LA LLEGADA DE DIOS
LA
LLEGADA DE DIOS
Os puedo asegurar que aquel fue el mes más increíble de
mi corta e insensata vida. A pesar
de ser el más insignificante de los
que allí trabajábamos, cuando me lo encargaron no me lo podía creer. Ah,
perdón, vosotros no tenéis porqué conocerme. Me llamo Josemaría, escrito así,
todo junto, como nuestro padre fundador. Soy, evidentemente, navarro, de una familia
clásica y de rancio abolengo, criado y educado en la más firme fe católica y
miembro de la obra.
Por aquel entonces yo era el más nuevo de los becarios
que trabajaban en la presidencia del gobierno; apenas tres meses llevaba allí,
gracias a los buenos oficios de mi padre y uno de mis tíos, uno cardenal y otro
general de brigada, amigos de uno de los subsecretarios del consejo de
ministros.
Mi jefe, bueno en realidad otro de mis jefes, todos eran
mis jefes ya que yo era el último mono en aquella casa, hasta el perro tenía
más derechos que yo, pero humilde como soy, aceptaba aquella situación con
resignación cristiana. Como decía, uno de mis jefes me dio la buena nueva.
Parece ser que dios llamó ayer a los números privados de los presidentes de
todos los países del mundo, a todos a la misma hora, anunciándoles que iría a
visitar su país a las 12 del mediodía del día 25 de diciembre del año en curso.
Justo dentro de un mes. En todos los países sería la misma hora, coincidiría la
hora independientemente del uso horario. En todo el planeta serían las 12 de la
mañana y dios estaría en todos los países a la vez.
Toma
ya omnipotencia y omnipresencia. Pues el tarugo de mi jefecillo me lo comunicó
con una indiferencia rayana en el
desprecio. Panda de ateos y descreídos, ya verían, ya, como dios les ponía las
peras al cuarto. Me ordenó que coordinase la visita con la prensa, radio y televisión,
ya que sería transmitida en directo y en abierto por todos los medios, que el
lugar de la llegada sería el estadio de futbol del real Madrid (por exigencia
del visitante), que preparase una lista de cincuenta mil personalidades (ni uno
más) de la nación y un refrigerio para tan ilustre mandatario (así lo llamó,
maldito hereje), algo liviano, ya que la duración de la aparición sería como
máximo de una hora.
Mi intuición me decía que aquella
inconmensurable llegada no era muy del agrado de nuestra clase dirigente.
Después de las indecibles andanadas
de insultos y vituperios que se lanzaban entre sí desde cualquiera de los foros
políticos, sean nacionales, sea en el más pequeño de los ayuntamientos, después
de tantas chapuzas, corruptelas y demás mierdecillas o grandes cagadas que
orlaban a nuestros prohombres (y mujeres) lo que dios pudiera decirles seguro
que ponía a más de uno colorado.
Con
más ilusión que sensatez me encerré en mi cubículo (un antiguo cuarto de
escobas en el que habían amontonado una silla una, mesa y un ordenador) me puse
a pensar en el encarguito. ¡Un momento! ¿Dios en todos los países a la vez? ¿El
único y trino o cualquiera de esos diosecillos de medio pelo que adoran en
otras latitudes? Aquí, en el nuestro, tendría que ser el semioficial, vamos el
de la religión al que está apuntada la mayoría de los ciudadanos, sean o no
practicantes. No nos vendrá un Alá, o Manitú o un Shiva o vete tú a saber quién.
¡Maldita sea! Ya empiezan los problemas. Bueno, calma me dije. Aquí será el
nuestro y punto.
Lo
primero coordinar los medios de difusión. Pan comido. La televisión y radio oficiales
emitirían el acto pasando la señal a todos aquellos otros canales o emisoras
que lo quisiesen. Ningún problema. La prensa. Dos por cada diario o revista, un
fotógrafo y un redactor. Tampoco hubo problemas con eso. El escenario. Después
de darle unas vueltas y echa la asunción de que para tan inefable suceso la climatología ayudaría (no se iba a presentar un
dios lloviendo, eso ya lo arreglaría él) una plataforma cuadrangular centrada
en la mitad del terreno de juego, abierta por los cuatro costados y elevada un
metro. En dicha plataforma estarían ubicados los asientos de la casa real,
presidente del gobierno, presidentes de las comunidades autónomas, cardenal
primado de España y el presidente de la conferencia episcopal.
Para
la lista de los cincuenta mil necesité un poco más de tiempo, pero, no os creáis,
no demasiado. Entre políticos centrales, autonómicos, locales, jefes militares,
obispos y cardenales, popes ortodoxos, judíos y protestantes (¿cómo no?)
tribunal constitucional, juristas jefecillos de algo, dueños de grandes
empresas, representantes sindicales, académicos de toda índole, bueno,
resumiendo, todo el quién es quién en el país, sólo me quedó, una vez hecha la
lista, coger el lápiz 2B más gordo y empezar a tachar nombres. Eso sí fue
difícil. La lista inicial sobrepasaba ampliamente los cien mil. Pedí consejo a
uno de mis jefes menos abusón y me dijo que con tal que él no estuviese (que no
estaba, claro) que hiciese lo que me diera la gana. Así de implicados estaban
en el tema.
Costó,
pero lo logré. Le pasé la lista al supuesto encargado superior del asunto, la
miró con displicencia, me preguntó si estaba él y, ante mi negativa, dijo,
perfecto, me la quedo. Al cabo de dos días, en un alarde de transparencia,
hicieron pública la relación de invitados. Ahí se armó el pandemónium. ¿Qué
porqué este sí y yo no o porque yo sí y éste no? que ese día yo como con la
familia y no me da tiempo a llegar, que como les doy a los hijos o nietos los
regalos de papa noel. ¡No me jodas! Les invitan a ver y oír a nuestro Dios en
directo y todo son problemas. Si yo fuera Dios los quemaba a todos en la
hoguera del infierno.
Lo
peor vino del resto de confesiones religiosas no invitadas. Yo no consideré
adecuado invitar a musulmanes, budistas, animistas, y otros ritos ajenos al
único dios verdadero, así que llegaban maldiciones y requerimientos de todo el
censo de ofendidos y ofendiditos de creencias varias, por no decir de los
ateos, agnósticos, apóstatas, excomulgados y demás que tampoco estaban
representados y eso no les gustaba (menuda caterva de hipócritas y
aparentones).
Como
sería imposible coordinar los viajes de los invitados desde sus lugares de
origen hasta Madrid, se indicó a todos ellos que tendrían que llegar por el
medio que considerasen más adecuado y que deberían estar en el recinto del
campo de futbol, inexcusablemente, una hora antes de la aparición, momento en
el que se procedería al cierre de todas las puertas.
Lo del
refrigerio para el dios tampoco me causo mayor problema. Una gran jarra de agua
fresquita, dos vasos y un cuenco (por si aparecía la paloma). Si quisiese mejor
vino ya se encargaría de transformar el agua; para comer, rebanadas de pan
ácimo con aceite de oliva y fritos de pescado, pixín o bacalao, sin espinas,
amén de unos dátiles y algunos frutos secos. Todo bajo control.
Por
fin llegó el gran día. Tiempo espléndido, despejado y con buena temperatura.
Muy nervioso, a las ocho de la mañana ya estaba yo en el puesto de control
ubicado dentro del estadio. A eso de las nueve empezaron a llegar los primeros
invitados. Todos eran obligados a pasar por un dispositivo de rayos X, similar
a los de los aeropuertos, y encaminados al lugar al que debían ocupar. A las
once sólo faltaban los miembros de la casa real que, por supuesto, estaban
dispensados de llegar con esa antelación, aunque, a decir verdad, antes de las
once y quince ya habían ocupado sus lugares en la plataforma.
Todo
era un runrún de conversaciones en voz baja, salpicadas por alguna que otra
risita nerviosa y un frufrú de sedas, brocados y vestimentas para grandes
ocasiones que casi todos los presentes lucían. A las doce menos cinco se hizo
un silencio atronador. Ni un ruido. Ni un coche circulando. Ni el rugido de un avión.
Ni el aleteo de un pájaro. Con la última campanada de las doce una enorme nube
gris perla cubrió todo el estadio. Una columna brillantísima de luz rojo carmesí
rodeada por un círculo arcoíris se instaló en el centro de la plataforma. De
ella surgió una voz clara, serena y potente que dijo en perfecto castellano: “Ya
me cansé. Hasta aquí hemos llegado. Si en el plazo de un año no lo arregláis, volveré
y haré desaparecer vuestra ignominiosa especie de la faz de la Tierra. Avisados
quedáis”.
La
aparición y el mensaje fueron iguales en todos los países. De aquello hoy hace
once meses y estamos como estábamos, o peor.
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