UNA MUJER NORMAL
UNA
MUJER NORMAL
María era profundamente religiosa. Ese no era el mayor de
sus defectos ni el mayor de sus problemas. Estaba profundamente enamorada de su
marido y ese sí era su principal defecto y, por ello, el mayor de sus
problemas.
Todos
los días, a las siete y media, en cuanto oía a su marido salir, cerrar la puerta de la
casa y darle dos vueltas de llave a la cerradura, se levantaba de la cama. Se
ponía de rodillas, apoyaba los codos sobre el colchón y dedicaba unos minutos a
rezar. Lo primero por sus hijas. Después, siempre, por las almas de las
personas a las que su marido tendría que retirar. Esa era la expresión que él
usaba: “retirar”.
El
primer día que empezaron a hablar de casarse, él, mientras paseaban por el
parque, le dijo su verdadera ocupación. Hasta entonces siempre le había
insinuado que trabajaba en una pequeña empresa, en la que era agente comercial
y, de ahí, sus frecuentes ausencias por viajes a otras ciudades. Esto tenía un
poco mosqueada a su familia, que no comprendía muy bien tanto viajecito, pero,
por otra parte, como parecía gozar de un más que razonable sueldo, miel sobre
hojuelas.
Asesino
a sueldo. Se lo soltó así, sin eufemismo alguno. Si quieres nos casamos y si no
lo dejamos, pero yo no cambiaré de profesión. Esas había sido sus palabras. Y
claro, se casaron. Porque María tenía otro pequeño defecto/problemilla: era muy
crédula. Él le explicó que sólo “retiraba” a personas que no merecían vivir y
que el mundo estaba mejor sin ellas. Que sus encargos no solían ser más allá de
media docena al año, así que casi siempre tenía mucho tiempo libre y, de esa
manera, tendrían tiempo para disfrutar de la vida, viajar, ir a buenos
espectáculos, darse algunos caprichos porque, además, su trabajo estaba muy
bien pagado.
Diez
años hacía de eso. Diez años de felicidad y preocupación. Y de mucho rezar. Tenían
dos hermosas hijas, una hermosa vivienda y un hermoso capitalito ahorrado en no
sé qué banco luxemburgués, además de unos ahorros razonables en la cartilla del
banco de Santander. Nunca le faltó de nada.
Pero
todos los días rezaba y cada día amaba más a su atento marido.
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