MARTE

 

MARTE

            Marte estaba muy aburrido, soberanamente aburrido, aunque, bien pensado, soberanamente ¿es un adverbio adecuado para un dios? Para un rey sí, por supuesto, pero ¿para un dios?, entonces, ¿cuál sería el término adecuado? Quizás supremamente, por lo de ser supremo, aunque tampoco en este caso. Marte es el dios de la guerra, en efecto, el ser supremo de la guerra, pero sólo de eso. Por encima de él están Júpiter y Juno, así que… no sé. Dejémoslo en que estaba muy aburrido o aburridísimo.

            No es que no tuviera una guerra que llevarse a la boca. En este planeta de humanos locos siempre hay alguna guerra. Por un quítame allá esas pajas (casi siempre económicas) se lía una matanza entre los más tontos de la población, o sea, los que van a combatir, no los que sacan tajada del conflicto. Así que, entonces, ¿Cuál era la causa de su aburrimiento? Está claro, la falta de originalidad de las contiendas. Ya no le divertía ver como se mataban a tiros, a bombazos, que, salvo algún conflicto entre tribus atrasadas tecnológicamente, era el modus operandi más común. Que si drones, que si misiles, que si bombas de racimo, francotiradores, obuses varios, tanques, ¡que tedio!

            Y ahora con todos esos uniformes de camuflaje. Cómo echaba de menos aquellos ejércitos tan vistosos de los siglos XVII, XVIII y XIX, con sus coloridos uniformes, formaciones alineadas geométricamente, las cargas de caballería, miles de energúmenos enfrentándose en campo abierto, a cara descubierta, ¡qué tiempos!

Y aún antes, las legiones romanas, las falanges macedónicas, los carros de combates asirios y egipcios, las lanzas, los arcos y flechas. Miles de muertos o heridos desangrándose en los campos de batalla, tiñendo de rojo verdes praderas o dorados desiertos, llenando el aire de gritos lastimeros, de los quejidos inhumanos, a la vez que resignados, de los que habían perdido un brazo, o una pierna, o la espada les había sacado al aire las entrañas, sabedores de que, sin remedio alguno, se iban a morir y entonces, sólo entonces, se acordaban de los dioses, se acordaban de él, de Marte, unos para maldecirle y otros para encomendarse a él.

¿Y las matanzas? Programadas o no. Las terribles enfermedades que los ejércitos llevaban a donde iban. Los nativos centro y sur americanos diezmados por las invasiones de los europeos, sobre todo españoles y portugueses, y sus fiebres, sarampión, varicela, viruela, la peste, aunque ellos se vengaban pasándoles otras, como la sífilis o la disentería. Qué tiempos aquellos de guerras bacteriológicas no programadas. O el casi exterminio a tiros de los nativos norteamericanos por, sobre todo, ingleses, alemanes, irlandeses, holandeses, ese batiburrillo que conformó lo que ahora son los supremacistas blancos estadounidenses. Qué ironía. Luego hablamos de los terribles holocaustos más avanzado el siglo XX. Pero holocaustos sin elegancia. Gaseados, quemados, muertos de hambre. Ahí no hay honor. No hay belleza.

Antes los ejércitos se enfrentaban y, sólo después, el vencedor iba a la capital y masacraba a ancianos, mujeres y niños, destruyendo casi todo lo que se encontraba a su paso. Ahora no, primero se bombardean las ciudades repletas de civiles destruyendo todo lo que pillen, se masacra a ancianos, mujeres y niños y ya, si toca, se mata la soldadesca entre sí, pero a distancia. Lo dicho, ni honor, ni estética.

Cómo no iba a aburrirse con las guerras actuales. Así que, ocioso como estaba, le dio por pensar que algo había que hacer. Después de darle unas cuantas vueltas (vueltas en plan dios, claro, en las que el tiempo pasa a un ritmo diferente al de los humanos) se fue a ver a Júpiter y le dijo: “Oye, ¿qué te parece? ¿no crees que esta época humana, así como está, ya dura demasiado?”

Júpiter lo miró ceñudo y le argumentó que no se preocupase, que ellos mismos se estaban encargando de llegar a un pronto cambio de ciclo, que en unos pocos años, ni siquiera cientos, la “civilización” actual estaría dando las últimas, pero no porque ellos tuviesen que hacer nada, sólo dejándolos que siguiesen procreando como conejos, agotando los recursos a base de derroche absoluto y que fuesen incapaces de comprender que el calentamiento que el planeta estaba experimentando era un ciclo natural, que no era por su culpa, pero sí que lo era no estar preparándose para lo que les estaba llegando, en lugar de hacerse todas esas pajas mentales y gastarse sus buenos dineros con el CO2, la subida del nivel del mar y otras zarandajas.

“Ya verás” le dijo, “cuando la temperatura llegue a un punto determinado, les faltará agua y comida para todos y entonces, con la enorme capacidad de matarse que han acumulado, llegará un holocausto nuclear”. “Ya verás como eso si te gusta”. “Va a ser un espectáculo de luz, color y sonido”. “Bolas de fuego aquí, allá y acullá, millones y millones de personas, animales y vegetación ardiendo, chamuscados, campos yermos por décadas, hambrunas que diezmarán una y otra vez los pocos supervivientes y, en otras cuantas decenas de años, cuando lo peor de la crisis pase, volverás a tener tus guerras para hacerse con los escasos recursos, esas que tanto te gustan de espadas y lanzas, desparrame de tripas y miembros amputados saltando por los campos de batalla”.

Marte se quedó más tranquilo. Total, en poco tiempo (escala dios, claro) volvería a su diversión favorita. Mientras tanto se dedicaría a perseguir a Venus y a Afrodita (la griega, que, aunque más antigua, todavía estaba de muy buen ver); últimamente, a pesar de verlo tan mohíno, ninguna de las dos le hacía ni puñetero caso.

 

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