JULIO IGLESIAS

 

       Este es el resultado de un ejercicio propuesto para el taller de escritura al que asisto. La idea es, a partir de una palabra, nombre o cosa, ligarla a otras que el término propuesto nos sugiera y a ellas entre sí para, a continuación, hacer un escrito con todo ello. En este caso el nombre propuesto fue JULIO IGLESIAS, que yo relacioné con palabras como ISABEL, MUJERES, ISLAS, FILIPINAS, PADRES, HIJOS, ESTADOS UNIDOS, ESPAÑA, FÚTBOL, CANTAR Y HACIENDA. Y salió lo que a continuación va. Que aproveche.

Pues yo señor nací en una pequeña isla al sur de Filipinas, cerca de Mindanao. Hace de esto ya más de 40 años o así, no estoy muy seguro de ello. El tiempo pasa con ritmos extraños, unas veces tan rápido y otras tan lento. Creo yo que eso ha de tener que ver con cómo lo estés pasando, mejor o peor, que tengas para comer o no, de esas cosas. No sé, supongo.

Nací en una hacienda regentada por un americano rico, familia de americanos ricos que se habían instalado en la isla allá por 1900, cuando sus soldados nos liberaron del yugo y la explotación de más de 300 años de los españoles, para poder quedarse con las mejores haciendas de los tiranos expulsados y someternos al nuevo yugo y explotación de los yanquis. Por eso ahora los idiomas oficiales son el tagalo, que hablamos los del pueblo, y el inglés, el de los mandamases, aunque los más viejos del lugar y en algunas islas, todavía se acuerdan del español o hablan árabe. A pesar de ello, todavía casi todos los apellidos filipinos son de origen español. Claro, fueron muchos años de mezclas y remezclas.

Pobre y feo como soy, nunca he tenido suerte con las mujeres, así que nunca me he casado ni he tenido hijos. Creo que las pocas que se acercaron a mi pronto se dieron cuenta que, aunque cantaba medio bien y eso las atraía, nunca saldría de la cochiquera que era mi humilde vivienda. Lo de cantar medio bien me viene de crio. Mientras me dedicaba a las labores de la plantación siempre andaba canturreando una cosa u otra, y hasta los señores alguna vez me pedían que les entonase alguna de las cancioncillas que mi abuela Isabel me había enseñado cuando niño.

Que tiempos tan felices los de la infancia. Jugando al futbol con los hijos de los otros esclavos, uy, perdón, peones quería decir, que trabajaban al servicio de nuestros amos, otra vez perdón, empleadores digo mejor, sin otra preocupación que comer (cuando había) bajar a la playa y darse interminables chapuzones hasta que se te arrugaba la piel de los dedos, y corretear como cabrillas por las zonas no cultivadas. Escuela poca. Cuatro letras para medio leer y mal escribir. Cuatro números para sumar y restar. Y a los 10 años empecé a trabajar. Primero haciendo recados para la mansión, la casa grande. Después en los establos. Limpiando y alimentando a los cerdos, a las vacas y a las cabras. Los caballos de los señores tenían un empleado especial, excepto para quitar las cagarrutas, para lo que servíamos cualquiera. Cuando tuve un poco más de fuerzas, al campo. Lo que se terciase en cada época del año. Arar, o sembrar, o recolectar, o ensilar. Lo que fuese.

Mis padres trabajaban allí los dos, al igual que hicieron los suyos y sus abuelos y no sé cuántas generaciones atrás. Mi padre en el campo y, como tenía buena maña, en arreglos para los que de vez en cuando le requerían. Mi madre en la casa, de doncella y en la cocina. Siempre tan guapa, con su uniforme inmaculado y más los días en que los señores daban una fiesta y, al terminar, nos traía sobras del banquete. Esos días había festín en casa por comer exquisiteces que de otro modo jamás hubiésemos catado.

Tuve cuatro hermanos y dos hermanas. Tres hermanos y una hermana murieron muy pequeñitos, antes de los dos años. Los otros fueron más listos que yo y se escaparon en cuanto pudieron. Ahora hace tiempo que no sabemos de ellos, pero tuvimos noticias de que vivían por Manila. Mi padre falleció hace unos años. Joven todavía para los estándares occidentales, pero normal por estos pagos. Apenas 60 años. Demasiado trabajo y demasiados pocos cuidados. Mi madre todavía sigue yendo a la casa grande, pero sólo la tienen en tareas ligeras: ayudante en la cocina, repasar, lavar y tender algo de ropa y poco más.

A veces, en las largas noches de invierno, me cuenta cosas de las fiestas en las que tuvo que servir, de lo lindas y enjoyadas que iban las mujeres y lo elegantes que estaban los hombres. De los ricos manjares que se servían y de las bebidas que libaban. De la música que allí se escuchaba y de cómo le gustaban las canciones que salían de los discos que ponían en un enorme aparato de música y que parecían atronar toda la casa. Un día me dijo que, a causa de uno de esos discos, de uno de esos cantantes, ella se empeñó en ponerme el nombre que, para mi desgracia, arrastro para cachondeo de los vecinos y conocidos. Ah, perdón, quizás debería haber empezado por ahí. No me he presentado debidamente. Me llamo Julioiglesias De la Cruz para servir a usted.

 


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