UN HOMBRE NORMAL

 

UN HOMBRE NORMAL

Siempre fue un hombre metódico, ordenado, incluso un pelín maniático con sus rutinas, y en absoluto compulsivo. Todos los días, todos, sin excepción, ya fuera invierno o verano, se levantaba a las 6 de la mañana. Después de asearse, procedía a vestirse con las ropas que la noche anterior ya había dejado dispuestas a los pies de su cama. Mientras lo hacía, con movimientos quedos y reposados, miraba el tranquilo dormir de su esposa que, muy raramente, se despertaba, y si lo hacía, lo miraba y volvía a quedarse dormida.

            Antes de ir a la cocina, se asomaba silenciosamente a la habitación en la que dormían sus dos hijas y dedicaba unos segundos a contemplarlas disfrutando cada uno de ellos, dos querubines, decía para sí. Cerraba la puerta sigilosamente y, una vez en la cocina, preparaba el desayuno para toda la familia: cacao para las niñas, café para su mujer y para él y tostadas para todos, que, aunque él nunca lo viera (se marchaba antes de que se despertasen las mujeres), sabía que untaban con mantequilla y mermelada, que también dejaba dispuestas sobre la mesa.

            Mientras trajinaba por la cocina, con los cascos puestos para no romper el silencio, escuchaba siempre en la misma emisora el programa de noticias que a esas horas emitían.

            A las 7 y media en punto, con todo el sigilo del mundo, salía de la casa, cerraba desde afuera la puerta de la vivienda con un par de vueltas de llave y se lanzaba a la calle provisto de un maletín tipo ejecutivo. Lanzarse quizás sea un término excesivo para sus maneras. Más bien surgía del portal como una aparición silenciosa y se ponía a caminar por la acera. Paraba en el quiosco de la esquina y después de saludar a Pablo, que llevaba allí toda la vida, y darles un vistazo a los titulares de los diarios allí desplegados, escogía uno o varios de ellos, pagaba y se despedía deseándole buen día, a lo que siempre le contestaba, “lo mismo le deseo a usted, don José”.

            Dos portales más allá, apenas 100 pasos, estaba el acceso al garaje en el que dormía su coche. Un modelo de unos cuantos años atrás, sin ninguna señal particular y de un color verde grisáceo pálido muy discreto, anodino. No siempre lo usaba, dependía de que su trabajo lo llevase lejos o cerca. La mayoría de las veces prefería utilizar el transporte público, pero, gajes del oficio, en ocasiones no le quedaba más remedio que utilizar su vehículo. En todo caso, muchas veces tenía que bajar al garaje para coger la cartera de piel en la que llevaba herramientas y accesorios necesarios para desarrollar diferentes fases de su ocupación.

            Por motivos, siempre laborales, tenía que desplazarse con cierta frecuencia fuera de su ciudad. Esos días estaba inquieto por tener que romper sus rutinas mañaneras, pero había que vivir, no era de familia adinerada y quería darles a su mujer y sus hijas lo mejor. Que no les faltase de nada, como le había ocurrido a él en su infancia.

            Fijo discontinuo. Ese era el tipo de contrato con el que figuraba en la empresa. Aunque, eso sí, muy bien pagado. Profesionales como él no abundaban, por lo que estaban muy buscados y sus servicios eran generosamente retribuidos.

            Hoy tocaba coger el coche. Tenía que retirar un paquete en un palacete sito en una urbanización de lujo a las afueras de la ciudad. Ya había estado allí unos días antes y tomado las medidas oportunas, coordinándose con los horarios de los habitantes de la casa para, de esa manera, causar las mínimas molestias a los mismos.

            Llegó a las 11, después de tomarse otro café en una de las cafeterías de una gran superficie que se encontró en el camino, mientras les daba un repaso a los diarios antes adquiridos. Esa era la mejor hora. Los jóvenes de la casa se habían ido a sus centros de estudio, la señora, como todos los jueves, a su sesión de pilates y después a la peluquería y la chica-para-todo de la vivienda a hacer la compra, precisamente en el centro comercial en el que él tomó su café, lo que hacía que permaneciese en la casa solamente el señor, que no iba a tener inconveniente en recibirle, tal como le habían dejado claro sus jefes.

            Llegó a la casa, se identificó en el interfono para que le franqueasen la entrada y llegó con su coche hasta la puerta de la vivienda, en la que le estaba esperando ya el dueño. Parco en palabras como es, apenas se bajó del coche, sin despegar los labios, le descerrajó dos disparos. Uno en el corazón y otro en el cerebro a través de un ojo. Observó la calidad y efectividad de su obra mirando a un lado y a otro. Las pistolas de calibre 22 apenas meten ruido, lo que es ventajoso, pero dado su pequeño calibre hay que ser muy preciso con ellas. No sería la primera vez que algún supuesto muerto no lo era tanto y, aunque a él jamás le había pasado, sabía que se habían dado casos.

            Sacó del maletero la bolsa para cadáveres que allí llevaba y envolvió el inerte paquete con ella, bolsa que, esta vez rellena, pasó a ocupar otra vez el maletero. Limpió con una solución de lejía y un producto adecuado la poca sangre que había en el suelo y, satisfecho tras una ojeada a todo el escenario, se fue por donde había venido.

            En los días y semanas siguientes supo por la prensa del desarrollo del caso de la extraña desaparición de aquel magnate, hasta que, casi a los tres meses, su cuerpo, completamente deformado por golpes contra las rocas, parcialmente comido por varios habitantes del mar y sin signo alguno de muerte violenta (ya él se había ocupado de eso antes de arrojar sus despojos en una zona de la costa donde batía bravamente el oleaje) había sido reconocido por su esposa e hijos gracias a los restos de unos tatuajes y a una gruesa cadena de oro que llevaba atada a la cintura en previsión de una huida precipitada. Accidente o suicidio, dictaminó el juez.

Un par de meses después recibió una gratificación extra de su empresa por la eficacia del trabajo. La viuda había mostrado su satisfacción por la obra realizada y quiso así recompensar al encargado de la misma.

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