LA EXTRAÑA PAREJA

 

LA EXTRAÑA PAREJA

Recuerdo la primera vez que nos vimos. Yo al lado de él en la mesa principal de la casa señorial. No nos hablamos. En realidad, nunca nos hemos hablado. Parece como que sólo nuestra cercanía fuese suficiente para establecer un flujo de, no sé, es difícil de explicar. Una especie de afecto mutuo. Una cierta confianza y seguridad al estar cerca.

            Después hemos coincidido otras muchas veces. Siempre, no sé muy bien porqué, en ocasiones importantes. En fiestas en las que todas las personas parecían notables, vestidas con ropajes suntuosos, con ademanes afectados y hablando casi en susurros, como si temiesen molestarse entre sí o romper la armonía que se respiraba en aquel comedor.

            Por supuesto, yo siempre callada, algún leve sonido como de disculpa cuando, sin pretenderlo, apenas rozaba algo o a alguien próximo. Cuando más disfrutaba era siempre antes de que sirviesen la comida o la cena, mirando a mi alrededor y fijándome en toda la parafernalia que acompañaba esos actos. Además, eran los momentos en que estaba más próxima a él. Nadie nos molestaba. Nadie se fijaba en nosotros. Uno al lado del otro. Mirándonos sin hablar. Brillando en uno el reflejo del otro. Admirando sus formas, su blanca palidez y sintiendo que él hacía lo mismo conmigo. Odiaba el momento en que, por conveniencias sociales, teníamos que separarnos. Yo siempre tenía que irme antes.

            Fueron muchas fiestas. Trascurrieron años de callada felicidad. Hasta aquel aciago día de la fiesta doble. A mediodía hubo una comida y, aunque se alargó bastante, todo transcurrió como solía ser normal. Nos retiramos a descansar y asearnos hasta la cena. A esa hora, ya en el comedor, oímos voces desentonadas, solicitudes de calma, lloros y protestas que se iban acercando. Se hizo un silencio espeso, como ese aire denso que presagia la tormenta, casi irrespirable. Yo no sabía hacia dónde mirar, hasta que oí un grito desgarrador y vi como mi amado estaba clavado en el pecho de uno de los señores, manchado por la sangre que teñía, saliendo a borbotones, la blancura de su empuñadura y la pechera del señor. Se los llevaron juntos y no volví a ver a ninguno de ellos.

            Desde entonces, las fiestas ya no son tan frecuentes, apenas una o dos al año. A nosotros, los cubiertos de plata, nos sacan de vez en cuando para darnos unos masajes y recuperar el brillo que veo reflejado en las otras cucharas. Aunque en esas ocasionales fiestas me han colocado al lado de otros cuchillos, no es lo mismo. Son otros. No es mi amado compañero.

           

 

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