OBSESIÓN

 

 LA OBSESIÓN APÓCRIFA DE M.DELAQ.S.

            A tu pregunta he de responder que después de haberte descrito toda la relación de actividades que me producen especial placer, si tuviese que quedarme con una no sé cuál de ellas sería. Uno tiene ya unos años y, habiendo experimentado tantas vivencias, abandonar algunos de los placeres que aún puedo disfrutar me parece casi obsceno.

            En mi juventud, mi obsesión eran los deportes. Más en concreto aquellos relacionados con el lanzamiento de aparatos gimnásticos (disco, martillo, jabalina, peso) habiendo participado en un buen número de competiciones, incluso en unos juegos olímpicos. Qué tiempos. Qué recuerdos.  Hoy eso sólo son eso, felices recuerdos.

            Siempre he sido un culo inquieto. Esa es quizás la característica que me define y que ha marcado la mayor parte de mi vida. Periodista, más bien reportero, más por ánimo de aventura que por vocación de informador. Por eso me fui de corresponsal a varias guerras, incluida la de Vietnam, alguna en África (donde estuve condenado a muerte), pero, después de pasados algunos apurillos, decidí dedicarme a lo que ha constituido, al fin y a la postre, la obsesión real de mi vida. La aventura. La piedra rodante que no cría musgo. Bueno un poco de musgo sí, lo justo para tener una familia con tres hijos.

            Durante esa segunda parte de mi vida, la más satisfactoria, mi profesión manifestada en el DNI fue la de giróvago. Sí, ya sabéis, esos monjes mendicantes que en siglos pasados andaban los caminos, sin casa ni otro oficio que dar fe de sus creencias, alojándose en conventos, abadías o donde tuviesen a bien acogerlos.

Gracias a los múltiples viajes a sur y centro américa, por motivos laborales o de disfrute, allí di rienda suelta a esa querencia mía a la aventura, a ese cosquilleo que me hacía (ahora ya muy poquito) moverme como si estuviera instalado encima de un montículo de hormigas carnívoras devorándome.

            No era sólo una sensación física. Era una necesidad imperiosa. Hasta parecía que las neuronas zumbaban como abejas en el interior de mi cerebro. ¡Las selvas mayas y las amazónicas! ¡Qué inmenso placer! El disfrute de los conciertos discordes por los gritos y sonidos de sus habitantes. Las relajantes zonas de umbría bajo el verde dosel arbóreo. El riesgo de encontrarse con inquilinos peligrosos, incluso mortales. La belleza de todo ello. De todo el entorno. Subidones inmensos de adrenalina. Placer en estado puro, al menos para mí. Dado mi pasado deportivo tenía habilidades, fuerza y reflejos suficientes para enfrentarme a los inconvenientes y sorpresas que las selvas siempre pueden deparar.

Experiencias increíbles, inigualables. Como el encuentro con aquella tribu en la que a todos los niños les teñían el pelo de verde con la savia de una planta de hojas verde fosforito. O el relato de un viejo indio de la tribu nahua en el Perú, que narraba que en la tradición oral venida de sus ancestros, se decía que uno de ellos había sido asistente de un cruel español al que llamaban “El loco pinto”, allá por el siglo XVI, y que luego hube de enterarme que se refería a Lope de Aguirre, antepasado muy remoto en una de las ramas colaterales de mi familia vasca.

            Hoy, cuando las fuerzas casi no lo son y los reflejos se limitan a los espejos, las hormigas y las abejas interiores corren ya pausadas, los peligros se encierran en el baño y las obsesiones son reposadas, olfativas, gustativas, vistas, oídas y recordadas. Pero siguen siendo placeres.

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