ILUSIONES
ILUSIONES
Diciembre.
El mes de los días más cortos y las noches más largas. Apenas falta una semana
para navidad. Son casi las seis y la noche entra a borbotones por el ventanal, casi
frenada por la débil luz de la lámpara del techo que la empuja un poco hacia
afuera, apenas unos centímetros, escasamente suficiente para dibujar los
contornos del árbol más próximo.
La salita de fumar da al jardincillo que se esconde en la
parte de atrás de la residencia. Residencia, qué curioso apelativo dicho así.
Residencia de ancianos, más concretamente. Antes llamado asilo. Hoy, según el
humor de quién lo diga, apartadero, desguace o moridero. Un lugar casi siempre
triste para quien lo sufre.
José y Juan tienen casi la misma edad. Saben que hace
unos años celebraron los ochenta. Ahora ya no les importan ese tipo de cosas. Ingresaron
con pocos días de diferencia y sus habitaciones están pared con pared. Se
hicieron amigos. Al principio charlaban mucho, paseaban y comentaban las
noticias de la televisión o la radio. Ahora no. Hablan poco, pero siempre están
juntos. Comparten a gusto su soledad. En silencio. Como si fuera suficiente
sentir que uno está cerca del otro. Todas las noches al retirarse a su
habitación se desean que sean buenas. Todas las mañanas el primero que abre la
puerta, espera, con una cierta inquietud, que se abra la otra. Se sonríen, se
desean buenos días y se van junto a por el desayuno.
Todos los días, hacia las seis, van a la salita de
fumadores a consumir el último pitillo de la tarde. Ese era el único vicio que
no habían querido, o tenido, que dejar. ¿Por qué habrían de hacerlo? ¿para vivir
unas semanas más? Se sientan en los dos extremos del sofá y miran al frente,
hacia la ventana. Sin ver. Sin hablar. Sólo fumando. Un cenicero situado a cada
extremo del sofá les sirve para el único ejercicio que hacen en aquellos
momentos: sacudir, casi acompasadamente, la ceniza.
Las miradas se pierden mansamente en las profundidades
del vacío que vive más allá de los cristales. Sin rencor. Sin odio. Los años
habían aplacado las urgencias de la vida y los caprichos y manías que ella
proyectaba. Habían alcanzado la sabiduría, la calma y la resignación que sólo
dan la edad y la experiencia.
Con el cigarrillo casi consumido, Juan dice “esta noche
follo”. José permanece en silencio. Como si no lo hubiese oído o, si lo oyó,
como si no le importase. Sigue dejando perderse la vista en la lontananza
nocturna. Unos minutos después, como sincronizados, se levantan, aplastan las
colillas en los ceniceros y van hacia la puerta. Juan la abre y sale. José,
detrás de él, la traspasa y la cierra, mientras dice “sí, con fatatas”. Sus
ojillos sonríen pícaramente. Con su andar calmo y pausado se dirigen por el
pasillo hacia el comedor.
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