SUEÑO DE UNA NOCHE DE VERANO
SUEÑO DE UNA NOCHE DE VERANO
Ya es casi una obsesión. Cansina, repetida, pero obsesión. Después de año y medio de esta maldita pandemia, que ha trastocado la vida de casi todos los países, de los ciudadanos entre sí, de las costumbres. El bombardeo constante de todos los medios de comunicación con el número de afectados, los contagios, los muertos, la ocupación de los hospitales, la presión sobre las UCIs, las pruebas PCR, las vacunas, sus efectos secundarios, los bulos, las noticias falsas, la incapacidad y tontuna políticas. Uf, que cansancio. Hasta los sueños se contaminan de esa realidad machacona y los que deberían ser momentos de nocturno descanso reparador, en ocasiones se convierten en una prolongación del agotamiento diario.
Ahora el estribillo de esta canción de enfermedad y
muerte son los botellones, la irresponsabilidad de una parte de la
sociedad, mayoritariamente entre un alto porcentaje del grupo más joven, que
multiplica los contagios hasta límites casi no alcanzados en los peores momentos
del año pasado y que están llevando el colapso a la medicina de atención
primaria. A no ser que vivas en la más absoluta soledad, ajeno a cualquier
fuente de noticias, es imposible no verte afectado por esta realidad malsana.
Ayer me acosté como casi todos los días. El protocolo
nocturno se repite con una monotonía sólo rota por los ingredientes, no por la
secuencia de actos: cena, televisión (película, serie o reportaje) cama,
lectura y a dormir; a ello me dispuse y lo conseguí con la facilidad que me es
habitual. No sé qué hora era. Suelo tener el sueño ligero, así que no me extrañó
despertarme cuando todavía la noche entraba a raudales por la ventana. Me
levanté. Abajo, en la calle, se desarrollaba una auténtica fiesta. Cientos de
jóvenes cantaban, bailaban, bebían, hablaban a grandes voces, reían, vomitaban
y orinaban en las esquinas o en el recogimiento de los zaguanes de los portales
o bajo la amarillenta luz de una farola. Otra consecuencia más, indeseada e
indeseable, de la falsa finalización de la pandemia. Aquí y allá se veían
algunas ventanas iluminadas, supongo que pertenecientes a vecinos insomnes,
como yo, por tan tremenda algarabía.
Unas luces intermitentes azuladas empezaron a iluminar
los dos extremos de la calle. Unos cuantos vehículos policiales los cerraron.
Sin sirenas. En silencio. Policías con cascos, escudos y todo tipo de
equipamiento de autoprotección descendieron y tomaron posiciones delante de los
coches formando una barrera y allí se quedaron, quietos. Desde algún lugar
detrás de los furgones policiales otros policías empezaron a colocar una
barrera de vallas delante de la vanguardia de agentes.
La turbamulta fiestera, tras unos momentos de expectante
silencio ante el despliegue, comenzaron a imprecar y silbar a los agentes del
orden. Éstos, mientras tanto, hieráticos, impasibles, parecían estatuas ajenas
al espectáculo. Pasados unos minutos, cuando el griterío amainaba, uno de los
uniformados, megáfono en mano, salió de la formación y conminó a los
festejantes a desalojar la calle, previa su identificación ante los policías. Cinco minutos de plazo para empezar, precisó. Allí se armó la marimorena.
Griterío desaforado, lanzamiento de todo tipo de objetos, vasos, botellas,
sillas, mesas, zapatos. La barrera policial inamovible.
Pasados los cinco minutos vi aparecer unos camiones del
ejército con las siglas UME. Me extrañó que la unidad militar de emergencias
participase de cualquier manera en aquello. Me extrañó aún más el equipamiento
de los militares que se bajaron de los camiones. Una especie de cascos
integrales cubrían sus cabezas, cascos raros, como deformes por una especie de
filtros frontales como grandes ojos compuestos de insectos gigantes. Además, una enorme
mochila deformaba sus espaldas.
La muralla de policías de ambos lados de la calle se
retrasó unos metros y su lugar, tras las vallas, fue ocupado por una docena de
militares, seis en cada extremo. Al sonido de un silbato, cada soldado encendió
una antorcha que llevaba en la mano. Un murmullo sordo recorrió la muchedumbre
encerrada, mientras que los que se encontraban más próximos a las vallas
empezaron a retroceder hacía el centro de la masa, a la vez que se oían algunos
chillidos y exclamaciones de miedo.
Segundo sonido de silbato. Chorros de fuego surgieron de
las antorchas que cargaban los soldados, envolviendo a las primeras filas de
los congregados, mientras el caos más absoluto se adueñaba de todos los allí
congregados. Incrédulo y espantado no podía apartar los ojos de aquella dantesca
escena. Los militares actuaban con fría precisión; unos dirigían sus corros de
fuego en horizontal y otros los lanzaban formando una parábola que los enviaba a la zona central de los ahora horrorizados reunidos, con lo que éstos no tenían
escapatoria alguna. Los cuerpos incendiados aullaban y se retorcían
enloquecidos, el humo, cargado de un nauseabundo hedor, ascendía en negras
oleadas ardientes hacía en oscuro cielo. Después de breves minutos, un silencio atronador.
Me desperté con el corazón desbocado, latiendo
desaforadamente, empapado de sudor, todavía aterrado por las horribles e increíbles
escenas. Me dolía todo el cuerpo. Mi mente se negaba a aceptar que tamaño
desafuero pudiera ser posible. Estaba agarrotado y, a la vez, me temblaba todo
el cuerpo. No encendí la luz. No me atrevía a moverme. Todavía en estado de
shock por la terrible pesadilla. No sé cuánto tiempo me quedé mirando el techo,
incapaz de cerrar los ojos por temor a volver a ver otra vez las terribles escenas
soñadas, hasta que mis párpados volvieron a cerrarse. Volví a dormir.
De nuevo ruidos en la calle me despertaron. Aún era
noche, apenas una claridad ténebre penetraba por la ventana y, entremezclados
con esa tenue luminosidad, destellos anaranjados intermitentes iluminaban el
techo de la habitación, llenando de fantasmales reflejos la lámpara allí
colgada. A la vez, ruido como de maquinaria llenó mi cabeza, así que,
extrañado, volví a levantarme y me dirigí a la ventana. Curioso, miré hacia la
calle. En un extremo de la misma varios camiones de la basura deglutían para
sus adentros el contenido que dos grandes palas excavadoras vertían en sus
abiertas bocas.
Me froté lo ojos, aún medio velados por el sueño, y miré
con mayor atención. Casi se me salen de las órbitas. Cuerpos quemados,
retorcidos, aún humeantes, girones de chamuscada ropa, mesas y sillas destrozadas
y renegridas, formaban un batiburrillo que las máquinas iban arrastrando y
cargando hacia los camiones de la basura. Detrás de ellas una cuadrilla de
bomberos inyectaba agua a presión por toda la calle, limpiando los restos de sangre,
órganos y detritus de aquel siniestro suceso. Vomité hasta mi primera papilla.
El terror, el asco y la indignación pusieron mis nervios en tal tensión que me
impedían moverme. Creo que me desmayé.
Los primeros rayos del sol inundaron la habitación. No sé
cómo estaba en mi cama. Miré el reloj. Apenas eran las siete. Bebí un poco de
agua de la botellita que tengo en la mesita de noche. Un extraño desasosiego me
impedía levantarme. Una sensación de irrealidad. Recordaba todos los sucesos de
la noche y, sin embargo, estaba tranquilo. Confundido. Temeroso. Salté de la
cama. Necesitaba centrarme bien. Borrar todo aquel horror que permanecía pegado
a mis retinas. Me acerqué despacio al balcón. Abrí las cortinas y miré con
calma el verdor del césped del jardín que se extiende delante de mi casa. Miré
con calma las rojas hojas del pruno, los rosales, las reventonas hortensias,
los magnolios; las hojas del naranjo y el limonero destilaban gotitas de rocío
que perlaban la superficie de las naranjas y limones que manchaban de rojo
y amarillo el verdor de los árboles; oí el alegre y dicharachero bullicio de los gorriones, el
calmo balar de las ovejas de mi vecino, a mis perros, inquietos, con ganas de escapar del encierro de la cocina donde pasan cada noche, ansiosos por salir a
correr por la finca y hacer sus necesidades. Me lavé la cara y me preparé un
café.
De los sueños de la sinrazón nacen los más horribles
monstruos, las más fúnebres pesadillas.
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