LA CABAÑA EN EL BOSQUE

 

LA CABAÑA EN EL BOSQUE

Era como si la luna nueva luchara por asomarse entre las oscuras nubes de tormenta que preñaban el cielo en una noche desapacible. Sus pálidos intentos no lanzaban más que siniestros abortos de luz que jamás alcanzarían el suelo.

Mientras tanto, ella, ajena al exterior, lloraba lagrimas gruesas como tinta de calamar que brotaban, casi sin ganas, de sus ojos azabache y resbalaban por la piel de ébano de su rostro, acariciando las comisuras de sus labios y rodando por el cilindro, ahora ondulado, de su garganta, para perderse por la sima oscura que arrancaba del desfiladero de su torso, apenas velado por las largas guedejas de carbón que ahora formaban sus antes lustrosos cabellos.

No sabía cuánto tiempo llevaba allí, encerrada en aquel recinto sin luz alguna, formado por adoquines y sillares de desbastado basalto. Cada cierto tiempo uno de aquellos sillares se movía hacia atrás y, con apenas una sombra de luz mortecina, aparecía una jarra grande, como de dos litros, tallada en la misma roca que las paredes de su prisión, llena de una infusión de café solo, una hogaza como de un kilo de oscuro pan de centeno y una especie de embutido ahumado, como hecho con sangre cocida en el que, en su boca, distinguía trozos que por su textura podrían ser de tocino u otra grasa similar.

No sabía cuánto tiempo transcurría entre una y otra entrega. Una vez trató de contar segundos, pero era imposible. Se dormía, despertaba, y el tiempo parecía no transcurrir o hacerlo demasiado deprisa. No había días. Todo eran noches. No, peor aún, era una única noche infinita, sin principio ni fin, sólo rota por las esporádicas entregas de alimento.

Y pasó el tiempo. Logró hacerse una idea de su prisión, de su tamaño en longitud y anchura. Sabía que, apoyándose en una pared, necesita dar diez pasos al frente para llegar a otra. Y que las paredes eran rectas y más altas que ella con los brazos extendidos hacia arriba. Cogió la jarra y la depositó en una esquina. Avanzó tocando las paredes y contó ocho esquinas cuando volvió a la jarra. Un octógono.

Nunca tenía frío ni calor. Las paredes y el suelo estaban siempre a la misma temperatura. A veces notaba una cierta corriente de aire que parecía proceder de las alturas, del techo, estuviese donde estuviese. Cada cierto tiempo, procuraba estar cerca de la losa que se movía para introducir los alimentos. Sabía, más o menos, cuándo iba a ocurrir, más o menos, porque antes una lluvia templada intensa, pero corta, caía del techo y se perdía por algunas ranuras del suelo que, como llegó a descubrir, estaba inclinado hacia uno de los lados. No sabía ni cómo ni cuándo, pero las jarras vacías desaparecían en algún momento.

Pasó el tiempo. Dormía. Paseaba acariciando las paredes. Ya casi ni pensaba. Al principio gritó y lloró con rabia. En un momento dado, fatalista, decidió dejar de comer y beber. Luego renació la esperanza. La vida se agarra a la vida. A la ilusión de que no puede ir a peor. Sólo mejorar. Y siguió pasando el tiempo. Seguía sin entender qué la llevo allí. Cuál fue su pecado o su delito. Quien era su carcelero. El porqué de aquel cruel encierro. Y pasó más tiempo.

Un día se despertó y había una claridad tenue, apenas podía ver sus manos o sus pies, pero algo lograba distinguir en la negrura que lo envolvía todo. Tiempo después la claridad aumentó. Venía del techo. Una luz cenital dibujaba el perímetro del octógono y podía adivinar las paredes. El proceso de intensificación fue lento, desesperadamente lento para ella, que quería volver a verlo todo con claridad.

Los alimentos empezaron a ser más variados y frecuentes. Un día, ¡de verdad, día!, el sol la despertó entrando a raudales por una ventana enrejada. Estaba sobre una especie de camastro tosco, pero con un colchón. Su ropa estaba limpia y su pelo y su cuerpo con el frescor y el relax de una buena limpieza. Drogada, pensó. Tuvieron que drogarme con algo de la comida, pero veo el sol, la claridad.

Temerosa se acercó a una de las ventanas y se fijó en los gruesos barrotes, apenas separados diez centímetros uno de otro, pero lo suficiente para ver el bosque que desde allí se divisaba. Y vio pájaros, y mariposas. Y flores. Sería primavera o verano. Todo relucía. Lo que veía de las paredes exteriores le decía que era una especie de cabaña de madera, sin embargo, los muros interiores eran de sólido hormigón. En la pared opuesta había otra ventana también con barrotes. La vista desde allí era similar. Bosque, prado, pájaros, mariposas. Soledad. En el centro de una de las otras dos paredes se situaba una puerta metálica con una especie de trampilla cerca de su base. En la otra pared, un inodoro y un lavabo con un grifo. En el centro de la cuadrada estancia, de unos cinco por cinco metros, una silla, una mesa y, sobre ella, una jarra con agua y un recipiente con fruta, pan, queso y varios tipos de embutidos.

Cambiaba el escenario, pero seguía siendo una prisionera. Pasó el día. Llegó la noche. Se durmió. En un momento del día siguiente la despertaron ruidos extraños. Parecía que alguien o algo se acercaba. Algún tipo de vehículo. Se asomó a una ventana, a la otra y no pudo ver nada. El sonido cada vez era más fuerte, más cercano. De repente, cesó. Quiso gritar y era incapaz de articular ningún sonido que no fuese más que una especie de ronco gorjeo.

Oyó una voz de hombre. Entendió lo que decía, pero fue incapaz de contestar más que con el ruido que emitía su garganta. La decía que se apartase de la puerta, que fuese a la pared opuesta y que se sentase en el suelo. Se abrió la trampilla inferior y una sombra depositó a través de ella una jarra con agua, una cesta de alimentos similar a los que había sobre la mesa y una bolsa abultada. La voz le dijo que comiese, que se asease y se pusiese la ropa nueva que había en la bolsa. Le dijo que mañana a la misma hora volvería, la sacaría de su encierro y le daría explicaciones sobre su situación. Luego volvió a cerrarse la trampilla, rugió otra vez el vehículo y se hizo nuevamente el silencio, sólo roto por los sonidos del bosque.

Pasó el día intranquila, apenas distrayéndose con el ir y venir de los pájaros y los insectos que podía ver desde las ventanas. Apenas durmió. La noche fue un duermevela inquieto, nerviosa, temerosa de que el amanecer le trajese la libertad o la muerte. Antes de romper el alba, se levantó, se aseó y se puso la ropa, toda nueva, sin estrenar y casi perfecta para su talla. Comió fruta. Bebió agua y trató de hacer que su garganta emitiese palabras y no ruidos guturales. Le costó. Lloró. Gimió. Consiguió articular algunas sílabas. Alguna palabra breve. Oyó acercarse el mismo ruido del día anterior. Temblando, apoyó la espalda en la pared opuesta a la puerta y esperó.

Al cabo de unos minutos la puerta se abrió. Una sombra oscura tapaba parcialmente la entrada de la luz. Era un hombre alto, fornido, vestido totalmente de negro y con un pasamontañas que le ocultaba el rostro. En una de sus manos llevaba un pesado revólver. Entró, cerró la puerta a sus espaldas y le dijo que no temiese, que se sentase en la cama, que él lo haría en la silla, le explicaría la situación y, si firmaba unos documentos que traía, podría irse libremente. Él la acercaría a un lugar habitado, le proveería de las cosas necesarias para poder alejarse de allí y olvidarse de todo aquello. Así de sencillo.

Tu marido, empezó, falleció hace casi un año en uno de sus viajes a un país remoto, no importa cual. En su testamento te dejaba a ti toda su fortuna, que, aunque es muy posible que no lo sepas, era inmensa. Los hijos de su anterior matrimonio, sabedores de eso hecho, enviaron un grupo de mercenarios que te drogaron, te secuestraron y te han mantenida cautiva y medio drogada, hasta utilizando todos los recursos a su alcance, lograron hacerse con la fortuna de su padre. Ahora tú ya no puedes hacer nada. Realmente no sé si sabes en qué país está la sede central de las empresas de tu difunto marido, pero te diré que no es en éste. El sólo vivió aquí los casi dos años que estuvo contigo.

Si me firmas todos los documentos que traigo, te daré un maletín que tengo en el coche con diez millones de dólares en efectivo y todos tus documentos de identidad. Podrás vivir donde quieras, hacer lo que quieras, excepto indagar sobre tu ex. Si no aceptas esas condiciones, tendré que matarte.

Ahora, cada vez que lo recuerda, una sombra de pena seguida por un destello de ira pasa por sus ojos. El helado martíni seco, agitado, no batido, hace que sienta un leve escalofrío mientras posa su mirada en el inmenso azul del mar donde se confunde con el brillante cielo, allá, en el horizonte.

 

 

 

 

 

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