DISTOPÍA PESIMISTA (AÚN MÁS, SI CABE)
HASTA AQUÍ HEMOS LLEGADO
Salvo
los días en que tengo alguna cita temprana, generalmente médica, nunca pongo el
despertador. Sin funcionar como un reloj exacto, me despierto a una variable
hora que yo considero razonable. No antes de las siete de la mañana, ni más
tarde de las nueve. Depende de varios factores: la hora a la que me duermo, el
cansancio acumulado con que llegue a la cama, la calidad del sueño, la
temperatura, los sonidos mañaneros externos, que amanezca antes o después. No
sé. Toda una serie de factores que hacen que el despertar sea más o menos
placentero. Casi siempre más.
Una vez despierto, consciente del nuevo día, me gusta
remolonear unos minutos más en la cama. Desperezarse, recordar, si toca,
algunos fragmentos de los sueños inconscientes nocturnos, pensar en lo que hay
que hacer ese día, si es que hubiera alguna obligación, o decidir a qué podría
dedicar las horas de ocio que son, a estas alturas, casi todas.
Así que aquel aciago día me desperté como siempre. Rondaban las ocho (antes me olvidé decir que lo primero que hago es mirar qué hora es) miré por la ventana y vi el cielo azul, límpido, promesa de un buen día veraniego asturiano, sin mucho calor, nada de frío. Después de mis rutinas cameras, me levanté y puse la radio. Otra rutina más. Siempre sintonizada en la misma emisora desde hace unos cuantos años y que, sólo muy de tarde en tarde, necesita algún mínimo ajuste en el dial. Estaba muerta. No emitía. Raro, pensé, pero no insólito. No era la primera vez. Trasteé un poco con la ruedecilla de sintonización. Un poco atrás, un poco adelante y nada. Pues eso, nada. La apagué y me dirigí al baño. Allí tengo otra radio. La encendí. Silencio absoluto. Vaya, ¿qué le habrá pasado en la emisora? Pensé. La apagué y me dispuse a las rutinas propias de la estancia. Sin entrar en detalles, aseo y eliminación de detritus.
Fresco como una lechuga fresca volví a mi habitación a vestirme. Ropa informal, pantalón de chándal, camiseta y ya. No tenía pensado salir. Fue cuando estaba haciendo la cama. Hasta entonces no me había fijado, absorto como estaba en mi casi mecánico funcionamiento mañanero. No se oía nada. Ni un ruido. Vivo en una zona aledaña a la ciudad, rodeada de prados, árboles, otras viviendas aisladas y una urbanización próxima, comunicado todo ello por las calles correspondientes, al norte, al sur, al este. Delante de mi casa está la parada de fin de línea del autobús urbano. Hay poco tráfico, pero sí cierta circulación, sobre todo a esas horas de la mañana. Ni un ruido. Ni el piar de un pájaro de los muchos que hacen sus nidos en el tejado y en los árboles cercanos. Ni palabras de personas paseando o en la parada. Ni un coche circulando, sólo podía ver aparcados los tres o cuatro que duermen en la calle. Nada. Silencio absoluto.
Me acerqué otra vez a la ventana. Desde detrás de los
cristales oteé las casas de los vecinos. En algunas de ellas, tras los
cristales de sus ventanas, se veían rostros con expresión de extrañeza. Supongo
que la misma imagen estaría componiendo yo. Todas las ventanas cerradas, como
si, todos a la vez, pensásemos que algo malo había ahí afuera. Todas las
ventanas fueron llenándose de personas con cara de preocupación, hablando entre
ellas, pero sin salir al exterior.
Bajé al salón. Probé con la radio que allí está. Nada.
Encendí la televisión. Ni imagen ni, por supuesto, sonido. Di unas palmadas.
Las oí perfectamente, igual que oía mi voz murmurando qué coño estaba pasando.
Fui al equipo de música, puse un disco y al pronto sonaron las notas de la
primera canción. Ni me había quedado sordo ni era un problema de los equipos,
al menos del de música. Pero no me atrevía a abrir la ventana y dar unas voces
hacia los vecinos. ¡Seré imbécil!, me dije de repente. Cogí el móvil y marqué
el contacto de un amigo. Nada. Tan muerto como la radio y la televisión. Pero,
ah, tengo teléfono fijo, así que descolgué y marqué su número de fijo. Otro
intento inútil. ¡El ordenador, internet! Ya os podréis suponer el resultado. Sí
funcionaba, pero aislado del mundo, sin conexión con nada, sólo podía acceder a
los documentos, archivos y demás que estaban grabados.
A lo largo del día cada vez se veían más personas detrás
de las ventanas, pero seguía sin circular nada ni nadie por las calles o por
los jardines de cada parcela. Ni un pájaro rompía el límpido cielo azul.
Algunos gestos de mis vecinos que yo interpretaba como de sorpresa, o de ayuda
o, simplemente, interrogativos. Creo que todos estábamos en un cierto estado de
estupor o de espanto, sin saber muy bien que hacer, pero todos parecíamos tener
claro que no se podía salir, ni tan siquiera abrir las ventanas. Supongo que la
ausencia de aves por el cielo nos hacía pensar que algo malo, quizás mortal, podría
respirarse al aire libre.
Hace ya mucho tiempo que me había fijado que por encima
de mi casa debe discurrir algún pasillo aéreo. Es frecuente oír bastantes veces
al día los ruidos de los aviones que, a distintas alturas, pasan por su
vertical. Hoy ni uno.
Pasó el día, llegó la noche y todo siguió igual. Lo mismo
ocurrió al día siguiente, así que, en previsión de que la cosa se alargase
mucho más tiempo, hice revisión de la despensa, más que nada para tener claro
de qué alimentos podría disponer si la extraña situación durase demasiado. Como
vivo en las afueras de la ciudad, suelo tener reservas de casi todo, desde
conservas y bebidas varias, hasta otros alimentos para cocinar, además de un
buen surtido de perecederos congelados.
Y así otro día más. Al día siguiente a media tarde se fue
la luz. Todos los aparatos eléctricos dejaron de funcionar. Mal asunto, pensé
para mí. No sé si es un fallo generalizado a nivel nacional, local o si es sólo
de esta zona. Sea como sea, como en todas partes estén igual, me temo que nadie
va a solucionar el problema, sea cual sea. En todo caso, excepto los que
dispongan de placas solares, los demás lo tenemos difícil. No se podrá cocinar
nada y los alimentos congelados terminarán por descongelarse y pudrirse. Muy
mal asunto. En mi casa la calefacción y el agua caliente funcionan mediante el gas
propano almacenado en un depósito situado en el exterior, pero, claro, la
caldera necesita electricidad para mover la bomba que hace circular el agua.
Afortunadamente tengo una cocina conectada a la instalación de gas, así que por
lo menos cocinar y tener agua caliente si podría. Más peliagudo es el problema
de los congelados. Empezar a cocinar ya los que se fuesen descongelando y dejar
conservas y otros alimentos menos perecederos para más tarde.
Calma. Es fundamental no entrar en modo pánico y confiar
en que esto, aunque tiene muy mala pinta, tarde o temprano se solucionará. No
es que me fíe mucho (más bien casi nada) de la competencia de las autoridades,
pero sí de los científicos, en el caso, remoto más bien, pensé, de que tuviesen
acceso o, mejor, que en el momento cero, algunos estuviesen en sus
laboratorios.
Hay que relajarse y pensar. Cualquier fallo en el sistema
eléctrico ha podido ocasionar el apagón, tenga éste la extensión que tenga. ¡Un
momento! ¿Y si ocurre con la red de abastecimiento de agua? Uf. Mucho peor. No
tardé en ponerme a llenar todos los recipientes susceptibles de ser usados como
depósitos de agua (botellas, cacerolas, jarrones, cualquier cosa) incluida una
de las dos bañeras y uno de los dos lavabos que tengo en casa. Supongo que a
muchas personas se les ocurrió lo mismo, porque al cabo de una hora noté cómo
la presión y el caudal del agua de los grifos disminuía notablemente.
A la mañana siguiente la presión del agua volvía a ser
normal, menos mal. Parecía que por ese lado no podrían venir problemas. De
momento. Ya, eso parecía. Una semana más tarde, casi doce días después del día
cero, apenas un tímido chorro manaba de los grifos, tan tímido que al día siguiente
ya no se atrevió a salir. Sin agua. Perfecto, pensé. Ahora sí que las cosas están
realmente mal.
Ni que decir tiene que, en los días anteriores, salvo ver
aumentar la desesperación de algunas personas en alguna de las casas, todo
siguió igual. Estaba convencido que en algún momento saldríamos de la
pesadilla, de que veríamos aparecer un coche de policía, o de bomberos o del
ejército, diciendo que ya podíamos salir de casa sin peligro, que la amenaza,
fuese cual fuese, ya había pasado. No fue así.
No sé muy bien porqué, tenía la esperanza de que este
fenómeno no fuese mundial. Está claro que aquí, fuese lo que fuese, ocurrió
durante la noche. Pero en otras partes del mundo era pleno día. Si ocurrió en
todo el planeta al mismo tiempo, algunas ciudades serán un auténtico cementerio
de cadáveres por todas sus calles. Todo el mundo que estuviese al aire libre habrá
caído muerto instantáneamente. Los que salían de los cines, de los teatros, de
los supermercados. Por otro lado, si lo que pasa aquí, en una zona no iluminada
por el sol, es esto, en las partes del globo expuestas al sol debe ser lo
mismo. Si es que tiene que ver con el sol, claro. O sólo ocurre por la noche
según va girando la Tierra. Uf, no sé, prefiero no especular ni montarme
películas fruto de una recalentada imaginación.
El
tiempo seguía transcurriendo sin noticias ni novedad alguna. Ya casi no se
veían personas tras los cristales. Sólo esporádicamente algún rostro, serio y
en muchos casos depauperado, asomaba unos segundos. El primer acto horrible
ocurrió cuando habían pasado casi dos meses. En una de las ventanas de las
casas de enfrente un hombre medio desnudo empezó a golpear con los puños los
cristales hasta romperlos. Inmediatamente cayó hacia afuera y quedó inerte,
doblado sobre el marco de la ventana rota, colgando medio cuerpo hacia afuera.
Nunca volvió a moverse.
Los
que pudimos verlo (no era posible desde todas las viviendas) aprendimos. ¿Qué
demonios pasaba que no se podía salir? El aire que respirábamos en casa venía
del exterior. Nadie tiene una vivienda estanca con un filtro para el aire
externo, así que, si no estaba en el aire, ¿Qué carajo pasaba? ¿Qué tipo de
extraña radiación no te afectaba en el interior, pero sí en el exterior?
Unos
días antes del inicio de toda esta historia, la televisión y otros medios de
comunicación no dejaban de comentar que se estaba detectando una actividad
anormalmente alta en el Sol. Los científicos entrevistados comentaban una mayor
cantidad de tormentas solares, manifestada por manchas cada vez más extensas,
lo que estaba originando una inusual fuerza del viento solar y de la radiación que
llegaba a la Tierra. No le daban una mayor importancia, excepto en que habría
problemas en las comunicaciones, tanto en el planeta, como con los satélites
que lo orbitan y, muy posiblemente, bellos espectáculos de auroras boreales,
incluso en latitudes relativamente bajas. Pero hasta ahí. Bueno, habría que
creer que esa puede ser la causa de esta anomalía, aunque el Sol, al menos
detrás de los cristales, parece el de siempre y no se nota un especial cambio
en las temperaturas esperables en esta época del año.
Los catastrofistas
profetas del cambio climático antrópico, que en primer cuarto del siglo
asustaban con uno y mil males, a la vista de la evolución de los climas en la
Tierra, casi han desaparecido. Aunque ya apenas se queman los maldecidos
combustibles fósiles y casi toda la energía procede de fuentes “limpias” (solares,
eólicas, nucleares y gas) la temperatura ha seguido subiendo y el contenido en
CO2 en la atmósfera también, igual que la cantidad de vapor de agua. Por fin se
han dado cuenta de que ese no era el problema. Ya era hora, después de tanta
amenaza apocalíptica. Los mal llamados negacionistas (entre los que me
encuentro) ahora no quieren hacer sangre y se limitan a seguir diciendo lo que
decían, que esta es una etapa interglacial en la que toca subida de temperaturas
y que ya terminará cuando toque. No sé por qué me da que, si esta situación que
vivimos ahora se prolonga un poco más, no quedará nadie para comprobarlo.
Mientras
tanto, y sin tener ni idea de cuánto puede durar esta situación, sigo con un
racionamiento estricto de agua y alimentos. Ejercicio sólo el justo para no
quedarme anquilosado y no derrochar energías que a saber hasta cuanto pueden
hacer falta. Hablo solo. ¡Qué terrible es la soledad impuesta! Las rutinas
varían muy poquito. Aseo mañanero en plan gato. Desayuno y previsión de comida
y cena. Un paseíto por la casa y a leer, ordenar algunos libros, o la ropa. La
ropa. No puedo lavarla. Excepto calzoncillos y calcetines (y no todos los
días), el resto no ha vuelto a ver el agua. Rotación de camisas, pantalones,
prendas de más abrigo y, en lugar de guardarlas en los armarios, dejarlas
colgadas por diferentes habitaciones para que, al menos un poco, se aireen.
Pero
es tan agobiante no poder hablar más que con uno mismo. Dos meses sin oír una
voz humana, sin intercambiar opiniones, sin reír con alguien, o de no llorar
solo. Todavía los días son largos, aunque el verano esté llegando a su fin.
Levantarse con el sol y acostarse con él. Cuando se hace de noche la oscuridad
es absoluta. Economizo hasta la tacañería las pilas de la linterna y las velas
que tenía por la casa. Subo a la planta bajo cubierta y, por la claraboya, veo
el magnífico espectáculo del cielo libre de contaminación lumínica. Cientos, no
sé, quizás miles, de estrellas que contemplo absorto y sorprendido los primeros
días. Luego, casi sin ganas, las miro diariamente, pero como una comprobación
de rutina, para constatar que aún siguen ahí arriba.
¡Qué
terrible esta soledad rodeado de gente con la que no puedes comunicarte! Leo
libros. Canto o tatareo canciones y músicas que recuerdo. Hago inventarios
varios, de libros, de discos, de latas de conserva, de camisas, de agua, uf,
sobre todo de agua. Me aterra pensar que pueda quedarme sin ella. Cuando veo
que se ha acumulado en algún lugar demasiado polvo, le doy un repaso, pero sin
mucha energía, no tiene sentido que se traslade de un estante a otro o de una
mesa al suelo, así que con cuidado lo recojo con un paño y lo voy metiendo en
bolsas. Lo mismo con todos los envases que se van vaciando y los detritos de la
comida. He decidido dedicar una habitación a cuarto de esas basuras; cuando reúno
unas cuantas bolsas llenas, entro, las coloco, salgo y la precinto con cinta
americana.
Han
pasado más de tres meses. El número de cuerpos colgantes de las ventanas se ha
incrementado notablemente. Hombres, mujeres, niños, por parejas, individuales o
en grupo cuelgan exánimes de sus ventanas rotas. Supongo que el hedor será
terrible, pero hasta mi casa apenas llegan más que leves vaharadas en función
del viento dominante. Los cadáveres se secan al sol y se mojan, algunos, desde
que empezó la temporada de lluvias.
Me doy
cuenta de que cada vez funciono más automáticamente. Las mismas rutinas. Las
únicas diferencias estriban en el libro que leo y en las cosas que escribo.
Bueno esto hasta que se termine el papel. Lápices y bolígrafos tenía una buena
colección, así que es más posible que me duren más tiempo. Casi no me quedan
cerillas y no sé cuánto gas propano quedará en el depósito. He decidido, ahora
que ha bajado la temperatura, cocinar para varios días y guardar lo cocinado en
la zona más fresca de la casa. Dejo las conservas como último recurso. No sé
muy bien cómo hacer fuego frotando dos palitos de la leñera o haciendo saltar
chispas golpeando dos piedras de las que tengo por la casa. Lo intentaré si se
acaban los fósforos.
Saqué
todos los álbumes de fotos que tengo. Ahora constato la tontería de haber hecho
cientos, quizás miles, de fotografías digitales y tenerlas almacenadas en el
ordenador o discos duros externos. Siempre lo pensé. Nunca se habían hecho
tantas fotografías para después almacenarlas digitalmente y, salvo raras
ocasiones, no volver a verlas. De los últimos, quizás 30 años, o más, no tengo
ni una foto de nada ni de nadie en papel. Están por ahí, perdidas en los
entresijos de los bits, en las tripas de aparatos electrónicos a los que no
puedo acceder. Así que miro las antiguas. Y recuerdo de cuando son. Y porqué se
hicieron, donde, quién aparece, las caras de tontos que muchas veces poníamos.
Mis padres, mis hermanos, los compañeros, los amigos, Unos ya desaparecidos y, a
los que aún estaban vivos, ¿qué les estará pasando?
Hablo
con los que no me pueden contestar. Con los que han tenido la suerte de no
tener que estar viviendo esta maldición. Sobre todo, con mi mujer. Cada vez que
aparece en una foto le digo lo bien que sale, le pregunto si se acuerda de esa
situación, de lo que nos reímos o disfrutamos o lloramos o lo que sea que
hubiese ocurrido. Después de tantos años juntos, de tantos momentos felices,
los más, algunos pocos amargos, o tristes, tantas vivencias, me alegro de que
no tenga que estar sufriendo este horrible final. Y hablo con los perros. Con
todos los que tuvimos. Los acaricio virtualmente. Qué suerte haber disfrutado
de sus trastadas y correrías y, sobre todo, de su compañía. Llorar, lloro, pero
poco, no me atrevo a deshidratarme más. Y qué difícil es deshacer ese nudo que
se pone en la garganta, de vez en cuando, con alguna imagen, con algún
recuerdo. Todos los días.
Ya
estamos en otoño y llueve, pero qué más da. No se puede salir a por agua. El
sótano de mi casa está semienterrado y el suelo sobre el que se asienta son
arenas semicompactadas, con bastantes cristales de mica, moscovita
concretamente. Es posible que, si levanto unas cuantas baldosas y pico el
cemento, pueda acceder al terreno y allí, con un poco de suerte, los días de
lluvia pueda recoger un poco de agua de escorrentía. O también puedo hacer un
agujero en la pared semienterrada del sótano, por debajo del nivel de la
superficie de la finca y se pueda filtrar algo de agua. ¡Buena idea! Manos a la
obra mientras aún haya fuerzas. Mañana cuando amanezca empezaré.
A
pesar del estricto racionamiento a que he sometido mis recursos, apenas me
quedan reservas. Lo más acuciante es el agua. Me bebo hasta los líquidos
conservantes de los botes de aceitunas y de encurtidos, el aceite de las latas
de conserva, cualquier líquido medio potable, racionando mucho, eso sí, el
alcohol.
Los
días se suceden todos iguales. Cada vez hay menos horas de luz. Cada vez estoy
más tiempo tirado en la cama, o en un sillón, incluso en el suelo. Hace tiempo
que terminé las velas y las pilas para la linterna. Golpeando dos piedras y
haciendo que la chispa salte sobre un quemador de la cocina con el gas abierto
consigo algo de luz. Cocinar no. No quiero usar la poca agua que me queda en
cocer nada, aunque tampoco hay apenas nada que cocer, cuatro garbanzos y cuatro
alubias. La pasta me la como cruda, a base de masticar y masticar los
fragmentos remojados apenas, después de haberlos triturado en un mortero.
Siempre
me han gustado las tormentas. Ver caer los rayos, iluminarse el cielo, oír el
sonido de los truenos y contar el intervalo, para determinar cuánto está de
cerca o si se acerca o se aleja. Esta temporada ha habido unas cuantas. No sé
si más o menos que otras veces, pero sí que han sido bastante fuertes. Será
cosa de influjo solar. ¡Qué sé yo! Pero no las disfruto. No quiero mirar para
constatar que los cadáveres siguen ahí. Apenas me asomo a la ventana durante el
día. Sólo por la noche miro, cuando es posible verlas, las estrellas. Pero ya
sin emoción ninguna. A título de inventario.
Han
pasado ya por lo menos cinco meses, puede que seis. Hace semanas que dejé de
hacer una rayita en una pared cada nuevo día. Estoy en las últimas. Hace tiempo
que no veo a nadie asomarse a ninguna de las ventanas que aún permanecen
intactas. Las demás están adornadas con cadáveres. Por los agujeros de la pared
y el suelo, muy de tarde en tarde, cuando llueve mucho, consigo unos buchitos
de agua. El hambre la entretengo masticando hojas de papel en blanco. He
probado con alguna tela, pero entre que casi no me queda saliva y que no hay
agua para empujarla hacia el estómago, casi me asfixio cuando lo intenté una
vez, así que desistí.
No
llevo la cuenta de los días, pero es seguro que ya estamos en invierno. El
invierno de dos mil noventa y cinco o noventa y seis, no sé si es diciembre o
enero, por ahí debe ser. No tengo ni fuerzas ni ánimo para seguir escribiendo. No
sé si antes del ya muy próximo final alguien podrá rescatarme, pero lo dudo.
Mis esperanzas son prácticamente cero, así que aquí me despido. En conjunto no
ha sido una mala vida, pero este final es una auténtica mierda.
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