CONTRASTES
CONTRASTES
La
mar/El secarral.
Mi padre nació en un valle castellano. Tierra de secano,
de mieses verdes en primavera que en julio se tornan doradas. Secarral
veraniego con los cuarenta grados agosteños, agotadas hasta las chicharras.
Después de la mili, en Tetuán, subió al norte, a la costa, al mar que entrevió
en los años del ejército forzoso. Y se aficionó a verlo y a disfrutar de él.
Cada quince días, los domingos por la mañana cogía sus aparejos y se iba al pedrero,
a mariscar, a disfrutar del horizonte inmenso, lejano, azul.
Un
hombre de tierra adentro que amaba la mar. No sólo esas escapadas domingueras;
muchos días, antes de ir a trabajar, madrugaba y se iba al puerto; allí,
mientras paseaba, arrastraba tras de sí, por el fondo arenoso, un artefacto construido
por él y raro era el día en que no volvía a casa con uno o dos pulpos.
Del
secano a la humedad inmensa, del secarral a la mar, y de la mar al secarral.
Todos los años, cuando el verano empezaba a abrirle la puerta al otoño, bajaba
unos días al pueblo que lo vio nacer, no sólo para ver a la parte de la familia
que allí aún vivía y a sus amigos de juventud, sino también, creo yo, para
descansar del verde y del azul, del agua del suelo y del cielo y reposar sus
ojos en los campos ocres, libres ya de mieses y en el contraste verde y marrón
de los majuelos, ahítas las cepas de prietos racimos de uvas blancas y negras
prontas a ser esquiladas. Sólo unos días, los que él se permitía coger como
vacaciones.
Por cierto, el secarral es hijo de la mar, nacido en su
seno y crecido en él, hasta que ella, cual madre desnaturalizada, se retiró y
lo dejó a la intemperie, al castigo eterno del sol inclemente.
Los
elefantes/Café, copa y puro.
Después de comer, mi padre, todos los domingos, trajeado,
corbata y boina (siempre la usaba) se iba al casino del pueblo a jugar una
partida de cartas con su grupo de amigos. Café y copa eran la puesta. Él, que
apenas fumaba, no perdonaba en esas ocasiones su puro festivo, un farias, un
habano, un canario, lo que se terciase, cortada la punta e insertado en una
corta boquilla de madera y hueso.
Mientras
jugaban y apuraban sus copas y cafés, la música de fondo era el entrechocar de
la desgracia de los elefantes, de marfileñas bolas de billar, de exaedros de
caras numeradas vomitados por vasos afieltrados sobre verdes tapetes. Pobres
elefantes, sacrificados por sus defensas, a los que nadie invita ni a café, ni
a copa, ni a puro.
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