PUZLE

 



PUZLE


 

           

 

 

         No sé si mejor llamarlo rompecabezas. En realidad, ¿qué sentido tiene tratar de urdir una historia a partir de trozos inconexos de una realidad ficticia? Bueno eso de la realidad ficticia viene del origen del todo, de la imagen inicial de la que proceden los fragmentos. Como no tengo ningún puzle en casa que merezca tal nombre, elegí una imagen de una revista que trataba sobre la inteligencia artificial, la dividí en cuadrículas de 3x3 centímetros, las recorté y una mano inocente seleccionó, a ciegas, cinco trozos. Esos cinco trozos.

            Un inciso. Sobre la inteligencia artificial. Artificial sí es, pero ¿inteligencia? No deja de ser un algoritmo al que le metes datos, los mastica y escupe algo más o menos lógico. Eso lo hace la calculadora que tengo desde hace más de cuarenta años: tecleo unos números, le digo que los multiplique en base diez y me da un resultado lógico. O más sencillo. Hecho aceite y huevos en un recipiente, meto la batidora y me sale mayonesa, ¿es la batidora una máquina inteligente? Mejor lo dejo aquí.

            Bueno, al tajo, a soñar despierto, a imaginar imposibles con los cinco fragmentos, tratando de olvidar la primitiva imagen real inventada por una máquina. Hace frío afuera. Llueve un montón. Un día desapacible, Miro y remiro los trocitos, colocándolos, recolocándolos, buscándoles un sentido oculto, secreto, la ley que una al primero de los trozos con el último. Han sido seleccionados al azar, sin premeditación, así que, ¿por qué debería haber algo que los haga encajar en una historia única? Sólo la silueta del homúnculo que aparece en el primero y en el quinto podrían tener algo en común. Lo demás son colores. Un caleidoscopio anárquico, vertical, horizontal, diagonal, repetitivo, uniforme. Raro.

            En la primera imagen aparecen un par de estructuras obra humana, la caseta en la que se ve medio cuerpo humanoide y una especie de torre, de faro. Soledad. Esa es la pauta. Colores que no se mezclan, que marcan límites definidos, que cada uno vive en su mundo, sin mestizarse con los de al lado. La soledad de la figura humanoide en la caseta, la soledad del humanoide erguido en la última, la soledad de los verdes, de los amarillos, de los granates, de los rojos. La soledad.

            Sería una conclusión perfecta si no fuera por la imagen central. Las nubes tratan por todos los medios de mantenerse unidas por un hilo de esperanza, sacrificando su blancura al adelgazarse en el esfuerzo y dejar que el fondo rojo las contamine, las invada, perdiendo su pureza, casi desvaneciéndose, apenas un leve penacho de su color original. Imagen de la brutalidad del más fuerte y de la resignación del débil, de la genética mendeliana que aplica, inmisericorde, la supremacía de los genes dominantes y de la pervivencia, en una esquina, de los recesivos.

Aunque esa figura central define, también, la evolución. Es la primera etapa de la aparición de una nueva especie, de un magnífico día en que dos especies se encontraron, decidieron vivir juntas y romper las fronteras que las separaban, dejaron de ser sólo blanco y sólo rojo y empezó a nacer el rosa. Una esperanza para los fragmentos de los lados que, si se decidiesen a imitarlos, podrían hacer aparecer nuevos colores, romper las rígidas líneas que los separan y formar un nuevo universo de líneas difusas, blandas, caprichosas, de colores difuminados, impuros quizás, pero maravillosos y, seguro, diferentes.

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