TIMIDEZ
TIMIDEZ
No sé
muy bien cómo empezó, aunque si recuerdo perfectamente las circunstancias, por
otro lado, no muy diferentes a otras en las que ya habíamos estado. Una tarde
alargada hasta la noche. Unas cervezas para abrir boca. Unas tapas para que el
líquido no se encontrase solo y bailando en nuestros estómagos. Unas horas más
tarde y unos cuantos locales más lejos, atracamos en un sitio tranquilo, con música
suave, iluminación adecuada y con cómodos asientos, en mesas lo suficientemente
alejadas unas de otras como para poder charlar tranquilamente sin temor a ser
oídos por oídos indiscretos o, simplemente, ociosos o curiosos.
Nos conocíamos desde hace un montón de años, tantos que casi
es mejor ni hacer la cuenta para no entrar en esa especie de bajón sorpresivo que
te da cuando eres consciente de cuánto tiempo te separa de tu nacimiento. Somos
amigos. Por supuesto que conocíamos nuestras andanzas, teníamos mil y una
experiencias en común, nos habíamos reunido mil veces con nuestras familias en cien
y una fiestas, en algún que otro entierro, en algunos viajes y, además,
compartimos profesión, aunque no necesariamente trabajo. También compartimos
algunos malos tragos. Cosas del mecano de la vida que se arma con alegrías,
sinsabores, caricias y patadas en el culo, todo ello en porcentajes variables
de uno a otro individuo. Y habíamos charlado de lo divino y de lo humano, casi
siempre de forma ligera, con zarpazos de humor, con ocasionales puyas
cariñosas.
La culpa no fue del chachachá (alguna que otra canción de
gabinete caligari se dejó resbalar aquella noche por los altavoces del garito).
Tampoco de los gintonics: solo habíamos terminado el primero y apenas empezaba
la degustación del segundo. Creo que fue sin motivo alguna. Porque sí. De
pronto él me dijo que había nacido tímido. O, al menos, que fue consciente de
su timidez desde los primeros años de su vida. Desde su tierna infancia. Por lo
menos desde que tenía siete años o incluso algo antes. Sí, desde antes de
empezar a la escuela a los seis años. Ya cuando iba a una escuela preparatoria.
Una timidez que le impedía tener una relación normal con el resto de niños de
su entorno. Retraído. Incluso miedoso. No a nada en particular y a todo en
general. Ayudaba (o era consecuencia) el que fuese un poco patoso, poco hábil
para juegos y deportes de acción.
Con los años las cosas no fueron a mejor (ya sabes me
dijo, el que nace lechón muere cochino). Tampoco ayudó nada el que a los nueve
años, miope desde ni se sabe cuándo, tuviese que ponerse gafas, con lo que pasó
a la categoría de “gafitas” o “cuatroojos”, lo que a aquellos años era una
piedrecita más en los engranajes, aunque le sirvió para justificar sus pocas
ansias de participar en según qué juegos o deportes. Posible fruto de la
timidez y del parcial aislamiento social, había dado en el vicio de leer.
Siempre que podía. Todo lo que caía en sus manos. Primero fueron cuentos,
comics que se dicen ahora. Un inicio lógico para dar los primeros pasos, que
pronto se convirtieron en zancadas, pasando si transición a los libros. A todo
tipo de libros. Una auténtica obsesión que le alejaba cada vez más de la
realidad, del día a día con la pandilla de amigos del barrio, lo que provocaba
profundizar en los abismos de la timidez y de las ensoñaciones a ojo abierto.
Pasaron
los años. La escuela y el instituto quedaron atrás. Llegó la universidad. Y
pasó. Pero solo alcanzó a subir unos pocos peldaños desde la sima tímida.
Ahora, muchos años después, seguía siendo un tremendo tímido. Pero lo mantenía
en secreto. Lo disimulaba todo lo que podía. Incluso muchas de las personas que
lo habían tratado a lo largo de su vida, muchos de sus conocidos, no lo tenían
por tal, más bien por todo lo contrario. Yo mismo nunca lo hubiera dicho, y así
se lo dije.
Me miró sonriendo. Le dio otro tiento al gintonic y
sacudió la ceniza del cigarrillo. Soltó una queda carcajada y me dijo: ¿A que
es una buena historia y quedaría genial para un cuento?
Maldito cabrón.
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