LOU, DAN Y JACK.
LOU, DAN Y JACK.
Dan
solo se acuerda de mí en dos ocasiones: cuando quiere beber gratis o cuando le
surgen verdaderos problemas. Esta vez era el segundo caso.
Dan
Red es detective de la brigada de homicidios y somos medio amigos desde que
paré una bala que llevaba su nombre. Hace años. Cuando trabajamos juntos antes
de dejar yo la policía. Precisamente a raíz de aquello. Me llamo Lou Wolf y
ahora me dedico a la investigación privada, menos seguro que vivir de un
sueldo, pero más tranquilo. Casi siempre.
El cadáver estaba en la orilla del río, medio tapado por
una de esas mantas térmicas que sanitarios y policías suelen usar. El rostro
era un amasijo de huesos, dientes rotos y una masa cárnica sanguinolenta
trufada con trozos blanquecinos de cerebro y esquirlas de hueso. Desnudo de
cintura para arriba y para abajo hasta los tobillos, en uno de los cuales se arrebujaban
sus pantalones y ropa interior.
Claros
indicios de sadismo sexual en la entrepierna y en los pechos. Me llamaron la
atención las manos. Parecían deformes. No guardaban proporción con el resto del
cuerpo. Parecían de un topo, con anchas palmas y dedos cortitos. Hasta que me
acerqué y me fijé con detalle no me cercioré de que le faltaban las falanges
distales de ambas manos. Ni uñas ni, por supuesto, huellas dactilares. Trabajo
profesional.
La causa de la muerte, a falta de una autopsia detallada,
parecía debida a las múltiples heridas de la cabeza. El asesinato, solo podía
ser eso, había ocurrido hacía poco tiempo, menos de una hora. El cuerpo estaba aún
tibio, sin rigor mortis, y la abundante sangre no se había apenas coagulado.
El
arma del crimen a la vista. Una gruesa rama de árbol seguramente arrastrada por
la corriente y varada en aquella orilla. Mostraba trozos de hueso, cerebro y
sangre en uno de sus extremos.
El asesino también a la vista. Mi amigo Dan estaba
desencajado, sudoroso pero pálido. Su siempre pulcro traje, hecho unos zorros.
No solo por lo arrugado y embarrado, sino por los goterones de sangre fresca
que lo cubrían, sobre todo en las mangas de la chaqueta y las perneras del
pantalón. Ayudaban a confirmar las sospechas que las manos, más la derecha, y
la cara presentaran cárdenas salpicaduras sanguinolentas.
Encendí
uno de mis cigarrillos mientras pensaba. Lo miré sentado sobre una roca
mesándose los escasos cabellos mientras, gimoteando, repetía una y otra vez
“era un travesti, era un travesti y quiso violarme”. Ya, pensé, y tú a él
mientras creías que era una tía.
Me
llevó un poco de tiempo adecentarlo dentro de lo posible. Tiré al difunto y la
rama criminal al río para que la fuerte corriente los arrastrase. Borré las
huellas y sangre del suelo lo mejor que pude sirviéndome de ramajes y basuras
varias que por la zona estaban.
Cogí
a un Red tembloroso y me lo llevé a casa. Lo metí a remojo en la ducha vestido
y todo. Agarré la botella de Jack Daniels colmada de ese elixir con que las
rellenan y llené dos vasos hasta el borde. Nos hacían falta.
Dan
y Jack son los dos únicos amigos que tengo y ya estoy muy mayor para buscarme
otros.
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