Y VICENTÓN FUE AL CIELO

 

                                             Y VICENTÓN FUE AL CIELO

            Más que harto estaba ya Vicentón. Hacía casi dos mil años que había llegado al cielo gracias a sus muchos méritos terrenales, entre los que, curiosamente, estaba el de, como él creía, una infinita paciencia. Pero no. Después de refocilarse entre tanta nube, tanto estrato, tanto cirro y tanto cúmulo, ni la más oscura nube de tormenta le hacía ya ninguna gracia, ni las cosquillas de los rayos, que antes le ponían alegre, ni los más furibundos huracanes por los que se dejaba mecer los primeros mil años de su estancia en aquel nivel celeste.

Incluso el último de sus placeres, jugar en los nubosos empedrados, sobre los cuales, por dar credibilidad al refrán de “cielo empedrado suelo mojado”, orinaba muy abundantemente toda la primigenia agua que las malditas nubes metían en su cuerpo. Encima, él que había gozado de una magnífica salud hasta que lo mató aquel tipo en patinete, había cogido reuma por la puñetera humedad de tanta nube y ahora tenía que pasar temporadas en la atmósfera de los desiertos, seca como un papel secante, puro horno durante el día y congelador por las noches.

Así que sin pensárselo dos veces decidió cambiarse a otro nivel. El nivel dos era un auténtico coñazo. Todos los beatos y beatas que en este mundo han sido se pasaban el día cantando salmos, lanzando aleluyas como energúmenos, hincándose de rodillas y derramando lágrimas y suspiros felicísimos, que él supuso restos del paso previo por el nivel nuboso. Ni cien años estuvo allí. Suficientes para quedar más que fartucu.

El nivel tres era otra cosa. Nivel de escritores, narradores, juglares y asimilados. Poco concurrido por otra parte. No como los dos anteriores, donde las apreturas eran más bien agobiantes. Novelistas pocos. Le dijeron que sus invenciones solían molestar bastante a los encargados de admisiones, así que, por blasfemos, eran desechados. Juglares y asimilados menos aún, por ser muy proclives al vicio carnal y al consumo excesivo de sustancias prohibidas, así que, exceptuando unos cuantos grupos de góspel, escolanías, la monja Sor Sonrisa, María Jesús y su acordeón y los empalagosos de viva la gente, poco más había. Los poetas sí. Los poetas proliferaban como setas en otoño. Tanto parnaso, tanto pastoril, tantas oscuras golondrinas, tantas cenizas enamoradas, tantos dientes como perlas y verdes prados, lo habían llenado de tanta miel que Vicentón, además de reumático, se volvió diabético y se largó de allí en horas veinticuatro, pasando de las musas hasta el cuarto.

Fue visto y no visto. Terreno de científicos. Más desolado y triste que ninguno de los hasta ahora visitados. Todos ellos, tampoco eran muchos, con una biblia en la mano, disertando cómo hacer que sus páginas justificasen la vida y el universo.

Y, ¿Qué decir del quinto nivel? Ni un minuto aguantó Vicentón. Mártires. Olor a chamusquina de una y mil hogueras, sangre por todas partes, cabezas rodantes, cuerpos desmembrados, ahogados, crucificados, asaeteados, todos los horrores que en cabeza humana pudiesen caber se encontraban allí en grado superlativo.

El sexto nivel era realmente tranquilo. Habitado por santos no martirizados, sino por aquellos que habían alcanzado su nombramiento gracias a una vida ejemplar, unos dechados de virtudes tales que los habían encumbrado a esa categoría. Estudiosos, Profetas. Algún que otro papa. Obispos. En fin, gente que habían dedicado, de manera muy destacada, su vida y sus conocimientos a demostrar la magnificencia de la verdadera religión. Al principio Vicentón se dijo que podría estar a gusto en aquel nivel, pero, aunque en la vida terrenal gozaba de justa fama de bondad y desprendimiento hacía los demás, sospechaba que no alcanzaba el nivel requerido, ni tenía la capacidad intelectual para convivir con aquellos inmarcesibles ejemplos.

Inconsciente como era, pelín atrevido y sin encomendarse a Dios ni, por supuesto, al diablo, decidió saltar al séptimo cielo. Este sí. Este, se dijo, es en el que voy a quedarme. Clima perfecto, sus veintidós graditos día y noche, sin nubes, excepto cuatro blancas como la nieve y sólo en plan decorativo, colinas suaves cargadas de árboles frutales, mesas ahítas de manjares procedentes del mar y de la tierra, hermosas criaturas llenas de paz, donde las gacelas dormían acurrucadas entre las garras de los leones, los tiburones, las focas y los delfines jugaban a balonvolea en estanques de aguas transparentes que dejaban vislumbrar hermosísimos peces de colores, corales de formas increíbles. Ruiseñores, canarios, gavilanes y curuxas rivalizaban con sus cánticos. Un verdadero jardín del edén.

Todas las personas iban revestidas de hábitos blanquísimos, brillantes, algunos con níveas alas que en otros apenas empezaban a insinuarse, paseando, comiendo, bebiendo, jugando, hablando con voces quedas y emitiendo risas cristalinas. Nadie le molestó. Nadie le importunó. En una zona algo apartada divisó un templete rodeado por un grupo de aquellos seres alados que portaban espadas flamígeras. Ostia, pensó él, aquellos tienen que ser los aposentos de Dios. Y lo eran. Repantigado en una cheslongue, en camisón y en zapatillas de felpa a cuadros, descansaba un tipo de luengas barba y melena blancas que lo miró con displicencia mientras se llevaba un martini seco con aceituna a la boca.

En un claro de un bosquecillo por el que corría un riachuelo de aguas cantarinas, un grupito de jovencitas de todas las edades (casi cien años le echó a la de mayor edad) reían alborozadas mientras una paloma revoloteaba entre ellas. Ostia (otra vez se repetía Vicentón) el espíritu santo ha de ser. Tal parece que le había cogido gusto al tema ese de preñar vírgenes y se pasaba el día en tales menesteres, si bien, todo hay que decirlo, lo que se dice preñar, solo a la primera de que hace mención la historia, pero al menos lo intentaba y de ahí el jolgorio.

Siguiendo con su paseo, llegó a un lugar que se le antojó triste, en el que la yerba raleaba, los árboles parecían casi mustios y apenas se veían más que unos pocos negros cuervos. Se oían acompasados ayes, lastimeros gritos y un restallar de látigos y golpeteo de martillos. Raro lugar es éste, pensó para sí, visto lo visto hasta ahora. Adentrose en él y descubrió una colina en la que tres cruces sobresalían en su cúspide. Dos de ellas, la central y la de la izquierda según se ascendía, estaba ocupadas por personas, mientras que en la tercera sólo se medio adivinaba un monigote de paja y harapos. Un nutrido grupo de gente estaba postrado delante de la cruz central, mientras un tipo vestido de romano y armado con una lanza, acercaba, en el extremo de ésta, una esponja chorreante al crucificado central.

“A ver, Longinos, esta vez te pasaste con el vinagre”, oyó decir al crucificado de la esponja, mientras el de su derecha decía a grandes voces: “esta es la última vez que me claváis cabrones, que os tengo dicho que a mí sólo me ataron, coño, que me tenéis contento ya con la misma historia”. Otra vez el del centro habló y dijo “Bueno Dimas, déjate de protestas, que no es para tanto y tú, Longinos, venga la lanzada, que hoy quedé con papa y el pájaro para cerrar el ejercicio de este año”.

Hablando con unos y otros, con los apóstoles, hasta Judas estaba, la Magdalena, Lázaro, José y María, y varios más que formaban aquella comitiva, se informó Vicentón de que Jesús le había cogido gusto al sadomasoquismo y, de vez en cuando, organizaba una última cena y toda la parafernalia de la pasión. Como el único romano era Longinos, el de la lanza, a él le tocaba toda la historia de la corona de espinas, los latigazos y demás, aunque, eso sí, habían quitado lo de arrastrar la cruz, que era un coñazo, y las tenían ya instaladas arriba, en el gólgota. De lo de estar tres días muerto ya dijeron que ni de coña, que el sepulcro era un aburrimiento.

El resto del tiempo Jesús vivía en unas cuevas, perfectamente acondicionadas, del desierto que había un poco más allá, cerca de un río como el Jordán, con María Magdalena, Juan el Bautista, sus hermanos y hermanas, sus padres, los apóstoles y unos cuantos allegados más, y se dedicaba al dolce far niente, paseos en barca, inventarse nuevas parábolas y multiplicando panes, peces, langostas, faisanes, perdices o corderos, según le pluguiese, y convirtiendo el agua en bebidas varias, en función del menú y la hora del día.

Gustole a Vicentón todo lo visto por aquellos parajes y se dijo, creo que aquí vivir quiero conmigo, gozar quiero del don que debo al cielo y arriba, en la ladera, de mi mano plantaré un huerto, más que nada, para entretenerme. Amén.

 

 

 

 

 

 

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