LA ESCUELA
LA
ESCUELA
Muy a principios de los años 60 del siglo pasado inauguraron las nuevas escuelas de Candás. Estaban en el centro del pueblo. Entre la Iglesia y la plaza de la Baragaña. Enfrente de donde estaban levantando el instituto que se inauguraría un par de años después. Tenían dos patios, uno trasero, por donde se entraba, y otro delantero, más soleado, incluso con algunos árboles (pláganos) cuya sombra se agradecía en los comienzos del verano. Por la entrada, el edificio era feo. No feo en el sentido estético, sino feo por soso y aburrido. Una fachada lisa con algunas ventanas y las dos puertas de acceso, una para las niñas y otra para los niños. Eran los españoles años sesenta, no hace falta decir más. La fachada delantera, orientada al este, tenía amplios ventanales por donde el sol, ya de amanecida, iluminaba y calentaba las aulas. En su parte central un remetido rompía la monotonía plana. Tenían una planta baja y cuatro más por la que se distribuían los alumnos en función de la edad: los cursos superiores arriba del todo, descendiendo hasta el primero, donde se arracimaban los recién llegados. Seis añitos, en aquellos tiempos, para los nuevos. Hasta catorce para los mayores.
Apenas tengo recuerdos de los pocos años que allí pasé.
No se bien si uno o dos, no más. A los diez ya pasé al edifico de enfrente, al
instituto recién inaugurado. Tampoco tengo recuerdos claros de mis anteriores
escuelas. Primero la escuela de María. Privada. Antes de empezar a la pública.
Allí hice mis primeros garabatos sobre la pizarra. Con un pizarrín. Un cilindro
de ese negro material, no como otros más blanditos, blancos, que usaban los
niños con más posibles. Allí aprendí a leer y escribir, sumar, restar y algunas
cosas más. Después, a los seis años, empecé en la escuela pública. Estaba al
final del nodo, que era como se llamaba el barrio de pescadores. Ni el nombre
del maestro (o maestra) me viene a la memoria.
Con nueve años me pasaron a la clase de don Hermenegildo. Éste tenía en las filas más próximas al encerado y su a mesa a los mayores, mientras que a los más niños nos hacía sentar en las últimas filas. El descubrió mi miopía, cuando se dio cuenta de que yo entrecerraba los ojos para medio adivinar qué se escribía en la pizarra. Dos dioptrías tenía ya. Por cierto, aunque no me tocó ninguna, soltaba unas tortas soberanas, de las de fijar primero el mentón, amén de ser aficionado al uso de la regla de madera y la vara, instrumentos correctores de malos hábitos o tardanza en el aprendizaje. Lo de la letra con sangre entra lo llevaban algunos por bandera.
Unos datos para los jovencitos (todos aquellos de menor
edad a la mía). Mayo era el mes de las flores, así que cantábamos lo de con
flores a María. Por semana santa había ejercicios espirituales en la iglesia
parroquial. Ni la más remota idea de lo que en aquellas horas nos contaban. El
día de los caídos nos sacaban en procesión hasta un lateral exterior de la
iglesia, donde, presididos por el alcalde en uniforme falangista de gala
(chaqueta blanca con alguna condecoración, camisa azul y corbata negra) nos hacían
cantar el cara al sol, previamente aprendido y ensayado en clase. Os recuerdo
que estábamos en la primera mitad de los años sesenta.
Durante
un tiempo fuimos agraciados con la ayuda americana en forma de leche en polvo.
A media mañana nos sacaban al patio delantero, donde en grandes perolas alguien
había hecho el milagro de convertir el frío polvo sólido en un caliente líquido,
que a los que bebíamos leche de vaca nos parecía agua caliente blanquecina y
endulzada, así que la mitad o más del contenido solía regar las zonas verdes de
aquel patio. Me malicio yo que parte de la culpa de aquel mal resultado se
debía a una mezcla hecha en proporciones inadecuadas: demasiada agua para pocos
polvos. La cosa mejoró una temporada. Además de aquel brebaje caliente nos
distribuían unos sobres con cacao en polvo para disolverlo en la leche. Toddy
era la marca. Confieso que esa temporada sí me tomaba el refrigerio mañanero y malicio
que fue origen de mi posterior devoción al colacao.
Algunos
días, cuando había ahorrado unos céntimos de la propina semanal (con ese
intervalo se nos retribuía en mi familia) tres productos alimenticios se ocupaban
de llevárselos: unas pastillas blancas, como aspirinas grandes, de 3 o 4
centímetros de diámetro, que se disolvían entre delicias de dulzor en la boca.
Las llamábamos pastillas de leche de burra. No sé de qué estarían hechas, pero
estaban buenas y eran muy baratas. El segundo dispendio eran los llamados
caramelos de la gocha. Esferas de tamaño como el doble de una canica, color
ámbar, envueltas en plástico transparente que eran auténticos pelotazos de azúcar.
Pero para mí el rey era el regaliz. Negras barras de regaliz duro. Troceadas en
fragmentos que tardaban un siglo en disolverse en la boca, dejándotela negra
como pozo de carbón. A día de hoy todavía me permito disfrutar de tamaño
manjar.
A los diez añitos aprobé el examen de ingreso (otro día contaré algo del tema) y pasé al instituto recientemente inaugurado, pero eso es otra historia. Y aquí
estamos. Sin conocidos traumas de aquellos años.
Nostálgicos recuerdos de hace 60 años. Y, por aportar algun dato más, quiero acordarme que estuvimos en la escuela del Nodo mientras construían el nuevo edificio de la foto, ya que yo recibí clases en el viejo
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