CRÓNICA DEL ASESINATO DE ESPERANZA Y FIDEL. 2.

 

Kronikë e vrasjes së Shpresa dhe Besnik

(Crónica del asesinato de Esperanza y Fidel)

 Autor del texto original: Anónimo (aquí denominado teniente Villarejo).

Lugar: Zona rural no determinada en Albania.

Fecha: Indeterminada, entre 1960 y 1970.

Traducción al castellano: Dalmat Hysaj

Comentarios, composición y texto final: Lope Calleja.

Quiero expresar mi agradecimiento a los regidores del monasterio de San Naum (Macedonia del norte) por su amabilidad al facilitarnos el acceso al texto original depositado en sus archivos.

A Bujar, por el trato y las atenciones recibidos durante los meses que me hospedó, además de sus sugerencias sobre la interpretación de alguno de los extremos de la historia, y, por supuesto, a Dalmat, que fue quien encontró el texto y realizó su traducción y que, a pesar de mi insistencia, no ha querido figurar como coautor del documento final (alegando su mucho trabajo para terminar su tesis). Amén.


 

Para empezar bien esta historia creo que lo más adecuado es darme a conocer. Pongamos que me llamo Armando Villarejo (aunque este no sea mi verdadero nombre que, de momento, prefiero no desvelar) y soy teniente de la policía estatal, división de homicidios. Tengo 57 años y llevo casi treinta en el cuerpo, desde que terminé el servicio militar obligatorio, y, si las circunstancias me son favorables, me retiraré dentro de dos años, cinco meses y diecisiete días, justo el día que cumpla los sesenta, tal como han decretado las leyes dictadas por nuestro bien amado líder.

Quizás alguien se pregunte a qué viene lo de las “circunstancias favorables”, pues lo explicaré muy brevemente. Bien sabido es que mi oficio comporta riesgos inherentes al mismo (a pesar de la paz que reina en este glorioso país) por lo que ninguno está libre de que a cualquier delincuente se le crucen los cables y nos dé un mal golpe o un buen tiro. Eso, por un lado. Por otro están esos casos en lo que, sin sufrir peligro físico, la salud, física o mental, pudiera llegar a quebrantarse por diversos motivos.

Como los que a continuación relataré que fueron causa de mí, de momento, último ataque grave de ansiedad, que me mantuvo en imprescindible apartamiento y reposo a lo largo de varias semanas, reposo que, por otra parte, sirvió, entre otras cosas, para ponerme al día con unas botellas de destilados varios que, durante el anterior periodo vacacional, había acumulado en mi apartamento en previsión, iluso de mí, de que alguno de mis hijos tuviese a bien visitarme en tan señaladas, a la par que odiosas, fechas.

Quisieron los hados que no fuese así, por lo que me vi con un depósito alcohólico consistente en las imprescindibles botellas de vodka y ginebra, amén de un par de ellas (ron y whisky) obtenidas a través de uno mis contactos en el mercado negro, bebidas que seguramente mis hijos agradecerían al no estar a la libre disposición del público en general, más en estos tiempos de necesario racionamiento. En mi honor completé la reserva con una botella de coñac francés suministrada por un amigo del decomiso de aduanas.

Los días que duró mi retiro me sirvieron para dar buena cuenta de parte de los bebedizos, si bien tuve buen cuidado de no mezclarlos entre sí a la hora de la ingesta: día de coñac, día de wiski, día de ron, y así, dejando parte del vodka y la ginebra para futuras ocasiones.

Para completar el perfil, diré que mi hijo tiene veintinueve años y mi hija veintisiete; que, sabiamente, optaron por irse con su madre cuando aquella santa mujer y yo nos divorciamos. En honor a la verdad la que se divorció fue ella. Harta de mis manías y de los malos rollos de mi trabajo, un día tuvo a bien comunicarme que la puerta estaba abierta para mí, para que saliese por ella claro, que cogiese lo que quisiera de la casa y que, cuando tuviera donde, le enviase la dirección de mi nuevo domicilio, que ella me haría llegar el resto de trastos.

De eso hace ya casi quince años y, a toro pasado, fue lo mejor que pudo hacer: rehízo su vida, cuidó de nuestros hijos y consiguió, con sólo mi único pequeño apoyo económico, que ambos terminasen una carrera, del ejercicio de la cual, en la sacrosanta maquinaria del estado, los dos malviven dignamente. Mi hija se colocó en la administración de justicia y, según me dice en alguna esporádica nota, es razonablemente feliz. Mi hijo, incapaz de no seguir el mal ejemplo de su padre, está en el cuerpo de ingenieros del ejército nacional. Por supuesto yo tengo que decir también que, después de todo, las cosas no les han ido mal y yo, de momento, mal que bien, sobrevivo.

Bueno, vamos a lo que vamos. Después de esta absolutamente innecesaria introducción voy a centrarme en los hechos que me condujeron y desataron la crisis nerviosa antes citada. Era viernes, mediada la primavera; la semana no había sido ni buena ni mala, ni fu ni fa, y me prometía un fin de semana relajado: algo de lectura de ficción pura (nada de periódicos), televisión, dormir, cocinar algunos peces que compraría en la pescadería de la esquina de casa en cuanto hoy saliese, regados, si había suerte, de alguna botella de vino, poco más. Todo ello acompañado de un castigo sin piedad a las zapatillas y al pijama de felpa. Esos eran mis fantásticos planes.

Todo se torció hacia las doce. El coronel-comisario me llamó a su despacho. Con la mosca detrás de la oreja y poniéndome en lo peor, me acerqué rápido, veloz y de buenos modos. Aclaro aquí que el coronel es un tipo mal encarado, con un sentido del humor típico de los altos cargos del régimen, es decir, próximo al cero absoluto, desagradable en el trato y, si no fuera por el tamaño, con ojos porcinos, fríos y acuosos como los de un pez, aunque no mayores que los de una rata, alojados en cuévanos que se le hunden lejos de la cara y separados por una larga nariz fina y aguileña que denota un origen familiar árabe o judío, que no estoy yo muy ducho en ese tipo de cuestiones antropológicas..

Como no solía comunicarse personalmente con nadie, si no era a través de órdenes escritas o recados enviados por medio de su asistente (siempre el mismo en los últimos diez años), más que mosqueado iba yo a su sancta sanctórum, que muy pocos conocían y del que él apenas salía si no era por causa de fuerza realmente mayor (la última vez lo hizo para recibir a nuestro bien amado primer camarada Enver Hoxa, hace de eso ya casi tres años). No me hizo esperar ni un minuto, lo que aumentó mi desasosiego. Me miró con lo que parecía una chispa de vida muy al fondo de sus ojillos y con un rictus en sus finísimos labios que parecían insinuar el esbozo de una sonrisilla. Eso hizo que se me erizasen los pelos de mi cabeza (podría decir de mi nuca para mayor precisión, ya que esa es la zona donde se concentran el noventa por ciento de los escasos supervivientes del otrora abundante ejército capilar).

Resumiré sus órdenes. El domingo por la mañana debería tomar el tren que me llevaría desde la capital hasta una ciudad del suroeste, cabecera de distrito. Allí transbordaría al autobús de línea que me llevaría al pueblo de mi destino, donde, en el plazo del pasado mes habían tenido lugar, según la información de la policía local, nada menos que dos asesinatos, los de una tal Esperanza y el de un tal Fidel. No debería ir en coche oficial, ya que el pueblo era una localidad de montaña, de caminos poco menos que intransitables y que, una vez allí, las autoridades locales pondrían a mi disposición, si lo hubiera menester, los medios de locomoción necesarios. Que me proveyese de los bártulos habituales y vestimenta adecuada para una semana en la zona, que fue el plazo máximo que me dio para resolver los casos o, de no ser así, volver para presentar mi informe de lo acaecido, recibir la reprimenda correspondiente y una posible patada en el culo.

Todo ello me fue comunicado con una calma y buenos modos que no hicieron más que acrecentar mi nerviosismo y malas sensaciones. Para despedirme me pidió que le trasmitiese sus saludos al hermano Valeriano, monje de un monasterio en aquella aldea remota (a pesar de ser el ateísmo la religión oficial del estado, todavía quedaban unos pocos monjes ortodoxos, a los que se les permite vivir en lugares remotos siempre que no realizasen proselitismo de sus aberrantes creencias y rituales). Por lo que puede medio entender el tal Valeriano era familia lejana suya o de su mujer, tan nervioso estaba ante tamaña revelación (lo del monje y, sobre todo, lo de que él era casado) que a esas alturas no alcancé bien a entender la relación, tipo y grado de parentesco. Después, hecho insólito, se levantó, bordeó su mesa y me dio dos palmadas en el hombro, mientras decía que vería lo bien que me sentaban por unos días los aires de aquellas sierras.

En estado de semiinconsciencia llegué a mi casa. Me senté y traté de encontrar una explicación plausible a la increíble experiencia vivida con el coronel. Por otro lado, me mosqueaba que no me hubiese dado documento alguno ni información adicional sobre los asesinatos, amén de habérmelos encomendado a mí, que no era, ni de lejos, del grupo de los más despiertos y, más raro aún, que el caso lo llevase un policía estatal de la capital, y no los carabineros que eran los que solían ocuparse de este tipo de sucesos en las zonas rurales. Con estas cuitas y la ayuda de parte de la botella de coñac se me fueron la tarde y la noche del viernes; por supuesto ni pescado, ni lectura, ni nada: todos los planes escaparon por el desagüe.

El sábado me levanté a las once, fresco como una lechuga mustia y triste como una acelga hervida. Sólo con un ligero malestar, que se manifestaba en forma de clavo atravesando mi cabeza, justo desde la parte interna de los ojos hasta la base del cráneo (cosa, creo yo, del trasiego descontrolado de alcohol). Duchado, afeitado y en traje de faena (pijama) seleccioné las prendas que habían de acompañarme en la excursión: unas mudas, unas camisas, un par de pantalones, chaqueta y un chaquetón de abrigo algo fuerte, en previsión de los fríos que por aquellos lares todavía podían imperar; aunque ya estábamos en primavera, nadie nos podía librar de que en aquellas zonas montañosas pudiese refrescar y mucho. Unas buenas botas, así como los útiles de aseo, las zapatillas y un pijama de felpa terminaron de rellenar el apartado efectos personales. Un par de libros, dos blocks para notas, lápices y, por supuesto, mi reglamentaria pistola Tokarev 7,62 y varios cargadores completaban todo lo que tenía pensado transportar.

Pasó el sábado, llegó (como por otra parte es normal) el domingo, día del inicio de mi viaje. El tren salía a media mañana, así que no tuve que madrugar. Bien dormido (por fin), recién duchado, afeitado y con ropa cómoda me dispuse a empezar la extraña misión que se me había encomendado. El día era gris, caía una ligera llovizna y todo parecía sucio y triste. Llegué a la estación y con la puntualidad que caracteriza nuestros ferrocarriles, el que me había de transportar salió con solamente hora y media de retraso.

Me habían reservado plaza en los cómodos departamentos que suelen ocupar los policías, clase de tropa y funcionarios de medio pelo, es decir, pequeños cubículos situados justo encima de los ejes del coche, aunque, afortunadamente, los bien curtidos asientos de dura madera, brillantes de tanto roce y golpeteo de mil y un pantalones de bastas telas, servían para que el traqueteo se propagase, apenas sin rebaja alguna, hasta el mismo cerebro, lo que permitía que el posible sopor del viaje, ayudado por la intoxicación provocada por el humo de la combustión de carbón y madera en la máquina tractora, especialmente notable en los túneles, no apareciese ni por asomo. Como viajaba solo en aquella especie de cochiquera reservada a personajes de mi nivel, podía levantarme, casi pasear y asomarme a la ventanilla en los momentos en que el humo me lo permitía.

No fue un viaje largo en kilómetros, aunque sí en tiempo. Siete largas horas, con paradas más o menos largas (nunca de más de media hora) en algunas estaciones intermedias para cruzarse con algún convoy en sentido contrario, amén de otras cortas, de apenas unos minutos, en lugares insospechados, desiertos, lejos de cualquier construcción, de lo que colegí que bien el maquinista o su ayudante fogonero estarían apretados por necesidades fisiológicas fuera de control más frecuentes de lo normal. Menos mal que me había pertrechado de unos bocadillos de chorizo, unas manzanas y una botella de vino, con lo que puede proveerme sustento y no llegar desfallecido a destino.

Caía la tarde cuando, por fin, nuestro tren entró en la estación de la ciudad capital de aquel distrito. Me informó un amable camarada factor (después de mostrarle mi placa y amenazarlo con un par de patadas en sus partes) de la localización de la estación de autobuses, en la que debería coger el que me llevaría a mi destino final. Con ganas ya de llegar, hacia allí me dirigí a buen paso, con la esperanza de que aún quedase alguno que me acercase hasta el pueblo. Infeliz de mí. Un barrendero que hurgaba en las papeleras de la estación, único ser vivo en aquellos contornos, me dijo, tras el soborno de un cigarrillo, que hasta el día siguiente no había ninguna salida prevista para lugar alguno, que no tenía ni idea de los horarios de la que a mí me interesaba y que lo mejor que hacía era madrugar y estarme por allí de vuelta a las diez de la mañana, hora a la cual la estación empezaba a cumplir las funciones para las que había sido creada.

Nos fumamos el cigarrillo y con otro conseguí información sobre una fonda o posada en la que pudiese pasar la noche y tomar algo para cenar. Quiso el azar que el barrendero tuviese un primo suyo que alquilaba, a precios módicos, cuartos para dormir y que también el citado primo me podía aviar un par de huevos fritos y un café con que dar satisfacción a mi estómago. Allí me acompañó y me presentó a su familiar. La habitación, si así pudiera llamársela, era poco más que una celda de 3 metros cuadrados, dos por uno y medio; en la pared larga se encajaba una cama de 85 centímetros de ancho, con colchón de lana endurecido por los miles de noches que había sido aplastado a lo largo de años de uso; una mesita a la cabecera de la cama y una silla a sus pies completaban el mobiliario, no, se me olvidaba, una percha con tres colgadores firmemente sujeta al lado interior de la puerta hacía las veces de armario para ropajes más largos. Una bombilla de 25 vatios iluminaba mal que bien el cuartucho.

El posadero, un tipo simpático y campechano, características que eran perfectamente adecuadas a su aspecto físico (algo así como un saco de patatas con dos jamones por piernas, otros dos por brazos, una cabeza unida al tronco sin solución de continuidad entre ambos y una sonrisa perenne en su rubicundo rostro) me frio un par de huevos con unas hermosas lonchas de tocino entreverado, me arrimó un trozo de pan y puso entre ambos dos vasos y una botella de un vino peleón de la que dimos cumplida cuenta mientras yo cenaba. Otra más cayó en la sobremesa mientras él, con la misma sutileza que un jabalí hozando en un patatal, me interrogaba sobre mi modus vivendi y el motivo de mi viaje, siempre, eso sí, armado con la sonrisa que iluminaba su cara de luna llena. Creo recordar que a todo ello contesté con evasivas varias y verdades a medias. Dado que parecía tener prisa y ante la amenaza de una tercera botella de aquel bebedizo, alegué cansancio por el viaje y me retiré a mi habitación, perdón, celda.

Descansar la verdad es que no descansé; dormir, lo que se dice dormir, tampoco. Después de leer un poco, apagué la luz; apenas me había quedado trasvolado, cuando un ruidillo como de carreritas de animalillos de pequeñas patitas me despejó. Encendí la ténebre luz y vi correr por el suelo unos bichos de un azul-verdoso brillante que al punto identifiqué como cucarachas. Odio, mezclado con un profundo asco, es lo que siento por tan asquerosos animalejos. Soy consciente de que su presencia está ligada al habitual uso en los hogares del carbón como combustible y que en casas en las que, sin ser extremada, se practica una limpieza normal, puede aparecer tan desagradable visita, pero no las puedo soportar. Cogí un zapato y desde la cama me dediqué durante un buen rato a aplastar todas las que se ponían a mí alcance. Bien sea por la matanza sufrida en sus filas o cualquier otro motivo para mi incomprensible, desaparecieron tal como habían llegado. Para mi desgracia en varios momentos a lo largo de aquella larguísima noche, volvían los ruiditos, el paso de la oscuridad a la semipenunbra y la cacería. Estos episodios hicieron que agradeciese la llegada del día, para levantarme apenas amanecido, hacer mis abluciones, despedirme del posadero y dirigirme, bien que demasiado temprano, hacia la estación de autobuses.

En poco se había equivocado el barrendero que me dijo que el horario de apertura eran las 10 de la mañana. Solo pasaban 25 minutos de esa hora cuando una seca señora levantó la ventanilla de los billetes. Estaba yo ya por entonces sorprendido al ver que allí llegaban autobuses y otros vehículos de los que salían pasajeros, se subían otros y partían con un horario, digamos que curioso: a las 10 y 3 minutos, a las 10 y 8 minutos, 10 y 17 minutos. No sé, horarios que no me parecían nada regulares. Era el primero (y único) situado delante de la ventanilla. Inquirí por el horario y dársena de partida del autobús que habría de llevarme a mi destino. Primero me miró con curiosidad. Me dijo que el vehículo (así lo llamó) saldría a las 11 de la dársena 7. Que fuese puntual, incluso que fuese ya al lugar de partida porque, en ocasiones, el conductor tenía prisa y se iba antes. Decir que quedé sorprendido por esta última información es quedarse corto ¿cómo es posible que el conductor de una línea regular salgo cuando le dé la gana? Después de lo que el futuro me deparó por aquellos parajes, eso me parecería hasta normal.

Solo por curiosidad le pregunté a la dispensadora de billetes cómo era posible que llegasen y partiesen viajeros sin pasar por taquilla. Esta vez me miró como si fuera de otro planeta. Más bien como si fuera imbécil. A pesar de ello y con una sonrisa en su seca cara me dijo que había varias posibilidades. Los viajeros madrugadores ya tenían previsto su viaje, por lo que sacaban el billete con antelación; otra opción era que pagaban en efectivo un precio, acordado en el momento de subir a bordo, al conductor, precio que dependía, como es razonable, del grado de ocupación del autobús; en estos casos el dinero recaudado llegaba, generalmente en parte, tarde o temprano hasta la administración de la estación; la tercera de las opciones era que los viajeros eran familiares, amigos o deudos de los conductores (esta es una ciudad pequeña), que no ponían ningún reparo, siempre que hubiera disponibilidad de asientos, en trasladarlos a donde fuera que se dirigiese el vehículo; en este último caso no solía darse contraprestación económica, sino invitaciones y convites. Tras todo ello, me apremió a que buscase el lugar de salida de mi transporte no fuese que me quedase en tierra, ya que no saldría otro hasta el día siguiente, tal era la periodicidad de la línea.

Di rápidamente con el hangar de salida y, sí, allí estaba ya el vehículo que hacía de transportarme a mi destino. Nunca había visto uno igual. Parecido sí, pero no igual. Era un vehículo de marca Skoda, eso sí era perfectamente reconocible, más que nada por el logotipo que llevaba en el frontal. Originalmente quizás hubiera sido un pequeño autobús de veinte o veinticinco plazas, pero había sido transformado, digamos que muy imaginativamente. Trataré de describirlo someramente. Las últimas cinco filas de asientos habían desaparecido, al igual que el techo que las cubría, así como las ventanillas laterales correspondientes; el cierre trasero del autobús original se situaba ahora justo detrás de lo que antes era la tercera fila de asientos y que ahora constituía la última del nuevo vehículo que, de esta manera, disponía de diez plazas para pasajeros y una caja trasera, al aire libre, para transportar, tal como pude comprobar fehacientemente e in situ, cualquier tipo de bulto, desde colchones, aperos de labranza, una jaula con gallinas y una serie de sacos y garrafas de contenido ignoto.

Un tipo joven estaba recostado en el lateral de tan singular vehículo, en animada conversación con una mujer, también joven, ninguno de ellos de no mucho más de treinta años. La moza tenía uno de esos tipos poderosos, con curvas, pelín entrada en carnes para mi gusto, senos turgentes y fuertes caderas apoyadas sobre dos robustos pilares; todo ello unido a un pelo rubio recogió en un pañuelo multicolor que enmarcaba una cara rubicunda, colorada por la exposición frecuente a los avatares de la intemperie, me sirvieron para deducir que, posiblemente, incluso muy probablemente, la moza fuese del pueblo al que yo iba.

 Me dirigía a la pareja y les pregunté si aquel era el transporte para el pueblo; después de mirarme de arriba abajo dos veces, se miraron entre ellos y que contestaron con un lacónico sí. Después de radiografiarme otra vez, el tipo me dijo que él era el conductor y la mujer una pasajera, me requirió el billete y me dijo que pasase y me sentase donde me pareciera bien, ya que, además de la moza allí presente, yo, por lo que él sabía, sería el único pasajero. Volvió a hacerme un repaso visual general, parándose un poco más en mis zapatos, unos mocasines negros de gastada piel, muy adecuados a las necesidades de mis muy usados pies, fatigados de mil y una caminatas a lo largo de tantos años de profesión; sacudió un poco la cabeza y nos mandó subir.

La mujer se sentó delante, cerca del conductor, mientras que yo me acomodé en un asiento doble de la segunda fila. Iñaki, que tal que así se llamaba el conductor, nos pidió que no fumásemos durante el viaje, ya que entre los muchos bultos que llevaba, había diversos productos químicos, farmacéuticos, pinturas, queroseno y algún otro con componentes inflamables, así que, como él dijo, casi mejor no tentar al diablo con una chispa juguetona. No diré que yo iba espantado (en peores plazas había toreado) pero de eso hacía ya tanto tiempo que ya no recordaba este tipo de situaciones, más bien pensaba que se había alcanzado un cierto grado de progreso, al menos en lo que al transporte de mercancías peligrosas se trataba. Era evidente que estaba equivocado.

Arrancó y arrancamos y mientras circulábamos (¡sin que ningún policía de tráfico le dedicase una segunda mirada al vehículo!) de aquella guisa por la carretera provincial general, todo fue bien, hasta pude descabezar un sueñecito; el viaje era tranquilo, aquella máquina no desarrollaba una velocidad excesiva y, si no fuera por el parloteo constante de conductor y pasajera, hasta podría haberme dormido más profundamente. Al cabo de poco más de dos horas se acabó la paz. Abandonamos la carretera principal para tomar un ramal que se encabritaba hacia los montes que se veían a no demasiada distancia. Ahí empezó el nuevo-viejo mundo. La carretera, si podía llamársela así (yo diría camino con pretensiones) no tenía baches, no: ella misma era un bache en el que, de vez en cuando, asomaban retazos de un pasado asfaltado. La velocidad bajó a nivel de un discreto movimiento de traslación ascendente en general a la par que oscilante, que llevaba, en un enloquecido slalon, al vehículo de izquierda a derecha, de un arcén (que no había) a otro (que tampoco), de una cuneta, al principio vecina de una pronunciada ladera, devenida después en precipicio, a la otra, talud irregular, armado de afilados colmillos pétreos que amenazaban con hincarle el diente; botes inesperados amenizaban la marcha, ya que, cada poco, alguna de las cuatro ruedas caía en las profundas simas que, cual toperas gigantes, adornaban la vía. Bastante hacía yo con sujetarme y no caerme del asiento, mientras veía cómo la pareja de inconscientes que iban delante seguían con su animada cháchara.

Ni que decir tiene que en todo aquel tramo apenas nos cruzamos (o nos adelantaron, aún no sé cómo) con unos cuantos viajeros, unos pocos en motocicletas todoterreno y, los más, caballeros a lomos de mulos o asnos e incluso uno a caballo. Menos de quince kilómetros de dura y peligrosa ascensión que tardamos en recorrer algo más de hora y media, durante la cual, en los breves momentos que me dejaban libre mis esfuerzos por mantenerme, con una cierta dignidad, sobre el asiento, pude disfrutar de un paisaje rocoso, de monte bajo, salpicado de árboles e islotes de roca pelada y, más arriba, amplias zonas llenas de brezos, jaras, gramíneas salvajes y unos cuantos riachuelos que escapaban presurosos monte abajo de las montañas que se elevaban por encima.

Así que bien batido y agitado, como un martini obra de un barman enloquecido, un poco después de las dos llegamos a la plaza del pueblo. Un breve paréntesis antes de volver a meterme en harina. Tal como pude comprobar en el poco tiempo que allí estuve, el pueblo está situado en la zona alta de aquella especie de páramo montañoso, sobre una meseta semillana, rodeada parcialmente por toda una serie de depresiones y jorobas. Está formado por un montón de edificaciones variopintas, que podríamos clasificar en casas, casuchas y casonas, además de graneros, cuadras y tejabanas, todo ello irregularmente repartido, con corrales cerrados semicubiertos, por lo que no hay una red de calles propiamente dicha, sino un intrincado dédalo de callejuelas, pasos estrechos y zonas abiertas más anchas, que permiten el tránsito de personas y bestias además de, ocasionalmente, algún vehículo pequeño; tal parece ser que el ancho estándar de las vías más pequeñas sea el suficiente para que paseasen los remolques a tracción animal que por allí se movían. Ni que decir tiene que todas las calles están pavimentadas con tierra y piedras multiformes de mil tamaños diferentes, excepción hecha de la plaza, una zona de forma irregular, próxima a un heptágono histérico, de lados y ángulos inverosímilmente diferentes, pero enlosada con distintos tipos de piedras de diferentes tamaños, solo levemente rugosas y bastante bien rejuntadas.

Allí finalizó, con su suspiro del motor unido al mío, su recorrido nuestro transporte, justo delante de un portalón con un letrero en el que podía leerse, bien grabado, “Casa Flora” y que, según me fui enterando, hacía las veces de bar, tienda y fonda del pueblo, además de ser la parada del coche de línea, almacén de recogida y envío de toda suerte de paquetería, incluido el correo postal. Quiso la suerte, mala en este caso, que la mujer con la que había compartido el viaje, bien por echarme una última mirada (ciertamente lo fue) bien por puro despiste, se pusiese a cruzar la plaza en el momento en el que un utilitario skoda amarillo apareciese a buena velocidad, haciendo sonar el claxon ininterrumpidamente y se la llevase por delante, levantándola varios metros del suelo, sobre el que volvió a caer (cosas de la gravedad) con tal mala fortuna que aterrizó sobre su cabeza, abriéndosela como un melón, lo que provocó, inevitablemente, su muerte instantánea.

El chófer del autobús, un paisano que estaba a la puerta de casa Flora y yo corrimos hacia la mujer por la que ya no pudimos hacer nada; mientras tanto, el desaprensivo conductor desaparecía con su concierto de bocinazos por el otro extremo de la plaza, sin hacer el más mínimo intento de detenerse. A pesar de saber que nada se podía hacer ya por la pobre mujer que allí yacía tendida, le dije al vecino que avisase al médico, a la policía y al juez para el levantamiento del cadáver.

El vecino, que dijo llamarse Felipe, me dijo que lo del juez era imposible, no porque no tuviesen, que sí, que allí tenían a don Justo, comisario político y juez de paz de toda la vida, pero que siendo hoy todavía lunes por la mañana no se le podía molestar. Alegué que era un tema muy grave, pero él insistió en que no, que don Justo, una vez cerraba su despacho el viernes a mediodía, se iba a tomar el vermut, con lo que, no habituado como estaba a no beber en toda la semana, pillaba enseguida tremenda borrachera, borrachera que él mantenía a un nivel más o menos constante durante todo el resto del viernes, sábado y domingo, día en que, a las 12 en punto de la noche, dejaba de beber y se acostaba, por lo que no volvía a ser persona hasta bien entrada la tarde/noche del lunes.

Ante tan peregrinas razones le pedí entonces que avisase al médico para certificar la defunción.

-       Imposible de todo punto, me contestó.

-       ¡No me diga que el médico también se emborracha el fin de semana!

-       No hombre no, quite usted allá, si el camarada médico Juan es casi abstemio, a él, sacándolo de su copita de orujo en el desayuno, la botellita de vino en la comida y en la cena y unas cervecitas para la partida de la tarde en el bar, no bebe nada.

-       ¿Entonces?

-       Lo que pasa es que el fin de semana no está, se va a la ciudad todos los viernes a mediodía a ver a su familia, ¿sabe? Cuando lo destinaron aquí (dicen por alguna purga política, vaya usted a saber) vino con su mujer y los niños, pero al cabo de una semana la señora se marchó con ellos, diciendo que éste no era lugar para criar otra cosa que no fuesen animales, ya ve usted, que no llegó a aclimatarse, vaya, así que el camarada médico Juan no llegará hasta esta noche.

-       Bien está eso, pero ¿Qué ocurre si hay algún accidente, algo imprevisto, un parto?

-       Ya nos tienen dicho el juez y el alcalde que nada de tonterías de esas los fines de semana, pero, claro, para las cosas totalmente inesperadas tenemos al Alfonso, el boticario, aunque boticario, lo que se dice boticario no es, pero como lleva casi cuarenta años de mancebo, se las sabe todas en cuestión de brebajes y potingues para cualquier mal. Además, el que siempre está aquí es el camarada veterinario Ignacio (Nacho para el común de los vecinos); ya me dirá usted, con más de cuatro mil ovejas y cabras y, entre vacas, asnos, caballos, mulas, cerdos y aves de corral que no suman menos de otras dos mil cabezas, el hombre no tiene un día de descanso, pero no es la primera vez que le toca arreglar algún brazo o pierna rota y hasta operó una vez al Matías del apéndice, que le dejó una costura bien apañada.

-       Bueno, bueno, al menos vaya usted a buscar a la policía.

-       No hará falta tal, aquí estoy yo para servirle, cabo Felipe, gendarme municipal, que había venido yo a recibirle, que ya nos avisaron de la capital de su llegada.

Oída tal cosa, reparé entonces en el que yo había tomado, a primera vista, por un lugareño civil. Faltaban algunas pistas importantes para que yo me hubiese dado cuenta de su condición. En primer lugar su uniforme era ninguno; una muy usada zamarra forrada de piel de oveja se sobreponía sobre un grueso jersey multicolor (aunque predominaban negro y blanco, podían encontrarse toda una gama de colores, dispersos sobre el apretado nudo del tejido de manera anárquica, resultado, creo yo, de sucesivas manchas multigénicas); sujetos con un recio cinturón de piel, bajaban unos pantalones gruesos, de un color indefinido entre gris y azul que, posiblemente, en su origen formasen parte de la vestimenta del ejército. Recias botas militares remataban por el sur al individuo. Esas sí eran, con toda seguridad, parte de un uniforme, ya que a nadie fuera de la institución militar podría ocurrírsele un diseño capaz de producir tamaño aditamento. El tipo lucía una frondosa barba negra debajo de una mata de pelo del mismo color, largo y encrespado, que sobresalía por delante, a los lados y por detrás, de un gorro de lana marrón con visera y orejeras. En cuanto a su edad, indefinida es la palabra que mejor la describe; entre veinticinco y cincuenta años; sus ojos risueños señalaban los veinticinco, mientras que el porte, grande y desgarbado, la piel curtida y las manos grandes como palas, con dedos gruesos como morcillas, apuntaban a los cincuenta. Corpulento lo era en toda la extensión de la palabra: alto, no menos de 1,90 metros, ancho todo él, formato abarrilado, con dos troncos por piernas y otros dos por brazos; así, en canal, le calculé no menos de 130 kilos de huesos y puro músculo, un verdadero mastodonte. Treinta y dos años me dijo más adelante cuando nos conocimos mejor. Mal podía barruntar yo que aquel espécimen era “colega” y miembro de la policía local.

-       Encantado, le dije, pero supongo yo que necesitará algo de ayuda para el levantamiento del cadáver, además de realizar las averiguaciones oportunas para identificar al vehículo causante del atropello y a su conductor.

-       Ya, eso sí, me contestó. Para el levantamiento me basto yo solo y para llevárselo de aquí avisaré a Venancio el blanco, que traiga su carro y las mulas para llevar a Rosita hasta la iglesia.

-       ¿Rosita?, ¿así se llamaba la fallecida?

-       Sí señor, Rosita, la sobrina de don Valeriano, el monje, que menudo disgusto se va a llevar cuando se entere.

-       De acuerdo, pues avise al tal Venancio y pida a algún compañero carabinero que ayude con el resto de indagaciones.

-       Seguro a que Venancio ya la habrá avisado Fernando, lo mismo que a don Valeriano. Por lo que se refiere a compañeros carabineros, pues la verdad es que no tengo ahora ninguno. Verá, hasta hace unos pocos años éramos mi padre y yo los encargados del puesto. Él era cabo y yo solo guardia. Cuando se jubiló mi padre, dijo el alcalde que a mí me ascendía a cabo y la otra plaza, total para lo que había que hacer en el pueblo, la quitaba y así, sin avisar y en siguiendo con la recepción de los emolumentos correspondientes a los dos, nos ahorrábamos un sueldo, que podíamos dedicarlo a mejoras y fiestas para el pueblo, que estaría mejor invertido y así lo disfrutábamos todos.

Sorprendido aún más, si cabe, anda yo con todas estas cosas y razones que iba escuchando. Cada vez entendía menos de cómo funcionaban las cosas en aquel remoto paraje y cada vez me parecía más extraño el tranquilo proceder del cabo Felipe, así que volví a las preguntas.

-       Bueno, dejemos entonces eso. Habrá que identificar el vehículo, ¿no?

-       No hay problema, eso ya está hecho. Era el skoda de Fernando, que es el único que circula por aquí.

-       ¿Y el conductor?

-       Pues el mismo Fernando claro, ¿quién iba a ser?

-       Entonces habrá que proceder a su detención por el atropello y darse a la fuga.

-       No hará falta tal cosa. Él vendrá por aquí seguro dentro de un momento, en cuanto logre detener el coche y aparcarlo.

-       Pero, entonces, ¿por qué se dio a la fuga?

-       No hombre, no hay tal fuga, lo que pasa es que el coche no tiene frenos va ya para tres meses, y entre el ser viejo, que no hay recambios y que el herrero no terminó de hacerle un apaño, el pobre Fernando siempre tiene que ir a parar a la cuesta del cementerio, que es donde estará ahora el coche.

A estas alturas ya no daba crédito. No sabía si tenía un mal sueño, si los traqueteos del infame viaje me había aflojado alguna conexión neuronal o aquel era, realmente, un pueblo de pirados.

En estas apareció un tipo a la carrera, treintañero, enfundado en un mono azul y con cara de susto y preocupación.

-       La maté, ¿no? -fueron sus primeras palabras-, ya decía yo que cualquier día iba a haber una desgracia, encima claro, tenía que ser la Rosita, tan inflada que no miraba nunca más que hacia arriba y así, ni me vio ni oyó los pitidos. Pena me da de don Valeriano, que ahora tendrá que ir a la capital a buscarse otra sobrina.

Del soliloquio deduje que este era el tal Fernando, feliz e irresponsable dueño y conductor del vehículo, que, a tenor de lo oído, o no las tenía todas con él, vamos que parecía faltarle un hervor, o yo seguía alucinado.

-       Cabo Felipe, supongo que detendrá usted a este individuo y lo llevará al cuartel para su custodia.

-       Pero, ¿cómo voy a detenerlo si ha sido un accidente sin más? Por lo de ir al cuartel, no se preocupe, que ya irá él sin falta cuando se serene un poco, y no hará falta que nadie lo lleve.

-       ¡Y eso?

-       Pues porque el cuartel está en los bajos de su casa. Como vive solo desde que murieron sus padres, tiene alquilado al ayuntamiento dos cuartos que le quedaron libres en su casa, allí es donde están los archivos y las dependencias del puesto de carabineros. Las armas no, que esas las tiene él guardadas en un armario de roble muy bueno y fuerte, con buena cerradura, que está en el piso de arriba, en lo que viene siendo su habitación. Además, es primo mío y hay confianza, ¿verdad Fernando?

-       Claro que sí, hombre. Ya me encargo yo de hablar con don Valeriano y pagar el entierro. Además, tendré que acompañarlo a buscar otra sobrina.

Realmente no acababa de reponerme de una sorpresa cuando caía en otra mayor. ¡El conductor ilegal y el guardia primos! ¡Las dependencias policiales en una casa particular! ¡El armero un armario en una habitación de la misma casa! Aquello parecía no tener fin, ya que ni pies ni cabeza podían encontrársele a toda aquella sarta de sinsentidos, de sinrazones y de sucedidos peregrinos que estaban ocurriendo delante de mis ojos y a una velocidad tal que mi mente era incapaz de procesar. Empecé a ser consciente de que estaba ya demasiado mayor y gastado. En otros tiempos…, en otros tiempos ni sé lo que hubiera hecho, pero seguro que a toda esta banda de mentecatos los tendría firmes y alguno esposado, amén de haber repartido alguna que otra bofetada y un par de patadas en salvas sean las partes.

- Pero bueno ¿cuántas sobrinas tiene el tal Valeriano? pregunté

- Puf ni se sabe, dijo Felipe, tiene mala suerte con ese tema o se le mueren como ésta, que ya es la segunda, o no le duran nada. Yo creo que lleva como 6 en los últimos 2 años.

  - ¿Vaya se le murió otra también atropellada?

-       No hombre qué exagerado usted, la otra murió de enfermedad; ya lo había dicho don Juan, el médico, en cuanto la vio que esa que no llegaba el invierno y eso que estábamos en mayo, pero por lo que se ve tenía un sidazo de aúpa, pillado seguramente en la capital, o de algún cliente o de compartir agujas con sus colegas. Así que nos dijo que con esa nada de coyunda, ni siquiera oral.

Ante estas razones empezaba yo a maliciarme que las “sobrinas” del monje eran mujeres de la calle que él apartaba (por decirlo de alguna forma) del pecado capitalino generalizado para convertirlas en pecadoras locales con un número de clientes restringido, ya que no selecto.

-       Por eso la cogió el cura en su casa, no, bueno, no se crea que acoger él acoge a cualquiera que le haga compañía y le cocine y le limpie un poco la casa; desde que se enfadó con Herminia la que antes estaba de sacristana, su casa es un no parar de sobrinas que entran y salen; una hasta se casó con Adolfo el herrero y, claro está, éste le prohibió que siguiese atendiendo también a don Valeriano y al resto del pueblo.

-       Pero vamos a ver ¿por qué tiene que ir entonces Fernando con el monje a buscar otra sobrina?

-        Por el qué dirán ya sabe usted, cuando conozca a don Valeriano se dará cuenta de que es un monje de los de siempre con hábito y hasta tonsura lleva todavía; 80 años cumplidos y todavía da las misas como si fuera el primer día, pero no estaría bien visto que fuese él el que entrara en esas casas donde contrata a sus sobrinas, así que va con el Fernando que como está todavía soltero aprovecha y se desahoga.

Todas estas cosas iban superando mi capacidad de asombro, si es que todavía me quedaba alguna; así que el frailecillo se traía fulanas, pero para que le cuidasen a él y, con el beneplácito del resto del pueblo, a quien lo hubiere de menester. Ya me estaba yo empezando a dar cuenta de esa especie de coña marinera que se traía el comisario cuando me encargo esta misión. El cabronazo sabía seguro cómo se las gastaban en el pueblo y la fauna que aquí me iba a encontrar. Maldito hijo de puta. Y todavía me dijo que así descansaba de los ajetreos de la ciudad y respiraba tranquilidad y aire puro.

A todas estas apareció por allí un tipo cetrino tan alto como ancho, como un armario (debía ser el tamaño medio de los habitantes del pueblo) que traía del ronzal uno de los animales, caballos o burros de gran alzada, de la pareja que iba tirando de un remolque que por los restos variopintos que lo adornaban debía de servir para transportar todo tipo de artículos: tierra, paja, ramas, estiércol y lo que fuese. En el suelo tenía arrebujados un montón de sacos variados que, una vez que paró, convirtieron entre el Fernando y Felipe una a modo de yacija donde depositaron el cuerpo de la infortunada Rosita.

Así fue cómo conocí a otro espécimen curioso del pueblo, el tal Venancio, que desarrollaba las funciones de transportista de lo que fuese, funerario, enterrador, sacristán y manazas para cualquier trabajo que surgiese.  Marchó pues el Venancio con el remolque cargado con el exánime cuerpo de Rosita y, ante mi pregunta de cuál era su destino, el cabo Felipe me lo explico con pelos y señales.

-       Pues como es lunes y no lo puede dejar en casa del médico, ni en el juzgado, esta noche lo dejara al fresco en el pajar dónde se recogen sus mulas y el carro, que allí nadie se lo ha de llevar.

            Ya nada me sorprendió; estaba más que desfallecido de hambre, ya que con todo aquel trajín ni tiempo de comer había yo tenido y ya eran más de las 3. En realidad, ni yo ni ninguno de los que en toda esta fiesta habíamos participado, así que dejé para más tarde cualquiera averiguación ni protesta y me entré en la tienda bar-hotel-restaurante-parada de autobús que esas y otras tantas finalidades tenía la casa delante de lo que todo había sucedido. De todas esas dedicaciones amén de oficina de correos, me informo el cabo Felipe que, entrando en la casa delante de mí, sin ningún recato y a buena voz, informo a los parroquianos:

-       Aquí les presento al teniente Villarejo, que nos llega de la capital para resolver lo de los muertos de la semana pasada.

            Saludáronme todos y yo a todos saludé. De detrás del mostrador salió una señora bajita, gordita, colorada de la cara y ataviada con un pañuelo en la cabeza y un mandil de cuadros negros y grises sobre unos ropajes holgados que bien podrían confundirse con un vestido normal o bata guardapolvo, ya que se cerraba por su parte delantera con una hilera de botones que discurría desde su bien dotada barbilla inferior hasta una cuarta por debajo de las rodillas; calzaba zapatillas de felpa a cuadros sobre unos calcetines poco más que tobilleros, gruesos y de colores indefinidos.  Dijo llamarse doña Luisa, así, doña Luisa, y ser la dueña de aquel tinglado, en el que, además, hacia también las funciones de cocinera.

            Me informó que, como ya estaba avisada de mi llegada, había dispuesto para mí la mejor de sus habitaciones, orientada al sur y con vistas a la montaña, que quedaba además en la parte posterior de la casa para que no me molestas el ruido de las calles y, además aún, la más calentita, al estar situada justo encima del corral dónde tenía sus gallinas, los cerdos y sus cabras.

            Se lo agradecí mucho y le pregunté si no tendría algo para comer que estaba solo con un café desde por la mañana

-       Por Dios faltaría más. Siéntese usted allí en la mesa de la esquina que ahora mismo le acerco la comida.

-       Mire empecé a decir, con un filete y una ensalada, tengo el estómago estropeado por los muchos excesos, me apaño.

-        Quite quite. dijo ella, que ya le traigo yo lo que hoy todos vamos a comer y Josémari, que es mi marido, le pone ahora una jarra de vinillo de la tierra, que ya verá qué rico.

Y sin darme tiempo a explicaciones, desapareció detrás del mostrador hacia una puerta que al fondo del local se encontraba; justo al rato apareció el llamado José María. Un tipo alto seco, enjuto, de andar cansino, mirada resignada y una media sonrisa que era lo que parecía dar algo de vida a una cara con barba de unos días.

Tras darme los buenos días de palabra y con una sacudida de cabeza, depósito delante de mí un enorme vaso de vidrio, limpio, inmaculado, y una jarra como de un litro llena a rebosar de un vino oscuro, con apariencia de denso y con una corona de espuma como si acabase de escanciarlo desde otro recipiente.

Se presentó como José María, Pepe para los amigos y sin remedio Josémari para su mujer. Me dijo que si quería asearme el baño estaba tras la puerta de al lado por donde hacía un momento había desaparecido su señora.

Eso hice. Un lavabo con único grifo de agua fría, por supuesto, y uno de esos retretes tipo plato de ducha con un agujero central y unas marcas dónde situar los pies para evacuar sin esfuerzo. Deduje rápidamente que debajo el dispositivo se situaba el pozo negro al que con seguridad vertían todas las aguas fecales de la casa. Fue fácil. Una pista me la dio el fétido hedor que de aquella cloaca surgía. La segunda el sonido que la orina hizo al caer por aquel conducto. Unos rollos de papel higiénico, que afortunadamente había en cantidad, hacían las veces para los que estaba inicialmente destinados, así como de toalla.

Volví al comedor descargado ya de la suciedad externa y de los residuos internos, bueno al comedor-bar-estafeta de correos, etcétera, donde ya estaba sentado en mi mesa Felipe; allí sobre la mesa además del vaso y la jarra con el vino se disponían ahora un par de platos, cubiertos, unas servilletas de recia tela y un pedazo de pan, aproximadamente como media hogaza.

            Felipe, al igual que yo, no había comido y se apuntó sin ningún problema a acompañarme a lo que suponía que sería mi comida de recibimiento. 

CONTINUARÁ

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