CRÓNICA DEL ASESINATO DE ESPERANZA Y FIDEL. 1.
CRÓNICA DEL ASESINATO DE ESPERANZA Y FIDEL
(KRONIKË E VRASJES SË SHPRESA DHE BESNIK)
Tengo que empezar diciendo que esta
es una narración real. Real en el sentido de que se ajusta casi exactamente a
los hechos tal y como ocurrieron y con el discurrir temporal en que se
desarrollaron éstos. De manera casi absolutamente escrupulosa. Eso al menos es
lo que dice el documento original en que se basa la historia y, por supuesto,
esta introducción que le precede.
Soy consciente de que otros relatos o películas empiezan
con esa coletilla de que “los personajes y hechos aquí narrados son completamente
inventados y cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia”. No es
éste el caso. Como escritor, más bien narrador y compilador de esta historia,
solamente me he tomado unas mínimas (creo yo) licencias. He castellanizado los
nombres y, del mismo modo, algún objeto o característica secundaria que no
deforman en absoluto el sucedido, todo ello por mor de facilitar la lectura.
Cualquiera que quiera comprobar los verdaderos nombres de
los protagonistas, así como los hechos por ellos protagonizados, no tiene más
que ir al monasterio de San Naum, sito en Macedonia del norte, en una zona
escarpada rayana en su frontera con Albania. Está situado en el pueblo del
mismo nombre, al lado del lago Ohrid, unos veintinueve kilómetros al sur de la
ciudad macedonia con ese nombre, Ohrid. El monasterio fue construido en los
albores del siglo X (año 905) por Sveti Naum Manastir, más tarde san Naum. Allí
está el texto original, no hay más que rebuscar entre los documentos que se
conservan en su archivo un manuscrito en cirílico, en un dialecto mezcla de
albanés y macedonio, con ilustraciones a plumilla, tipo a los grabados con que
Doré iluminó algunos textos.
El original está escrito por una única mano, posiblemente
la misma que realizó los dibujos y, creo yo, que es la confesión, quizás como
medida terapéutica, del protagonista de los sucesos, que parece ser que hizo un
retiro temporal en ese lugar en una época indeterminada, pero en el entorno de los
principios de la segunda mitad del siglo XX. Por el lenguaje, los datos
aportados y el idioma utilizados, el autor procedería de la zona, sería, por
tanto, de origen albanés, lugar en el que esa lengua es comúnmente utilizada.
La localización exacta del lugar, pueblo o villorrio donde tienen lugar los
hechos es el único extremo que no está suficientemente claro, quizá por olvido
del autor o por manifiesta intención del mismo de no querer ni mencionarlo, en
lo que encuentro una cierta similitud con el comienzo de el Quijote (ya sabéis:
en un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme…)
Evidentemente no es copia literal del documento original.
Tal cosa sería un plagio indecente, del tipo del que en estos convulsos años
que vivimos (primer cuarto del siglo XXI) tanto se acostumbra a usar, no solo
por personas anónimas, estudiantes vagos o medradores sin escrúpulos, sino
incluso por próceres de esta nuestra sociedad, que no dudan en atribuirse
méritos ajenos con el fin de engordar sus menguados currículos.
La composición que a continuación sigue está por ello parcialmente
novelada, pero, tengo que volver a insistir, ajustándose a los personajes y
hechos de manera absolutamente fidedigna. Incluso los diálogos responden al
sentido que los personajes usaron, exceptuando la adaptación castellana de
algunos localismos de imposible traducción.
Tras estas breves explicaciones, espero que quede
meridianamente claro que, por ejemplo, el teniente Villarejo que es
protagonista en el relato, no tiene absolutamente nada que ver con el comisario
del mismo apellido que aparece con harta frecuencia en las páginas de la
actualidad española más truculenta de estos años. A esto se debe, muy
probablemente, el que yo haya dado ese nombre al policía protagonista.
¿Cómo llegué a tener conocimiento de esta historia? Pues
por puro azar. En los albores de año 2020, cuando empezaron a propagarse
noticias sobre la aparición de un nuevo virus, allá por la remota China, me
malicié que en los tiempos que corren, esclavos del síndrome del culo inquieto
y de la movilidad histérica de todo tipo de personas y mercancías por todos los
confines del mundo, me atreví a predecir que más pronto que tarde, pocas
semanas como mucho, el bichito aparecería, no solo por occidente, sino por todo
el mundo mundial. Así de rápido y fácil es transportar todo tipo de seres y
enseres a cualquier rincón de nuestro orbe.
Hechas esas reflexiones pensé yo que, si algunos lugares se
librarían de la invasión, o al menos que la misma tardaría en llegar lo
suficiente para que se buscase algún remedio, serían aquellos lo
suficientemente remotos y alejados de los canales habituales de tontunas
turísticas y caprichos consumistas. Tras las oportunas consultas a san google y
a su hermano google hearth, decidí que deberían ser países próximos “atrasados”
turísticamente, que me permitiesen un desplazamiento por mi cuenta, sin
aviones, trenes, barcos u otros medios de transporte masivo de carne humana ya cargada
(posiblemente) del casi desconocido nuevo virus; países por tanto europeos; países
que además estuviesen alejados de las rutas frecuentadas por oleadas de hordas de
turistas. Pocas opciones quedaban.
Zonas de Albania y Macedonia del norte parecían las más
prometedoras, así que, realizada una revisión pormenorizada de mi coche, me pertreché
de la impedimenta básica: algo de ropa, comida para el viaje (fundamentalmente
laterío, frutos secos, embutidos varios, quesos y algunas bebidas con y sin
alcohol) aperos para dormir y, por supuesto, dinero en efectivo suficiente y un
par de tarjetas de crédito (por si acaso), para sobrellevar con dignidad un
tiempo que yo estimaba en unas cuantas semanas (medio acerté: supuse algo más
de una veintena y solo me equivoqué en lo de semanas: fueron meses).
Nunca fui yo muy defensor de la superioridad de nuestra
especie, salvo en aquellos aspectos tecnológicos que nos hacen destacar sobre las
demás, pero en lo que se refiere al comportamiento de los individuos que la
conformamos, en fin, jamás me he sentido muy satisfecho. La estupidez es la
característica más común al homo sapiens (hasta eso de sapiens nos viene grande
y me parece solo fruto del ego de quien lo pensó y que todos aceptamos también
para salvar el nuestro). Creo que fue Einstein quien dijo que él creía que el
universo y la estupidez humana eran infinitos, aunque de lo primero no estaba
tan seguro. Estúpidos en nuestro comportamiento como rebaño (solo nos
doblegamos por el palo/confinamiento obligatorio) y, por supuesto, estúpidos a
nivel individual (véase, a modo de ejemplo, el comportamiento y decisiones tomadas
en ocasiones por nuestros gobernantes a nivel local, nacional o mundial). Hay,
por supuesto, excepciones. Si no fuese así estaríamos en disputas y guerras
continuas por un quítame allá esas pajas (tradúzcase pajas por nacionalismos,
economía, racismos varios, religión o cualquier otra zarandaja capaz de
arrastrar al rebaño a donde unos pocos pastores iluminados, radicales,
integristas y/o avariciosos lo quieran llevar mientras, claro está, ellos
miran, se entretienen y sacan un beneficio). Mejor lo dejo aquí que me estoy
apartando del camino.
No contaré el viaje. Siendo como son (a mi parecer) sucesos
interesantes en nuestras vidas, cuando uno viaja solo y tiene que conducir, se
pierde parte del disfrute del placer de viajar. Más aún cuando, como era mi
caso, se tiene prisa por llegar al difuso destino previsto. Ninguna gana de
pararme por Francia, Italia, Eslovenia, Croacia, Bosnia o Montenegro. La idea
era llegar cuanto antes a mi zona de confinamiento y correr los mínimos riesgos
posibles de contagio. Bastante exposición era tener que detenerme en las áreas
de servicio para repostar y llevar a cabo un mínimo aseo. Alguno se preguntará
a qué viene esa histeria de alejarme del potencial peligro. Debido a un
problema de salud, tengo debilitado mi sistema inmunológico, por lo que soy
carne de cañón ante cualquier atacante externo. No es que tenga miedo a morirme
(a eso todos llegaremos) pero me gustaría que fuese lo más tarde posible, más
que nada para poder seguir disfrutando de todos esos pequeños (qué remedio)
placeres que la vida ofrece al que sepa conformarse con ellos: la compañía de
ciertas personas a las que queremos, un paisaje, la lectura, música, cine,
comidas, bebidas, el cielo azul, un pájaro, el mar, ese montón de pequeñas
cosas que día a día nos rodean y que casi no vemos.
En cuatro relajadas jornadas llegué a la frontera que da
entrada a Albania y, de allí, a la raya de este país con Macedonia del norte.
Ese era mi destino. Unos 3000 kilómetros que mi coche aguantó como un campeón.
No así mis huesos y músculos que, a pesar de frecuentes descansos, llegaron
bastante maltrechos al hostal en el que había alquilado una, que resultó ser más
que decente, habitación. Esto del cansancio son, claramente, cosas de la edad.
Lo mismo que el tiempo que tardas en recuperarte de cualquier ruptura de la
rutina que conlleve un exceso, el tiempo de recuperación ante cualquier tipo de
esfuerzo es directamente proporcional a los años cumplidos, aunque,
desafortunadamente, no de forma lineal, sino potencial, cuando no exponencial.
Mi desconocimiento del idioma local era absoluto. Siendo
más preciso tengo que confesar que mi conocimiento de los idiomas foráneos es
muy español y mucho español, o sea, muy pobre. Mínimas nociones de inglés y
francés, voluntariosos esfuerzos para entenderme con portugueses e italianos y
pare usted de contar. Afortunadamente me había provisto de un diccionario español-albanés-español
(trabajo me costó, pero san amazón te consigue casi cualquier cosa en un tiempo
razonable). Con él y grandes dosis de buena voluntad por parte de los indígenas
conseguía la comunicación básica inicial, imprescindible para el día a día.
Llevaba ya unos días deambulando por la zona, dedicado a pasear
por aquellas hermosas y casi vírgenes colinas, aplicado con fruición al “dolce
far niente”, aderezado con lecturas de alguno de los cientos de variados libros
que había cargado en mi tablet, y al aprendizaje de unos pocos vocablos que me
facilitasen la comunicación diaria con los lugareños, cuando el solícito dueño
del hostal (en el que la mayor parte del tiempo fui único inquilino) me invitó
a acercarme a la frontera con Macedonia del Norte, rebasarla y visitar el lago
Ohrid y el monasterio de san Naum, ubicado a la orilla del mismo. Me convenció,
además, con la promesa de que el lago era rico en hermosas truchas, para cuya
captura me facilitó lo necesario para pescarlas, y asegurando que me las
prepararía para que me las comiese o comiésemos los dos si pescábamos
bastantes.
Armados de esas intenciones y agradecido de compañía para
mis andanzas, una soleada mañana de primeros de abril allí nos encaminamos los
dos. El viaje, digno de contar. Caballeros en sendos corceles (dos mulos de
alzada caballar, recio pelaje y andar cansino) fuimos siguiendo caminos apenas
dibujados por aquellas laderas que, por lo que pude entender, eran las rutas
habituales de contrabandistas y prófugos de uno y otro lado de la frontera,
amén que de algún que otro cuatrero que distraía cabaña ganadera en uno de los dos
países para llevarla a vender al otro. No iba yo muy tranquilo con esas
explicaciones, pero mi huésped (de nombre Bujar) me aseguró que jamás hubo noticia
de violencia con los viajeros inocentes, ni siquiera entre los perdularios, más
que nada por no llamar la atención de autoridad alguna sobre esos remotos
lugares. Bien cierto que así fue. No en el primer viaje, pero en alguno de los
sucesivos que emprendimos, dimos en topar con pequeños grupos de gentes
dedicadas al menester del contrabando o el movimiento de ganados mal logrados.
Nunca hubo contratiempo alguno. Bien ignorancia total del otro, bien breves
saludos mediante sacudida de cabeza, alguna corta interjección salutatoria y
cada uno a su quehacer.
Pasada una abrupta loma, se descubrió ante mis asombrados
ojos un enorme lago, tanto que no alcanzaba a ver todo su perímetro, aunque no
tanto como para no distinguir en la orilla opuesta a la que nos encontrábamos
una edificación o, mejor, conjunto de edificaciones, que mi hospedero y guía me
dijo que eran las correspondientes al monasterio.
Pasamos un agradable y productivo día de pesca y regresamos.
Aquella noche y el día siguiente dimos buena cuenta del manojo de hermosas
truchas que pescamos y decidimos repetir la excursión. Mi patrón me sugirió que
la próxima vez tenía que visitar el monasterio que estaba junto al lago que,
aunque era territorio de Macedonia del norte, no había por la zona control
fronterizo ni guarda alguno que lo vigilase. Me informó que era una
construcción muy antigua, con pinturas murales muy curiosas, policromadas y que
además tenía una biblioteca muy importante. Que allí, además de funcionar
también como hospedería, vivian unos monjes que eran los que mantenían el
complejo, monjes que hacían una cerveza que merecía la pena catar. Animado por
tan buenas perspectivas, le dije que sí.
Al cabo de una semana programamos otra excursión con fines,
no solo de alimentar el cuerpo con una nueva remesa de truchas, sino también el
espíritu con una oportuna visita al complejo monacal. Armados de los bártulos
de pesca y con una mula extra para acarrear unas cajas de cerveza que el patrón
tenía previsto comprar a los monjes, nos pusimos en camino una soleada mañana
de mediados de abril.
Abreviando. Llegamos, pescamos y nos fuimos al monasterio.
No es motivo de este relato la descripción del mismo, pero puedo decir que
quedé impresionado por su estado de conservación y la decoración interior,
debido todo ello a las reconstrucciones que se llevaron a cabo a partir del
siglo XVI. Curioso ratón de biblioteca como soy, pedí, y se me concedió,
permiso para visitar su biblioteca y archivos. Más que nada por verlos, no
porque allí pensase en encontrar nada que poder leer, en todo caso hojear, si
se pudiese, algún antiguo códice iluminado que allí conservasen.
Quiso el azar que estuviese allí trabajando un estudiante
de doctorado de la universidad de Tirana que, para mayor contento por mi parte,
¡hablaba castellano! Había hecho filología románica, en la que se incluía el
castellano como asignatura; estaba documentándose para su tesis doctoral que
versaba, precisamente, sobre la influencia del latín y sus posteriores lenguas
derivadas en escritos cirílicos antiguos. Se llama Dalmat Hysaj y, a día de
hoy, seguimos estando en contacto vía correo electrónico.
Charlamos un poco de esto y aquello, se
enteró (aún no lo sabía) de la llegada de la Covid19 a Europa y me contó sus
enormes ganas de visitar España. Fue durante la comida en el refectorio del
monasterio, que hacía las veces de comedor tanto para los monjes, como para
huéspedes y visitantes, donde me habló de un curioso manuscrito que había
hojeado (y descartado para sus fines) en su búsqueda de referencias antiguas.
Se ofreció a leerme algunos párrafos a lo que acepté encantado. Eso hizo
mientras paseábamos por el patio después de comer. Me enganchó por lo curioso
de las situaciones y personajes. Casi sin pensarlo le pregunté si estaría
dispuesto a traducirlo al completo para mí. Le ayudé a decidirse con una oferta
económica por el tiempo que tuviese que emplear y, dados los diferentes
estándares en cuanto a pagos que existen entre España y Albania, creo que me
pasé un poco, ya que, abriendo mucho los ojos, me dijo que se pondría a ello a
primera hora del día siguiente y que en unos pocos días podría volver yo a por la
transcripción castellana o incluso llevármelo él a mi hostal. En esto último
quedamos.
Días después apareció Dalmat apenas
pasado el mediodía. Traía en su ordenador, además de una copia escaneada del
texto y de los dibujos originales, el texto traducido al castellano. Hicimos
una copia en papel en la impresora que amablemente nos dejó utilizar Bujar y
nos pusimos a leerla, ya que él me confesó que no estaba seguro de la
construcción de algunas de las frases. Después de una tranquila lectura a seis
ojos (ocho teniendo en cuenta los dos míos postizos), a la hora de la cena ya
teníamos una versión “legible”. Dada la hora, lo invité a cenar y a pernoctar
en el hostal, por lo que nos dio tiempo a hacer una nueva lectura, pulir alguna
expresión e informarme yo mejor sobre alguno de los extremos de la historia.
Introdujimos todos los cambios en su ordenador e hicimos copia de todo en mi
tablet.
Para completar la velada, Bujar, que no había perdido ripio
de todo lo leído y hablado, además de colaborar con algunas de las expresiones
y afinando la información sobre alguna de las costumbres que aparecían en el
texto y que él reconocía como de zonas próximas, saco una botella de raki
helado (una especie de aguardiente de orujo que allí hacían con higos) y nos
dieron las tantas charrando de unas cosas y otras. No sé si fruto de las
libaciones alcohólicas o de manera consciente, recuerdo que acordamos que yo le
daría forma novelada y que, una vez vuelto a España, trataría de hacerla
pública. Y eso es lo que a continuación sigue.
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