegrove. Después de varios años de estar lejos de su familia más directa, aquel fin de año se presentaba, en principio, muy halagüeño: la hermana de mrs. Smith y su marido, mr. y mrs. Stevedore-Smith hacía unos meses que habían fijado (por fin) su residencia en la casa de campo que poseían en el mismo condado de Olivegrove, muy próxima a la de sus familiares. Para completar la dicha, una sobrina, hija de los Stevedore, venía a pasar las navidades (¡10 días completos!) con ellos.

Solamente una ligera nube empañaba la promesa de días felices. Miss Stevedore venía acompañada de su novio, al que ni sus padres ni, por supuesto sus tíos, conocían. Años para poder tener novio ya tenía la única descendiente de los muy conservadores (y excesivamente protectores) Stevedore-Smith, pero el que el actual fuese asiático de raza no lo llevaban con mucha paciencia. Para consolarse, mr. Stevedore, racista inconfeso, decía que por lo menos no era negro, que menudos sustos se llevarían si al encender una luz se lo encontrasen a oscuras en el salón, por ejemplo.

Quiso el azar, ya saben ustedes, ese individuo cabroncete que siempre hace que los mejores planes se tornen difíciles, incompletos o incluso imposibles, se torciesen en parte a última hora. Mr. Stevedore, fruto de sus excesos y vida desordenada por los muchos años dedicado a trabajar en el área de importación exportación y a sus contactos, colaterales eso sí, con personajes de dudoso comportamiento legal (mafiosillos de medio pelo), negocios todos ellos gracias a los cuales había forjado su muy desahogada posición económica actual, tuvo que ser ingresado, unos días antes de la llegada de su hija, en un hospital, afectado de un proceso agudo y grave en su aparato digestivo.

El cambio de planes fue solo parcial. Miss Stevedore y su amarillo novio llegaron en la fecha prevista, pero las previstas felices reuniones familiares lo fueron solo en parte. Mrs. Stevedore-Smith se pasaba los días (y algunas noches) en el hospital acompañando al enfermo, con visitas diarias de su hija, su novio y su hermana, visitas que se prolongaban el máximo tiempo posible, unas cuantas horas diarias, siempre en horario de tarde.

Debido a esas circunstancias miss Stevedore y su novio, aunque alojados en la casa familiar, comían y cenaban con frecuencia con los Stone-Smith y, por ello, programaron la cena de despedida del año en casa de éstos últimos. Miss Stevedore, cocinera con más voluntad que conocimientos, devenida por mor de las modas y tontunas del siglo XXI en materia de alimentación, cuasi vegana (eso decía ella, pero no le hacía ascos a un buen pescado, un sabroso marisco o un rico queso, aunque carnes, sin excepción, es cierto que no las cataba) se ofreció a preparar ella misma para la cena algún platillo de su recetario naturista, cosa que fue aceptada, con algún recelo, por sus tíos, más apegados a los alimentos tradicionales, sobre todo en aquellos días señalados: un buen pollo de corral, de esos de casi cinco quilos en canal y carnes negras y prietas, doblegadas a ser comestibles a base de horas de cocción, no podía faltar en fechas tan celebradas.

Llegó el día y, al final de éste, la noche en que un año muere, por puro capricho humano, para dar paso al nacimiento de otro, en una rueda sin fin de regeneración cíclica, sacrificio sangriento de los bolsillos a los dioses del consumo y el desenfreno, donde se da rienda suelta a toda la insensatez que reina en el cada vez más decadente mundo occidental (no hace falta explicar que yo, el narrador, no soy muy partidario de estas zarandajas, aunque tampoco enemigo acérrimo de ellas).

Desde que el sol, vago y cansino en los días invernales del hemisferio boreal, decidió acostarse y la tiniebla empezó a reinar en el exterior, asesinada de puertas adentro por los rayos implacables del derroche eléctrico, la cocina ganó por goleada al resto de las dependencias de la casa. Ricos efluvios se elevaban desde los fogones sabiamente gobernados por mrs. Smith, con la pequeña colaboración de mr. Stone, más dedicado a libar fríos lingotazos del blanco espumoso de ritual gran consumo en aquellas fechas.

Por fin llegó la hora de la cena. Miss Stevedore se presentó a la hora convenida (había sido educada en el seno de una familia conservadora, rígida en cuanto a las convenciones sociales se refería, rigideces que la heredera se pasaba por el forro de la entrepierna cuando le apetecía -no en vano era hija única-). Llegó, claro está, acompañada de su pareja, del que hasta ahora no sabemos más que eso, que era su pareja. Momento es pues de hacer un breve, brevísimo, semblante del caballero. Descendiente (ya tercera generación) de una familia con posibles fugada de la China comunista, ahora afincados en el país de las barras y estrellas y formada en la actualidad por profesionales de reconocido prestigio, todos ellos universitarios (y es que los chinos cuando se ponen, se ponen) era él mismo abogado, bróker de éxito y empresario. Sin tonterías vegetarianas ni de otro tipo en lo que atañe a los placeres de la mesa, tanto sólidos como líquidos, había dado buena cuenta de cuanto platillo y bebida se le había puesto delante, sin hacer ascos a nada, fuese o no nuevo para él. Ah, su nombre era Lee Chu-Lin o algo así, Lee para los amigos.

Bien, tras este breve paréntesis, sigamos con la cena propiamente dicha. Habíamos dejado a miss Stevedore entrando en la casa de sus tíos portando una bandeja repleta de variados frutos del campo previamente pasados por la plancha. Compartían recipiente trozos de pimiento (rojo y verde) rodajas de calabacín, aros de cebolla, semicírculos de tomate, láminas de champiñones, hojas de setas, en fin, un estallido de colores y texturas, buenas, mejor, para un cuadro en la pared, en opinión de su tío, carnívoro convencido, seguidor a ultranza de los ancestros cromañones cazadores-recolectores del paleolítico.

A pesar de todo, entre todos dieron buena cuenta de las verduras en espera de la promesa del difunto pollo, cuya llegada fue celebrada con incontenidas muestras de alborozo por parte de mr. Stone y mr. Lee (no sé si realmente es correcto decir mr. Lee o lo apropiado sería mr. Chu o, incluso, mr. Chu-Lin). Saciados cuerpo y espíritu con la ayuda de otros posteriores manjares propios de la época, entre los que no pueden faltar dulces y bebidas, se dispusieron, charlando animadamente, a esperar la llegada de la hora en que los ritos despiden al año moribundo y saludan al neonato, ayudando la espera con la libación de algún espirituoso bebedizo.

Apenas media hora antes de la hora, mr. Stone, disculpándose, se retiró discretamente a los aposentos de la planta de arriba. Un repentino e intenso mareo y una flojera de las extremidades inferiores, unidos a una sensación de profundo malestar y sudores fríos así se lo aconsejaron. Llegado al escusado, vació, vía bucal y rectal, todo lo ingerido antes y, a su parecer, todo lo que había comido desde que había tomado la primera papilla allá en sus años de infancia. En menos de cinco minutos había recuperado el oremus. Se encontraba otra vez en uso de conocimiento y capacidad de raciocinio, que se hicieron plenos con un remojón de la cara y un buche de agua con el que devolvió al estómago los ácidos que, minutos antes, habían hecho erupción con el resto de su contenido.

Plenamente recuperado, bajó al salón, en el que seguían departiendo el resto de los presentes, aunque, a su parecer, en un tono algo más apagado. Ingirió algo sólido (el estomagó reclamaba algo con que paliar el vacío y recuperar parcialmente su pasado relleno) empujado por una breve deglución de líquido. Puro bálsamo de Fierabrás, eso fue para el castigado órgano. Los demás empezaban a dar muestras de un ligero malestar. El amarillo natillas oriental bajó a crema pálida y el blanco rosado occidental a blanco cerúleo. Llegaron las 12, duraron lo que duran 12 golpes acompasados y pasaron sin pena ni gloria. Nadie se enteró; nadie despidió ni recibió año. Nadie se dio cuenta de la hora, tal era el despiste y volatilidad de pensamiento que por aquel entonces campaba. Las uvas previamente adocenadas por mor de la tradición, allí esperaron, inútilmente, ser tragadas.

Los planes que tenían miss Stevedore y mr. Lee para salir a celebrar la llegada del nuevo año con amigos se desvanecieron en la bruma del malestar. Con caras de circunstancias se desearon todos feliz año, se dieron las buenas noches y cada uno se retiró a sus habitaciones. La reina de la noche fue la manzanilla en su versión infusión, hasta que todos, antes o después, pudieron librarse de la misteriosa ponzoña que los envenenaba.

 Mr. y mrs. Stone-Smith, ya en la cama, se preguntaban qué demonios habían comido para que estuviesen todos así, pues tenían claro que no era casual que los cuatro presentasen síntomas similares y justo poco tiempo después de terminada la cena. Mr. Stone, genio y figura, lo achacaba a la maldita plancha de verduras, ya que jamás de los jamases pollo de corral, pese al castigo, traicionaba así a sus degustadores, más aún teniendo en cuenta que la supuesta vegana, que no lo había ni tocado, padecía de los mismos males.

A la mañana siguiente, con una mayor claridad de mentes, un ánimo parcialmente recuperado y el cuerpo como pasado por una batidora, trataron de discernir entre los cuatro el posible origen del mal. No se tardó demasiado en descubrir quién era el culpable: las setas. No porque fuesen inicialmente salvajes, que no lo eran: de cultivo y compradas en supermercado, sino porque habían pasado demasiados días en la nevera, se habían asilvestrado y, de hecho, se aclaró de que miss Stevedore tuvo que perseguirlas y cazarlas en los estantes por los que corrían al haber adquirido vida propia.


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