CRÓNICA DEL ASESINATO DE ESPERANZA Y FIDEL. Y 3.

 CONTINUACIÓN.

 Aquí les traigo algo para que vayan haciendo boca nos dijo doña Luisa poniendo delante de nosotros dos morcillas de arroz cortadas en trozos de unos 5 centímetros de largo y de diámetro parecido; digo dos morcillas porque había cuando menos 10 de aquellos enormes trozos.

-       Por Dios, exclamé, no creo que podamos comer todo esto 

-       Sí hombre ya verá, empujándolo con un poco del vinillo este entra solo, me dijo mientras me llenaba el vaso hasta el borde, coma usted coma usted, que tiene cara de pasar hambre en la ciudad.

La debilidad era mucha así que después de mirar a Felipe y encogerme de hombros, sin encomendarme a dioses ni a diablos ataqué un trozo de aquellas morcillas; la verdad es que olían muy bien y desprendían una grasilla oscura que teñía el plato; en la boca eran en principio suaves así que mordí con ímpetu aquel primer pedazo. Fuego. Puro fuego. Se desató un infierno en mi boca que hacía que hasta los dientes parecían querer salirse de las encías.

            Con los ojos casi fuera de las órbitas miraba a Felipe que tranquilamente masticaba su pedazo como si estuviese masticando un pedazo de mantequilla; no podía dar crédito a mí mismo.  Agarré el vaso con aquel bebedizo que llamaban vino y empuje adentro la mitad, seguido de un buen trozo de miga de pan. El fuego bucal pasó a un río de lava que bajaba por la garganta arrasándolo todo, dejándome casi sin aire, con la boca abierta hasta casi desencajar la mandíbula y los ojos llorosos, mientras por la nariz me resbalaba algo que asigné a mocos y a mi saliva queriendo escapar también de aquel infierno, huyendo presurosos de tamaño castigo.

Por un momento llegue a pensar que se estuviese licuando mi cerebro tras tamañas afrentas a las que lo había sometido a lo largo de toda la mañana, unidas ahora al repentino ataque vía bucal.  Felipe y todos los presentes me miraban ahora con un rictus entre socarrón y de lástima; más creo que de lo primero, a tenor de los codazos, disimulados eso sí, que entre todos compartían.

            Aplacado tras unos minutos de hipidos, que me sirvieron para recuperar en parte la compostura, di por finalizado el entremés, arrimé el plato a Felipe con los pedazos restantes y le di otro tiento al vino que quedaba en el vaso. Por cierto, vino, lo que se dice vino, quizá será mucho decir; aquello que allí tal llamaban era un líquido espeso, oscuro, ácido y pegajoso; posiblemente, no voy a negarlo, provenía de la uva, pero hasta ahí su similitud con lo que el común de los mortales conoce habitualmente como vino. Aquel brebaje pintaba el vaso de un color morado oscuro, agarrándose al vidrio de las paredes como si fuese pintura, no se deslizaba hacia abajo como hacen los líquidos que actúan como tales, sino que parecía reptar con desgana, como si la gravedad lo arrastrara hacia arriba, no hacia el fondo del vaso, dónde se depositaba cual derrame de petróleo sobre unas inocentes rocas de la costa.

En el primer tiento a tan curioso bebedizo, cuando trataba de apagar el fuego morcillil, no me había yo percatado de las curiosas propiedades de aquello, aquella especie de sustancia, un líquido, un sólido, aquel fluido que llamaban vino y que, estupefacto, comprobé que los lugareños bebían como si tal cosa, sin masticarlo, como yo me vi obligado hacer para poder de deglutir tamaño ataque al paladar.  Y qué decir del sabor. Ácido y amargo a la vez. Rasposo en garganta. Con aromas, no sé, con aromas algo desagradables sin llegar a ser necesariamente repelentes. Abrasivo en boca.  El color era como de moras negras oscurecidas en un día nublado de diciembre después de la puesta del sol. Temía yo que aquel brebaje tiñese todo mi aparato digestivo para siempre jamás, tal era su color, viscosidad y densidad.

Mientras tanto el cabo Felipe se había embutido todos los trozos de morcilla restantes y miraba yo, maravillado, como los parroquianos y el mismo Felipe, además de Josemari, bebían aquello cual si trasegasen el néctar más exquisito.

-       ¿Qué, no le gusta nuestro vinillo? me pregunto con una sonrisa Josemari, no se preocupe hombre, no se preocupe ya verá como le irá cogiendo el tranquillo en cuanto se beba unas cuántas jarras.

 - No haré tal cosa respondí tráigame otro cualquiera que tenga por ahí, que seguro que ha de mejorar este.

- Bueno bueno como quiera usted, pero ya se dará cuenta de que este vino no es nada cabezón y es muy alimenticio y además digestivo.

 - ¿Cómo es eso?

- Pues verá, aquí tenemos pocos días de verano, así que las uvas no pillan mucho azúcar, por ello el vino tiene poco alcohol; como tampoco llueve demasiado son muy pequeñas y de mucho pellejo, así que dan poco caldo, pero espeso; para suavizarlo y para que coja un poco del cuerpo final se echan en cada cuba dos cabras enteras, que con la fermentación se deshacen y le dan la textura final.

- ¿Cómo que dos cabras enteras, pero supongo que muertas peladas y destripadas? no sé digo yo.

-Hombre claro, claro que muertas, no vamos a ser tan brutos como para echarlas vivas. Se matan a garrote para que no se desangren, se lavan bien para quitarles bichos y las porquerías que se le hayan pegado al pellejo y a las patas y luego para dentro, que ya se encarga la fermentación de acabar con pelos, cuernos, tripas, carne y huesos.

No me extrañaron, tras está prodiga explicación, las características del brebaje. Si antes estaba convencido de no volver a catar aquello, ahora ni en peligro de muerte volvería a hacerlo.

            Apareció entonces la señora Luisa con una fuente humeante que depósito ante mí con una gran sonrisa, que al instante se trocó en preocupación al enterarse de que solo había comido uno de los trozos de la morcilla asesina.

- ¿no le gustó la morcilla? me preguntó preocupada.

- La encontré un poco fuerte para lo que yo estoy acostumbrado a comer, le dije a modo de disculpa y justificación.

- Pues le di una de las más suaves, porque aquí nos gustan picantes y ya hacemos algunas más ligeras para cuando vienen forasteros.

- Ya, gracias, bueno, es que además yo tengo el estómago delicado, fruto de los malos hábitos alimenticios a los que me obliga mi profesión, ya sabe descontrol de horarios, de sitios, la falta de una vida un poco más ordenada.

- No se preocupe, si se queda por aquí unos días ya verá como le pongo el estómago en orden.

Mientras tanto yo miraba entre ansioso y temeroso la fuente que ante mi estaba depositada. Garbanzos. Un quintal. Una montaña de garbanzos que serviría para saciar el ayuno semanal de una docena de picapedreros. No sé, un kilo, quizá dos, un montón, cubría una mitad de aquella fuente qué bien hubiera servido de bañera para un bebé de no menos de un año. En la otra mitad, sobre un lecho de algún tipo de verdura, repollo según me informé más tarde, con un espesor de no menos de 5 cm, se disponían varias viandas para acompañar el batallón garbancil. Un chorizo rojo como un infierno de no menos una cuarta de largo y 5 o 6 cm de diámetro, un trozo de tocino blanco, blanquísimo, un cubo casi perfecto de unos 10 cm de arista, una morcilla de tamaño similar al chorizo, un trozo de carne qué pesaría su buen medio kilo y un trozo como de una cuarta de largo de hebra entreverada por unas vetas de grasa amarillenta. Pensaba yo para mí que mucho comería el Felipe de aquella fuente, pues parecía más ración para cuatro o seis que para dos, cuando oigo a doña Luisa decir:

-       hala, vaya comiendo usted, que ahora traigo lo de Felipe, además ha de estar desfallecido a estas horas; tranquilo que es lo que tiene que hacer de aquí a la hora de la cena y no se preocupe por terminarlo que en la cocina hay más, aunque tampoco se me llene, no me vaya a despreciar el asado de cabrito que tengo en el horno ni un platillo de arroz con leche de cabra que es típico de aquí y que seguro que no habrá probado usted nunca nada igual.

            Boquiabierto, yo la oía estupefacto, mientras dirigía mis ojos ora a la fuente, ora a su rubicunda cara. Mientras, Felipe miraba divertido la cara, mezcla de asombro e incredulidad, que yo debía de estar componiendo en ese momento; él, a lo suyo, trasegaba vaso tras vaso de su vino y embutía tremendos trozos de pan remojados en la oscura salsa de las morcillas que aún sobrevivía en la fuente.

Ya que no había ningún utensilio para servir parte de la barcaza de cocido, con la cuchara que aún tenía sin usar procedí a pasar a mi plato una pequeña parte de los garbanzos y un poco de la verdura, corté con el cuchillo un trocito de chorizo, una pequeña tira de tocino y otra de carne, dejando de lado la morcilla asesina. En ese momento volvió doña Luisa con la fuente/barco para Felipe, similar en todo a la mía y viendo lo que yo hacía, dejó la fuente, apoyó las manos en las caderas y con los brazos en jarras me dijo, con una cierta nota de enfado en la voz:

-       pero bueno, ¿no lo va usted a comer todo?, no me extraña que esté tan escuchimizado y tenga tan mal la color.

-       Lo siento de verdad, dije entre azorado y divertido, ya le comenté que tengo el estómago delicado y ya le digo ahora que con esto que tengo en el plato y un pocillo de ese arroz con leche que me anunció tengo bastante

-       Quite, quite, que el cabrito ha de probarlo, no sea más que un brazuelo y no la pierna que le tenía preparada.

-       De verdad que no doña Luisa, no podré comer más de lo que le digo, que si no me pondré enfermo y tardaré días en recuperarme.

-       Bueno, bueno, pruebe usted esa muestra de cocido, le traeré solo un trocito del cabrito para que lo pruebe, no me va a hacer usted ese feo, y después de un poquito de arroz con leche le acercaré una botella bien fría del orujo que aquí hacemos, que ya verá usted como le ayuda a hacer bien la digestión y en un par de horas me estará usted pidiendo un tentempié para poder llegar a la hora de la cena.

A estas alturas ya estaba yo casi curado de espantos, así que, con la callada por respuesta, me puse a comer tranquilamente lo que me había servido en el plato. Mientras tanto Felipe iba trasegando de la fuente a la boca y de ésta al buche enormes porciones de todo lo que en aquella había, con ritmo constante, sin prisa, pero sin pausa, solo las paradas obligatorias que servían para remojar lo sólido con frecuentes tientos al vaso de vino que vaciaba cada vez que lo acercaba a la boca y volvía a rellenar casi sin solución de continuidad, de forma que, una vez embutida media fuente de cocido, había finiquitado su jarra y viendo que yo apenas había tocado la mía, no corto ni perezoso empezó a libar de ella.

Viendo a aquel prodigio de la naturaleza comer como comía, no podía yo por menos que pensar en una de mis lecturas juveniles sobre los prodigios alimenticios de Gargantua y Pantagruel que François Rabelais había urdido y diome por especular si él no habría pasado alguna vez una temporada en este pueblo o en otro de similares costumbres, ya que una cosa es leerlo, como yo lo había hecho en su día admirando la imaginación del escritor, y otra ver con tus propios ojos el prodigio y comprobar que la realidad puede llegar a dejar a la ficción como algo poco imaginativo.

Aunque soy relativamente corpulento (ya da cuenta de mi aspecto al principio de este relato) no podía en modo alguno pensar que ese podría ser el motivo por el que doña Luisa creía que podría llegar a tragar como los lugareños, sobre todo después de haberme dicho que me veía “escuálido y de mala color”, aunque, claro está que ese puedo ser el curso de su razonamiento: alimentarme a conciencia para que yo pudiera recobrar una supuesta pasada lozanía.

Apenas terminado el plato de cocido, como si me hubiera estado vigilando, volvió la susodicha con un sensato platillo en el que descansaba un razonable trozo de dorado cabrito, acompañado de un parlamento, con tono zumbón

- Tenga usted, aquí le traigo el trocito como el que damos a los niños recién destetados y antes de que les salgan los dientes, un poco del cuello del animal, que ya se dará cuenta de lo jugoso y tierno que es. Cómamelo y, si se atreve, le traeré un trocito de costillar, que las chuletillas también son muy tiernas.

- Muchas gracias, pero con esto seguro que ya será suficiente. Ah, por favor, del arroz con leche sólo una cucharadita para probarlo, de verdad, gracias.

Me miró con pena, se dio media vuelta y allí me dejó con aquel, debo confesarlo, apetitoso pedazo de cabrito. Debo aclarar que el llamado por ella “trocito” era de un tamaño similar al de un conejo mediano por lo que, a tenor de esto, el llamado cabrito debería haber sido un animal de buen porte, no menor a un perro grande, tipo mastín, o a un burro pequeño, ya que aquel cuello no pesaría menos de un kilo. He de reconocer que el aspecto era muy atractivo, de un jugoso y crujiente color ocre dorado, semisumergido en una ligera salsilla, oscura pero liviana. Exquisito es la palabra que mejor define aquel asado. Tierno, jugoso, sabroso. Realmente la cocinera sabía muy bien lo que se traía entre manos, así que so pena de reventar, terminé por comer por entero el mencionado trocito.

Volvió doña Luisa y sonrió satisfecha al ver que había dado buena cuenta del cabrito

-       Ve, ya se lo decía yo que con esa muestra sí podría.

-       Si señora, reconozco que tenía usted razón, aunque mucho me temo que estoy a punto de reventar.

-       Quía, ya verá que con un par de vasitos de nuestro orujo seguro que de aquí a un par de horas estará usted pidiéndome algo de merendar.

-       No lo creo, pero, por favor, vengan acá un café y un poco de ese licor que usted me ofrece.

-       Faltaría más, ahora mismo se lo traigo con una muestra de arroz con leche, sólo un poquito para que lo pruebe.

Asentí resignado, esperando que la prometida muestra fuese eso, una muestra. Reapareció con una bandeja en la que estaba dispuesto lo prometido y, por una vez, todo era tal como antes habíamos hablado: un platillo con un montoncito de arroz con leche, un tazón de café y una botella de orujo con su correspondiente vaso.

Si el cuello de cabrito estaba bueno, el arroz era sublime; pura crema con el punto justo de azúcar. Bebí el café (bueno café es una manera de llamarlo, ya que, como en el resto del país, los comunes mortales llamábamos así a un brebaje oscuro, amargo y más o menos denso obtenido a partir de achicoria tostada, algún otro cereal también tostado y, en ocasiones, trazas de café) y me atreví a servirme una copita de su orujo; dejando de lado su graduación alcohólica (que no sería menor de 50º) tenía un rico sabor afrutado que, a pesar de dejarte boca y garganta anestesiadas, el regusto final era agradable y, sin lugar a dudas, constituiría una apreciable ayuda para facilitar la digestión de los sólidos ingeridos. Un par de copitas más tarde caía víctima de un soporcillo y flojera de extremidades que provocaron unos enérgicos descuelgues de cabeza hacia la superficie de la mesa.

Visto con perspectiva, no me extraña: después del poco dormir de la noche anterior, del tratamiento sufrido en las horas del viaje en la implacable batidora que me llevó a aquel remoto lugarejo, los sucesos ocurridos apenas apeado y la contundente ingesta de sólidos y líquidos que constituyeron la comida, no había cuerpo que no cayese en el estado de semiinconsciencia al que llegué.

Entre alarmados y divertidos (creo que más de esto último) por mi indisposición, la dueña y los parroquianos me sugirieron que me fuese a mi habitación a descabezar un sueñecito. Mi cuarto estaba ya dispuesto y que no dudase en ocuparlo. Eso hice. Sin más requerimientos subí a la planta superior mis bártulos y, sin ni siquiera quitarme los zapatos, me dejé caer sobre la cama, dejándome abrazar por un muy mullido colchón de lana.

Cuando desperté al cabo de un par de horas ya era noche cerrada; miré el reloj y descubrí, no sin cierto asombro, que apenas eran las seis de la tarde; me acerqué a la ventana y una oscuridad, apenas salpicada por mortecinas luces dispersas aquí y allá, rodeaba la casa. El pueblo no tenía (como es lógico) iluminación pública alguna y sólo la tenue luz que se filtraba por alguna de las ventanas de las casas permitía medio adivinar por donde discurrían las callejuelas del lugar.

A la vista de esto y todavía con una pesadez de estómago similar a la que supongo que debe experimentar una boa después de tragarse un ternero, me lavé un poco la cara, me fumé un par de cigarrillos y deshice la maleta, colocando mis pocos enseres en el armario que para tal fin disponía en la habitación. Pensé que no me vendría mal darme un paseo por el pueblo, aunque decidí que, a no ser que me acompañase el cabo Felipe, sería una temeridad por mi parte, ya que ni conocía la zona, ni sabía que bestias, de dos o cuatro patas, podría encontrarme en mi deambular si me arriesgaba a abandonar el, al menos tranquilo, entorno en que me hallaba.

No tenía ganas de leer nada ni, mucho menos, volver a meterme en las profundidades ovejeras de la cama, así que, sin pensármelo mucho, me decidí por bajar al bar-restaurante-local para todo por ver si podía pegar la hebra con alguno de los parroquianos que allí estuviese y así podría ir enterándome algo más de los problemas que por allí había, por los asesinatos y quizás de alguna habladuría jugosa sobre esos sucesos criminales que hasta aquellos lugares me habían llevado.

Bajé, miré y me quedé, no diré que sorprendido, pero casi. Además de las personas que estaban cuando me retiré (mejor me retiraron) a mis aposentos, incluido el cabo Felipe, estaba su primo Fernando (el conductor asesino) y un tipo vestido con una especie de hábito con más brillos que un camión de espejos y que, seguramente, en su día debió de ser sotana, aunque ahora, entre zurcidos y remiendos multicolores, más parecía disfraz de arlequín que uniforme eclesiástico. Columbré que debía de tratarse de don Valeriano, el pope, familiar de mi nunca suficientemente maldecido jefe; ayudaba a esta deducción que luciese una bien poblada y luenga barba, una raída escufia negra (ya sabéis ese curioso gorro que se ponían cuando no habían sido declarados enemigos del pueblo por nuestro bien amado líder Hoxa) y un crucifijo plateado de grandes dimensiones colgado del cuello por recias cuerdas; estaba el hombre cabizbajo y cariacontecido, supongo por ser sabedor de la pérdida de otra de sus sobrinas. Su edad, indefinida, entre 60 y 80 años, flaco, arrugado y renegrido, con más canas que pelos castaños entreverando sus barbas y las tristes guedejas que, rebasando la corona del sombrerete, le colgaban lacias hasta los hombros.

Con él estaban sentados, alrededor de una de las mesas, además de los citados, Josemari y otros cuatro individuos a los que poco después me presentaron como don Prudencio, menestral de aquel villorrio, don Justo, juez de paz y comisario político de lunes a viernes, don Juan, médico, también de lunes a viernes, y don Roberto, veterinario a tiempo completo para todo tipo de animales; cumplidas las presentaciones y mis condolencias de rigor a don Valeriano, me uní a la tertulia y, sin apenas darme tiempo a sentarme, ya tenía delante de mí un vaso bien cumplido de orujo, que me recomendaron muy vivamente tomar para terminar de digerir lo ingerido y recuperar el nivel de alcohol en sangre, imprescindible, según ellos, para poder mantener una conversación lúcida.

El tema de conversación era el de la desgraciada muerta y de cuando sería posible reponerla mediante el procedente viaje al burdel de la ciudad próxima. Fernando alegaba que no estaba su coche para arriesgarse a tamaña hazaña, dado que aún seguía sin frenos. Se consideró realizar la descubierta en el tractor de Joaquín el negro, enganchándole detrás un remolque para traer en él a la afortunada y sus enseres, pero se desechó la idea por la imagen que pudiera darse. Sólo había otra opción. El único vehículo algo digno era el coche del médico, aunque éste no estaba muy por la labor de dejarlo, pues de sobras sabía el poco sentido de Fernando en temas de conducción y él en modo alguno podía abandonar el pueblo entre semana, no fuera a darse el caso de enfermedad grave con resultado de muerte en su ausencia, motivo por el cual podría ser arrestado y arrojado a algún lúgubre calabozo para el resto de sus días.

Después de mucho tira y afloja, tras las promesas de prudencia del conductor, las promesas de reparación de posibles desperfectos y, por último, la decisión inapelable de don Justo, quedaron que, al día siguiente a primera hora, tras la amanecida, Fernando y don Valeriano emprenderían ruta y, sin falta, regresarían antes de la puesta del sol con una nueva pupila, para residenciarla en la casa sacerdotal y de uso compartido.

Acordado esto, quise yo saber algo sobre la encomienda que allí me había llevado. Lo primero que me dijo don Justo es que no entendía a qué había venido, puesto que los casos estaban claros, se habían resulto con prontitud y no había nada que investigar. Reprendió suavemente a don Valeriano por irle con esas cuitas a su familiar (mi temido jefe) y me insistió que, si no hubiese sido por la casualidad de que las dos muertes habían sucedido en un intervalo de unas pocas horas, nadie le hubiese dado la más mínima importancia, ni en el pueblo ni fuera de él.

Comencé entonces a columbrar que la misión encomendada era una simple y vulgar tomadura de pelo o una artimaña para castigarme, enviándome a tan remoto lugar y manteniéndome apartado de mi relajada y apoltronada vida durante unos días. Así y todo, pregunté por las circunstancias de la muerte en ambos casos. Me dijeron que Esperanza había aparecido limpiamente degollada y Fidel muerto de un disparo con posta de cazar jabalíes, muy abundantes por aquellos páramos.

Me extrañó la tranquilidad con que todos tomaban estos hechos, por supuesto que a mí entender, nada comunes, ni siquiera, pensaba yo, en esta aldea de inconscientes, que parecían tomar esta violencia extrema como la cosa más natural del mundo. Les pregunté el orden de los sucesos y me dijeron que creían, casi con toda seguridad, que primero mataron a Fidel, al atardecer o incluso anochecer del día anterior al descubrimiento de su cadáver y ese mismo día, de madrugada a muy temprana hora, a Esperanza.

Les pregunté si existía algún tipo de contacto entre ambos casos o si Esperanza y Fidel se conocían o tenían algún tipo de relación. Se miraron unos a otros extrañados, como interrogándose, para terminar diciéndome que eran caso totalmente aislados y que es muy posible que Fidel y Esperanza no se hubiesen visto nunca. Esto ya me dejó completamente descolocado, ¿cómo era posible que en pueblucho como aquel, con dos centenares mal contados de habitantes, dos personas no se hubiesen visto nunca? Algunas explicaciones me rondaban la cabeza, así que volví a las preguntas. ¿Cuantos años tenían Esperanza y Fidel? Pues Esperanza tendría como cinco y Fidel rondaría los ocho. Horrorizado miraba yo las tranquilas y relajadas caras de los presentes, que hablaban del tema como lo más natural del mundo. Dos críos asesinados brutalmente y ni siquiera pestañeaban. No había signo alguno de pesadumbre ni ninguna otra emoción en sus rostros, incluso se miraban y sonreían entre sí, lo que ya me pareció incluso ofensivo.

Tratando de disimular mi enojo, pregunté cuantos días habían pasado desde los trágicos sucesos. Después de corta deliberación me contestaron que unos veintidós días, uno arriba o abajo. Supuse que los cadáveres estarían ya enterrados y, si la forma de la muerte había sido tan clara, no haría falta desenterrarlos para proceder a un estudio de detalle.

Con todas estas pláticas se nos pasó la tarde y llegó, tras el anuncio pertinente de doña Luisa, la hora de la cena, a la que todos se apuntaron inmediatamente. Supe después que era costumbre y no nada excepcional. Dado que todos ellos vivían solos, solían efectuar sus comidas y cenas allí diariamente (o de lunes a viernes en el caso del médico y el juez/comisario).

Dispuestos platos y cubiertos, sobre la mesa empezaron surgir los restos del cabrito de mediodía, un par de fuentes de repollo cocido, un par de hogazas de pan oscuro y una fuente de huevos fritos, todo ello en cantidad suficiente para una docena de personas normales. Visto lo visto en la comida, no me pareció desproporcionado, dado que éramos ocho los que cercábamos la mesa. Aunque mi contribución al trabajo de despeje fue más bien escasa (un par de huevos y un trocito de pan) los demás se aplicaron con entusiasmo y en poco tiempo se pasó a los cafés (bueno a eso llamado café) y al omnipresente orujo.

No me pareció oportuno seguir con mis indagaciones, alegué cansancio del viaje y me retiré pronto a mi habitación, después de haber quedado con el cabo Felipe a las 9 de mañana allí mismo. Estaba realmente cansado y, tumbado tranquilamente en la cama, hice un repaso de todo lo sucedido y de lo que me habían contado. Realmente me parecía extraño que personas que parecían muy amables, se tomasen con tanta tranquilidad el brutal asesinato de dos criaturas. Quizás por esa misma falta de interés local en el suceso, era por lo que mi jefe me había mandado allí a indagar y tratar de esclarecer tan bárbaro caso.

Que las fuerzas vivas del villorrio considerasen normal, o al menos poco notable, dos asesinatos así, no lograba entenderlo. Podría suponer que el juez estaba embrutecido por las libaciones alcohólicas de los fines de semana, el cura curado de espantos por la vejez, el conductor asesino, el veterinario, el alcalde y el guardia por el aislamiento en aquellos parajes, pero ¿y el médico? No era de allí. Todos los fines de semana se escapaba a la ciudad para estar con su mujer e hijos, así que no estaba abducido por la barbarie. No sé. Todo muy raro.

Dormí como un tronco y me levanté antes de las ocho. Después del sobrio aseo matinal, bajé al bar/comedor/etc., etc. y allí me volví a encontrar con toda la alegre muchachada del día anterior. Frescos como lechugas eso sí. Me saludaron alegremente, me invitaron a sentarme a su mesa para compartir desayuno y allí me fui. Todos dedicados a ingerir combustible para empezar el día. Tazones de café con leche, rebanadas de pan, mantequilla y mermelada y, como no, botella de orujo para, según dijeron, “quitar las telarañas”.

Tras el refrigerio comencé a preguntar por algunos extremos que ayer no me habían quedado muy claros y que, en el duermevela matinal, me habían venido a la cabeza. Mi primera pregunta fue sobre las circunstancias de la muerte de Fidel.

- ¿Sospechan de quién pudo matarlo?

- Sobre eso no hay ninguna duda, contestó el cabo Felipe, fue Roberto, el veterinario.

- Exacto, yo fui, corroboró con premura el mencionado.

Dado que estaba bien sentado, no me caí de espaldas, pero debí de poner tal expresión de asombro que, rápidamente, Roberto continuó diciendo

-       No quedó más remedio. Fidel siempre tuvo muy mal carácter y un trato casi imposible, así que cuando enfermó no me quedó más remedio que poner fin a sus sufrimientos pegándole un tiro. Eso sí, certero, ni se enteró.

Todo esto dicho con una tranquilidad espantosa y acompañado con los aquiescentes meneos de cabeza del resto de la mesa.

-       Es una pena, prosiguió, que no pueda usted ver el cadáver para constatar la limpieza y exactitud del disparo. Lo tiramos a una sima bastante profunda que se encuentra por aquella zona para que las alimañas no se cebasen con él, y, aunque seguro que allí seguirá, cualquiera se atreve a bajar.

Mi cara de asombro, más bien de incrédula estupidez, debía de ser de tal calibre que todos me miraban como si me fuese a dar algo. Incluso el médico me pregunto si me encontraba bien, a lo que apenas pude responder con algún tipo de sonido gutural que salió, no sé cómo, de mi garganta. El cabo Felipe se apresuró a servirme un vasito de orujo y me instó a que lo tomase para, según él, volver en mí.

Yo no sabía que decir. Todos me miraban esperando que dijese algo y mostraban en sus rostros señales de preocupación. Tras unos instantes que me parecieron eternos, decidí aparcar toda esa información, tomar buena nota para el informe y pasar al siguiente tema.

-       ¿No será usted, pregunté al veterinario, también el autor de la muerte de Esperanza?

-       Por Dios, de ninguna manera, contestó, eso fue una auténtica salvajada. Degollada en el corral de la casa, seguramente a primera hora de la mañana. Cuando nos avisaron y fuimos hasta allí todavía la sangre no había terminado de coagularse y el cuerpo estaba tibio. Eso sí, estaba totalmente desangrada, no se pudo hacer nada. Se notaba enseguida que no era obra de un aficionado, si no de alguien con experiencia.

-       Exacto, dijo el cabo Felipe, por eso enseguida todos pensamos en Evaristo, el matarife y, claro, acertamos. Cuando fuimos a su casa nos confirmó nuestras sospechas. Nos dijo que le tenía ya hacía tiempo ganas al Vicente por unos dineros que le debía y que no encontró mejor manera de vengarse que matarle a la Esperanza. De esta manera quedaba saldada la deuda. Así lo entendimos los demás y como aquello iba a ser motivo de festejo en el pueblo, ya sabe, para despedazarla, comer sus mejores trozos y dedicar a embutidos el resto, después de hacer que él y Vicente diesen el pleito por concluido, a ello nos pusimos.

Creo que fue en ese momento cuando perdí el oremus. Lo siguiente que recuerdo es a don Tomás, el médico, auscultándome con cara de susto, a doña Luisa con una jofaina llena de agua fría poniéndome apósitos en la frente y a todos los demás mirándome con cara de preocupación y dispuestos alrededor de mi cama.

No sé cuánto tiempo estuve en ese estado, mezcla de estupor y miedo. Cuando las imágenes de todo lo oído volvían a mi cabeza, sentía que ésta se me iba, no podía dar crédito y, aterrorizado, temía por mi vida en aquel recóndito lugar, rodeado de aquella caterva de desalmados asesinos y antropófagos.

Por lo que supe después, permanecí en ese estado casi cuarenta y ocho horas, durante las cuales tuve episodios de fiebre alta, pesadillas, sudores fríos y temblores espasmódicos. Don Tomás estaba preocupado y estaba decidido que, si no me recuperaba ya, me trasladarían al hospital más próximo. Afortunadamente, el segundo día por la tarde volví en mí y pude, mal que bien, tomarme un caldo y tratar de poner un poco de sentido a todo lo sucedido y a todo lo narrado. Pedí a doña Luisa y a don Tomás, que en la habitación estaban, que me dejasen sólo con el cabo Felipe.

-       Vamos a ver, empecé, ¿Qué clase de gente degenerada vive en este pueblo? ¿Cómo es posible que se asesinen dos criaturas y a todo el mundo le parezca normal? Que a un niño enfermo lo maten de un disparo y tiren el cadáver a una sima en mitad del campo. No sólo eso, además os coméis a una pobre niña como si fuese lo más normal del mundo. ¿pero qué tipo de personas sois?

Dije todo eso a toda velocidad, casi sin respirar, mientras Felipe me miraba con cara de susto y cada vez más sonrojado. Después de unos instantes empezaron a hinchársele los mofletes haciendo que su ya de por sí rubicunda cara, se transformase en un enorme balón de futbol, mientras su color pasaba de un rojo pálido a un granate oscuro, más que nada por la falta de respirar.

La carcajada todavía debe estar rebotando por las paredes de las casas del pueblo. Hasta el posible que el maldito sádico de mi jefe la hubiese oído desde Tirana. Yo no salía de mi asombro ante esa reacción. Mi perplejidad era total.

-       ¿Pero qué niño ni que niña?

Empezó Felipe entre hipidos cuando pudo apenas contener las carcajadas.

-       ¿Pero quién se cree que somos? Fidel era el mastín que cuidaba las ovejas y las cabras del Venancio, un perro con muy mala baba, así que cuando enfermó, seguramente por alguna garrapata, nadie se podía acercar a él, y a don Roberto no le quedó otra que pegarle un tiro. Y Esperanza, ay, Esperanza, era la cerda de cría de Vicente, que pesaría bien sus ciento cincuenta kilos, así que, después de sacarle los jamones, los brazuelos y los tocinos para salar, el resto lo asamos y nos lo comimos entre todos los vecinos, ¿qué íbamos a hacer si no?

En oyendo estas razones, más corrido que un mono estaba yo, aunque aún más indignado por la felonía a la que me había sometido el muy hijo de puta de mi jefe. Claro está que parte de la culpa era mía. Acostumbrado como estoy a delitos de verdad, como robos, atracos, agresiones y asesinatos, ¿cómo se me iba a ocurrir que las víctimas no eran personas? Claro está que nunca pregunté. Si lo hubiera hecho, a buenas horas hubiese pasado tanto tiempo en aquel lugar dejado de la mano de nuestro bien amado líder Enver Hoxa (que Mao lo tenga en sus pensamientos), al día siguiente hubiese subido al endiablado vehículo que allí me llevó.

Después de aquel espantoso ridículo, no me atreví a bajar a cenar, sabedor que sería blanco fácil de las crueles burlas de los parroquianos y de las miradas conmiserativas de las fuerzas vivas de la localidad, a las que, a buen seguro, Felipe ya les habría puesto al día del entuerto. Avié, cabizbajo y mohíno, mis pertrechos y a la mañana siguiente aparecí por el bar/tienda/local para todo, armado de valor y dispuesto a despedirme de todo el mundo. Aguanté pacientemente los comentarios más o menos benévolos o mordaces (según los casos) y esperé en una esquina del local que llegase el transporte para poder abandonar el sitio de mi mayor vergüenza.

A los dos días llegué a Tirana y me dirigí inmediatamente a la comisaría central. Entré sin saludar a nadie en mi despacho. Redacté un informe sucinto, cinco líneas en total, de lo averiguado y lo mandé en un sobre cerrado y lacrado al despacho del gran cabrón. Rellené una solicitud de excedencia temporal inmediata dirigida al jefe de personal, informándole que me tomaría unos días de descanso y me fui a mi casa.

Llevo aquí, en el monasterio de san Naum, dos semanas, en las que los nervios se me han serenado y mi espíritu también. He dormido, paseado, leído y me ha dado tiempo a escribir esta historia que, con el beneplácito del padre prior, dejaré en el archivo de su biblioteca, con la condición de que nadie pueda leerla antes de pasados cincuenta años.

FIN

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