NUEVOS VECINOS
NUEVOS VECINOS.
Era un
pueblo sin mar la noche después del entierro. En la barra del bar se agrupaban
los hombres, mientras que las mujeres estaban apiñadas alrededor de un par de
mesas que habían arrimado. Silenciosos todos ellos, mohínos, con gesto adusto.
Cabizbajos parecían estudiar, los unos, los arcanos mensajes que pudieran estar
escondidos en la barra del bar; ellas en el desgastado dibujo del hule que
cubría las mesas.
Entre
unos y otras conformaban un grupo que no llegaba a las dos docenas de personas,
pero, para los sonidos que allí podían oírse, podría no haber nadie; el tictac
del reloj de péndulo, el chisporroteo de los troncos en la chimenea y algún que
otro crujido de madera que podría proceder de cualquiera de las baqueteadas
sillas en las que ellas estaban sentadas. Nada más. Ni un triste zumbido de
mosca.
Las
mujeres todavía llevaban el traje de domingo que se lleva a los funerales y
cubrían sus cabezas con mantillas o pañoletas; algunas removían silenciosa y
lentamente el café de las tazas que tenían enfrente, otras ni eso. Ellos,
zamarra forrada de oveja y pantalón de pana, con la boina calada y en la mano
colgante, agrietada, sarmentosa del duro trabajo en el campo, pendía un
olvidado cigarrillo apagado, mientras que con la otra acariciaban, sin pasión
alguna, el vaso casi lleno de aquello que por aquellas tierras llamaban vino,
un líquido oscuro, denso que más parecía petróleo.
Fuera
ya estaba oscuro. En enero dura muy poco la luz del día y las tardes y noches
se hacen eternas. De abajo, de entre la arboleda, llegaba intermitente el
sonido de algún autillo buscándose la cena. El cielo plomizo, azul oscuro casi
negro, se rasgaba aquí y allá dejando ver el titilar temblón de alguna estrella
y, de vez en cuando, el pálido resplandor del menguante.
Hacía
más de una hora que se había ido el cura con la pareja de la guardia civil.
Ninguno de ellos vivía allí. ¿Quién coño iba a querer vivir en aquel lugarejo
apartado de la mano de Dios? Y eso que el pueblo, hace años, llego a tener
hasta farmacia, cine y cuartel de la benemérita, cuando residían allí más de 1000
almas y los críos corrían por las eras, cazaban ranas en la charca y apresaban
cangrejos entre las ovas del riachuelo que flanqueaba el pueblo por uno de sus
lados.
Justo
por el opuesto al río, se alza, como eterno vigilante y escudo, un remedo de
sierra, con dos o tres lomas cual gibas de camello de no más de 200 metros de
elevación, en las que todavía podían verse las cuevas en las que no hace muchos
años aún vivían algunas familias. Y la cueva grande. Arriba en el más alto de los
oteros. Testigo ciclópeo de la decadencia del pueblo. Herencia de una antigua
explotación de los yesos que de ella se extrajeron. Por sus laderas todavía
podía encontrarse algún vestigio en forma de fragmento de punta de flecha, incluso
en los majuelos que abrazan su base, retorcidos y secos ahora.
Tierras
de secano. Sin nada que ofrecer en invierno. Sólo decoradas por ocasionales
heladas y nevadas, que constituían la única nota de color, blanco eso sí, en la
ocre monotonía. Bueno, ya llegará la primavera y teñirá de verde los campos de
trigo, avena y alfalfa y rebrotarán las vides que se llenarán de hojas y negros
racimos de uvas. Y los chopos que bordean el río volverán a vestir
reverdecidos. Y volverán las oscuras golondrinas a colgar sus nidos bajo los
aleros, y llegarán los chillones vencejos y las cigüeñas irán a ocupar el
enorme nido que tienen en la espadaña de la iglesia.
Y el
verano dorará las mieses y tostará los cuerpos de los menos precavidos. Los
chiquillos alborotarán en alguna poza del río, jugando riendo, rebozándose en
pecina. Y los rebaños de ovejas, ya esquiladas, se derramarán por las laderas y
los campos en barbecho, guiadas por los chiflidos de Toribio, el pastor, y los
ladridos de los perros y dejarán un rastro de aceitunas negras que alimentarán
el campo. Las reatas de mulas, después de su duro trabajo, bajarán por las
calles para ir a beber al pilón y luego, de vuelta al corral, triscarán la paja
y el salvado que encontrarán en sus pesebres.
Y, por
fin, el otoño, dará el postrero toque de color, de colores, tiñendo hojas de
rojo, de amarillo, de marrón. Y las uvas se transformarán en el mosto que dará
vida al vino y llenará las cubas de las bodegas. Y el cebado puerco pasará a
transformarse en jamones, chorizos, lomos, exquisiteces que darán sabor al
invierno. Y se acaba el ciclo de vida para volver a la hibernación. A arroparse
y agruparse en la estufa, calentada con trenzas de sarmientos.
Pero
todo eso era antes. Ahora no queda ni un chaval. El más joven, el Matías, ronda
los 60 años, y el más viejo, Teófilo, debe andar cerca de los 90. No, la más
vieja es Mauricia, que ya cumplió los 95. Lo otro son sólo recuerdos que
mastican mirándose unos y otros. ¡De hace ya tantos años!
Por
eso, cuando el forastero llegó al pueblo y se instaló en la que otrora había
sido la casa de los Bureba, todo el mundo lo miró con extrañeza. Nadie lo
conocía. No era “hijo del pueblo”. Rubio, alto, delgado (flaco más bien) de una
edad indefinida entre 40 y 50 años. No habló con nadie. Llegó una mañana de
enero, lunes era, en un coche con chófer, acompañado de una señora mayor en
silla de ruedas, y detrás una furgoneta en la que debían de venir sus cosas. Lo
descargaron todo, estuvieron trajinado por la casa durante casi todo el día,
encendieron la chimenea y al atardecer el coche y la furgoneta se fueron. Nadie
habló con nadie del pueblo.
Al día
siguiente las puertas y ventanas de la casa permanecieron cerradas. Nadie
salió. Esa noche, en el bar, todo eran comentarios. Los más optimistas se
atrevieron a decir que ojalá esta llegada fuese el anuncio de otras
posteriores. Por fin el miércoles, maldito día, al atardecer se abrió la puerta
y el hombre, envuelto en un grueso abrigo, tocado con sombrero, guantes y bastón,
apareció en la puerta. Quiso la mala fortuna que diese en pasar por allí el
Venancio, hombre pendenciero y de mal vino que viendo al forastero, se fue a
él y le pregunto su nombre y procedencia. El recién llegado lo miró desde su
altura (le sacaba una cabeza) esbozó una sonrisa y comenzó a caminar, dándole
la espalda sin contestarle. El Venancio, siempre fue una mala bestia, dándose
por ofendido y sin pararse en mientes, le arreó un golpe con la garrota que siempre
llevaba, con tan mala fortuna que lo desnucó, dejándolo cadáver.
Cuando
se dio cuenta, corrió a casa del Eutimio, que había sido barbero, esquilador, sangrador
y capador, para ver si tendría el mal remedio. Evidentemente no. Maldito una y
mil veces el Venancio. Truncando el breve sueño de nuevos vecinos. Espantando a
quien tuviese pensado, aunque fuese remotamente, irse allí. Maldito sea.
Agustina,
la mujer de Eutimio, llamó a la guardia civil del cuartel más próximo. Al cabo
de una hora aparecieron por allí con un médico, el juez de guardia y una
ambulancia. Tras las oportunas diligencias, procedieron al levantamiento del cadáver
y se lo llevaron junto a un tembloroso y entristecido Venancio, esposado (en
todos los sentidos por primera vez en su vida). Nadie se ocupó de la mujer en
silla de ruedas que, supuestamente, permanecía, ignorante de todo, en la casa.
Pasó
una semana. Los ánimos fueron serenándose y, no se sabe bien quién fue, alguien
se acordó de la inválida. Volvieron a llamar a la guardia civil. Toda la casa estaba cerrada y no se oía ruido
alguno. Nuevamente con el juez, abrieron la puerta de la casa forzándola y, en
medio de la sala, se encontraron con el cadáver de la anciana, aún sentada en
la silla de ruedas. Rígida. Lívida. Alrededor de su cuello estaba la bufanda
con la que la habían estrangulado.
Comentarios
Publicar un comentario