EL PRINCIPITO

 

EL PRINCIPITO

            Pues ha de saber, señor, que, aunque no muy alto y de aspecto juvenil, ya tengo casi ciento veinticinco años. Años como los suyos, ya que mi planeta tarda casi lo mismo que el suyo en dar una vuelta a mi sol. Los días son más cortos claro, al ser mucho más pequeño, pero eso tiene sus ventajas.

Nunca entenderé bien a los adultos de este planeta. Mejor dicho, no sé por qué la mayoría de los mayores no me entienden bien ni tampoco a sus niños. Cuando llegué a la Tierra enseñé uno de mis dibujos a los adultos con los que me encontraba, Casi todos decían que era un sombrero. Sin embargo, todos los niños, aunque tuviesen casi cien años, podían ver que se trataba de una boa que acababa de comerse a un elefante.

    Al principio pensé que lo hacían para despreciarme. No les sería fácil aceptar a un príncipe, aunque parezca un niño, en esos países republicanos, pensaba yo. Pero no era así. En aquellos países que visité y que habían aceptado de forma lógica la existencia de reyes, reinas, príncipes, princesas y demás, casi todos los adultos eran igual de poco avispados, así que concluí que era un problema de edad mental, no de edad biológica ni de convicciones políticas o sociales

            Deduje que, algunas personas, las más por lo que pude ver, a medida que cumplen años van perdiendo la capacidad de la observación mágica, la inocencia de la asimilación completa, para quedarse sólo en lo simple, en lo externo, en los límites de la realidad, solo por afuera, solo los bordes, sin mirar el interior de las cosas. La perspicacia de la mirada inquisitiva.

            Por eso se cansan pronto de admirar la belleza de lo común, de las maravillas diarias que nos rodean. Miran una vez y después, bah, ya lo vi, a por otra cosa. En mi planeta yo veía amanecer 10 veces en el tiempo que aquí dura un día y 10 veces disfrutaba de los ocasos. Y no me cansaba. Estos humanos tienen que esperar 24 horas para ver un amanecer o un ocaso y casi ninguno disfruta alguna vez del espectáculo.

Miraba mi flor cuando la regaba y cuando no, cada pétalo, cada curva del tallo, los sépalos, las hojas. Aquí tienen miles de flores que jamás miran. La mayoría de los adultos ven cualquier cosa, pero casi nunca miran y, además, vista una vez, vista para siempre. Yo creo que han perdido la curiosidad. O que sólo la emplean en muy pocos temas y se cansan enseguida.

            Y no son conscientes de lo que de verdad es importante. Solo de unos pocos caprichos o de aficiones propias. Apenas ven más allá del límite de sus narices o de su ombligo. Si yo no arrancase lo baobabs que nacen en mi planeta en cuanto los veo asomar, en poco tiempo lo destruirían. Ellos ven como su irresponsable forma de vida les va destruyendo y no les importa. Y se pierden en discusiones tontas, en satisfacciones nimias. Leí en un libro que me dejaron que, en una cultura antigua, al pueblo lo tenían contento con pan y circo. No han avanzado nada. Cambia el tipo de pan y el tipo de entretenimiento. Nada más.

            A si mismos se dicen que son la especie sapiens de su género. No sé muy bien que es lo que significa eso. En mi reino todos somos igual de listos, o de tontos, o de soñadores. En realidad, soy yo solo, así que esto tampoco tiene mucho sentido. Pero es algo comparable a ellos. Son la única especie viva de su género, así que llamarse sapiens es, cuando menos, presuntuoso.

No sé, son unos “sabios” muy raros. Casi mejor me vuelvo ya a mi pequeño planeta, no sea que en mi ausencia haya nacido algún baobab o que se seque mi hermosa flor.

 

           

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