EL CAZADOR DE METÁFORAS

 

EL CAZADOR DE METÁFORAS

            Era un pequeño-gran cazador. Posiblemente un rasgo heredado por vía paterna. Abuelo cazador y padre cazador, así que él, primer hijo varón después de dos hembras, fue adoptado por toda la cuadrilla de cazadores a la que pertenecía su padre. Era una cuadrilla famosa en todo el entorno de aquel mágico valle, más que por sus éxitos cinegéticos, más bien discretos, por las francachelas que organizaban cada vez que le atinaban a un par de perdices o a una liebre y se reunían para comérselas en alguna de las bodegas que cada uno poseía, de donde todos salían después con gran captura de merluzas.

            Nació en las tierras en que las estaciones son de colores. Blancos los inviernos, esmeralda las primaveras, oro salpicado con manchas de sangre los veranos y arcoíris los otoños. Sin embargo, él nunca gastó pólvora, ni siquiera cuando cumplió el, por entonces, obligatorio servicio militar. Pero mientras estuvo en su pueblo sí cazaba. Bichos pequeños, pájaros con el tirachinas, ranas en la ribera del río y cosas así.

            En la mili descubrió la mar. La luz mediterránea del norte de África. El azul inmenso. Pero también el mucho calor de aquellos secarrales. En cuanto pudo, se fue al norte. A otro azul más bravo que chocaba contra un verde perpetuo. Allí se consagró como cazador, eso sí, de presas pequeñas, tal como había empezado en su infancia.

            Poco después de llegar, descubrió el placer solitario de deambular por las rocas que la mar desnudaba al alejarse. Allí cazó lapas, bígaros y otros animales que, si bien procedían del verde-azul, reposaban en tierra, así que más que pescar era cazar. Y cazaba, sólo durante abril, caracoles en las tapias y en primavera y en otoño setas que perseguía con olfato perdiguero y vista de lince. Sólo unas pocas especies, las que él estaba completamente seguro que eran comestibles. Durante muchos años. Hasta que el tiempo atacó sus ojos y, sobre todo, sus piernas.

            Después vinieron años de paz, de sosiego. De lecturas en las que, con afán rayano en la obsesión, enmarcaba en gris grafito palabras y frases que degustaba con los ojos una y otra vez y que colgaba de la canana de su cerebro, presas que otros habían levantado a volar. Ojos de fuego. Cabellos de oro. Voz cristalina. Labios de fresa. Piel de seda. Nariz de loro. Uñas de águila. Manos de ministro. Piernas de galguillo. Torso de armario. Orejas porcunas. Cabeza de melón. Culo carpeta. Peras turgentes. Huevos de plomo. En fin, descripciones anatómicas que cazaba, disecaba y coleccionaba en la caja de las pequeñas células grises. Devino en un pequeño gran cazador de metáforas.

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