CRÓNICA DE TARIK IBN MUZA (CAPÍTULO 1)
CRÓNICA DE TARIK IBN MUZA
CAPÍTULO PRIMERO
Cuenta
la crónica de Tarik ibn Muza, viajero árabe del siglo XI de la era cristiana, que en uno de sus viajes, remontando el río Nilo, después de haber rebasado el
nacimiento del mismo y tras unas cuantas jornadas marchando hacia el sur, en
una zona ignota del extremo oriental de África dio en parar en un lugar en el
que se asentaba un poblado de seres de características y costumbres muy
peculiares.
El
emplazamiento se hallaba en una estepa rodeada de montañas, algunas de las
cuales emitían penachos de humo, no solo en su cima sino también por algunas de
sus laderas. Era una especie de valle inmenso, casi plano, cruzado por
riachuelos de cursos irregulares y en los que distintos tipos de árboles formaban caprichosos dibujos, como agrupados por una mano indecisa, un par de
ellos aquí, media docena acullá, otros aislados, pero todos ellos sin obedecer
a ningún orden geométrico. Entre esa arboleda dispersa se disponían tierras
con varios tipos de cultivos: cereales, hortalizas y otras variedades
desconocidas.
Tanto
él como su séquito, formado por una docena de hombres de armas, dos geógrafos,
su médico y dos docenas de esclavos dedicados a su servicio y como porteadores
de los pertrechos, amén de varios caballos y bestias de carga (mulos y burros),
fueron recibidos amigablemente y, sin distingos entre señores, soldadesca y
esclavos, ubicados en unas simples construcciones, similares a las que ellos
habitaban, a razón de seis personas por vivienda. Las bestias fueron alojadas
en varios de los corrales que dentro de los límites del poblado existían. Por
las dimensiones de poblado, el número de habitáculos y la cantidad de personas
que pudo ver, dedujo Tarik que allí habitaban no menos de 500 personas.
Cuenta
Tarik que todo el poblado estaba rodeado de una empalizada de no menos de 4
metros de alto, formada por un entresijo de troncos y ramas entrelazadas que
constituían dos barreras paralelas, separadas unos 50 centímetros y entre ellas
un batiburrillo de barro, piedras, trozos de cerámica y todo tipo de ramajes,
pequeños troncos y otros materiales variados. A intervalos regulares y a una
altura de metro y medio, se habrían huecos, semejantes a aspilleras de unos
diez centímetros de ancho y 50 de alto. Supuso Tarik que tal construcción tenía
fines defensivos, aunque no sólo los que él había creído.
La empalizada
contaba con un único acceso. Una enorme puerta de la misma altura que el resto
de la barrera y una anchura de no mucho más de un metro, suficiente para poder
acceder personas y animales pequeños, pero no grandes bestias; estaba formada
por fuertes troncos que formaban un enrejado de manera que dejaban una especie
de ventanucos cuadrados de unos 10 centímetros de lado; estaba guardada por dos
hombres armados con escudo, azagaya, o venablo, y daga por el exterior y otros
dos con las mismas armas por el interior. Sólo podía abrirse desde adentro
mediante un mecanismo de poleas.
Los
residentes del poblado eran de piel negra, si bien todos ellos, hombres,
mujeres y niños, llevaban la cara y el pecho pintados de un color rojo carmesí que
les confería un aspecto bastante terrible y que entraba en contradicción con la
amabilidad que demostraban. Los hombres, de cualquier edad, tocaban su cabeza
con una especie de casco hecho con tiras de cuero entrecruzadas, dos de las
cuales se alargaban por encima de las orejas hasta rozar los hombros. Las
mujeres usaban una especie de pelucas confeccionadas con tiras de cuero
similares, pero mucho más estrechas y que les colgaban hasta la mitad de la
espalda. Ambos sexos se cubrían desde la cintura hasta un palmo por encima de
las rodillas con faldas de mismo material que los ornamentos de la testuz.
A la
caída de la tarde se oyeron toda una suerte de timbales y cuernos, todo ello
bien sincopado y tocando una especie de melodía casi monocorde. Dado que el
concierto aquel parecía alargarse, todos los miembros de la expedición salieron
de las viviendas y contemplaron, con un cierto asombro, que un grupo de 10 mujeres
de aquella tribu era el que originaba tamaño escándalo, mientras algunos
hombres se afanaban arriba y abajo disponiendo sobre un elipsoide formado por
rústicas mesas, varios tipos de platos con frutas y otros productos de origen
ignoto.
En el
centro de todo ello, ardía un notable fuego por encima del cual se disponía una
gran parrilla sobre la que se estaban asando trozos de carne y algunos
pescados. De allí brotaban apetitosos olores, de lo que se deducía que aquellas
viandas estaban sazonadas con algún tipo de especias o hierbas. Por lo que
Tarik pudo ver, no menos de 20 de aquellos fuegos y parrillas se disponían a lo
largo y ancho del poblado.
En el
que ellos estaban, además de las mujeres de la, llamémosla orquesta, y los,
digamos, camareros, un grupo de ancianos, cuya única distinción era una pluma
blanca de regular tamaño, quizás de avestruz, insertada en el casco, ocupaba un
lugar preminente en la mesa y nos invitaba a disponernos a lo largo de la
misma, a todos, incluidos los esclavos, que, temerosos, se colocaron en el
extremo más alejado.
Comieron
los productos con que los obsequiaron y, según narra Tarik, todo estaba
excelentemente cocinado y tenía un sabor exquisito, especialmente las carnes,
que dedujo que debían haber estado marinadas en algún tipo de hierbas que les
conferían una textura y sabor que fue incapaz de reconocer. Terminada la
pitanza, antes de retirarse los ancianos les hicieron saber que al día siguiente
partirían algunos grupos de cazadores y pescadores para proveerse de carne y
pescado para sus almacenes, ahora algo mermados. Les pidieron que, para
compensar su hospitalidad, les prestasen algunos de los esclavos más fornidos
con el fin de ayudar en el acarreo de lo cazado o pescado. Encontrando Tarik
razonable la petición, selecciono a seis de los esclavos más fuertes y les
ordenó que al día siguiente se uniesen a uno de los grupos de cazadores o de
pescadores.
Partieron
de amanecida seis grupos de hombres y, al menos numeroso de ellos se unieron
los esclavos de Tarik. Los geógrafos, el médico, Tarik y los soldados, guiados
por dos de los miembros de la tribu, se dedicaron a explorar los alrededores
del poblado, observando y tomando nota de las variedades de flora y fauna que
por aquellos parajes podían verse. Los indígenas les dijeron que por las
cercanías no solían aventurarse bestias salvajes, pero que, por las zonas de
caza, además de grandes rebaños de cebras y ñus, podían observarse grandes
carnívoros, como leones, leopardos y, por las noches, seres que nunca podían
verse, pero aprovechaban la oscuridad para llevarse a los hombres, de los que
nunca más volvía a saberse. Les contaron que era necesario untarse bien de
barro para pasar desapercibidos ante esos demonios, que Tarik supuso que serían
similares a los djinn que habitaban en su tierra.
Pasaron
varios días inventariando todos los animales y plantas del entorno y
maravillándose de la enorme variedad de todo ello. En un río cercano, del que
el poblado se proveía de agua, y que, según los guías, iba a desembocar en un
gran lago que se situaba a 2 jornadas de allí, y que era de donde obtenían los
peces, encontraron pepitas de oro, algunas de buen peso, casi de medio
kilogramo, a las que los indígenas no les daban ningún valor. En vista de ello,
se dedicaron al acopio de todas las que veían con un cierto tamaño, por lo que,
en un par de días, tenían recogidos no menos de 100 kilos de oro puro.
Al
cabo de seis días volvieron los pescadores cargados con varias cestas de
pescado. Para poder conservarlo, les informaron que, tras pescarlos, los
evisceraban y los colgaban de varas para que se secasen y así, de esa manera,
podían durar más de un mes en perfecto estado. Extrañado Tarik por el retraso
de los cazadores, le dijeron que solían tardar uno o dos días más, debido a que
el transporte de los animales cazados era más penoso por el mucho peso de los
mismos, a pesar de que, una vez capturados, eran destripados y deshuesados y
solo se traía al poblado la carne y las pieles, amén de algunas vísceras que
solían dedicar a las ceremonias de agradecimiento a sus dioses.
En
efecto, al día siguiente llegaron los grupos de cazadores cargados con grandes
fardos de carne envuelta en las pieles de los animales, pieles de cebra, ñus,
antílopes, así como varios animales semejantes a pequeños jabalíes. En una
cesta pequeña venían, para horror de Tarik y de su expedición, las cabezas de
dos de los esclavos que los habían acompañado y, peor aún, no había ni rastro
de los otros cuatro.
Los
cazadores les dijeron que las dos cabezas que traían habían podido rescatarlas
de las fieras que habían matado y devorado a sus dueños, pero de la
desaparición de los otros cuatro sólo pudieron decir que habían desaparecido
una noche, no saben si huido por voluntad propia o secuestrados por los
espíritus nocturnos.
Tarik
y los suyos dedicaron un día a ayunar y orar por los fallecidos y los
desaparecidos y enterraron las cabezas mirando hacia el norte, tal como indican
los preceptos del islam, pues tal era su religión.
Los
aborígenes respetaron sus ritos y creencias y contribuyeron sacrificando a sus
dioses los hígados y el corazón de una de sus presas. Al día siguiente, ante la
noticia de que la expedición de Tarik tenía programado continuar viaje
inmediatamente, les rogaron que se quedasen un día más para reponer fuerzas,
proveerles de algunos enseres y alimentos y emprender el camino con ánimo
renovado. Entendiendo que era razonable, eso hicieron y dejaron la partida para
el día siguiente.
Esa
noche les prepararon un gran banquete con carnes y pescados asados, bien regado
con zumos de unas frutas, similares a ciruelas, que ellos llamaban maru-la y
que formaron también parte de los postres. Bien entrada la noche, y en extraño
estado de euforia, todos se retiraron a sus cabañas para descansar y emprender
la marcha una vez amaneciese.
Era
noche cerrada cuando empezaron a oírse desgarradores gritos en algunas de las
cabañas ocupadas por los esclavos; los soldados salieron armados rápidamente de
las suyas y vieron, con horror, como una horda de indígenas estaba masacrando a los
sirvientes, ante lo cual se concentraron delante de la cabaña que ocupaban
Tarik y sus acompañantes y lograron ponerlos a salvo a lomos de los caballos y
mulos que traían y que, en previsión de la partida, habían ya cargado con
algunas pertenencias. Tras eliminar a los guardias de la entrada y abrir el
portón de la muralla, diez de los soldados, además de Tarik, los geógrafos y el
médico lograron ponerse a salvo en la oscuridad de la noche.
Aterrados,
cabalgaron hasta la base de una de las montañas que delimitaban aquella
planicie. Cuando amaneció hicieron inventario de lo salvado en hombres, bestias
e impedimenta, siendo en total catorce de los primeros, veinte caballos y
mulos, algún saco de oro, varios instrumentos y unas bolsas de alimentos,
básicamente, varios trozos de tasajo y frutas. Con las primeras luces Tarik dio
orden de marcha y ascendieron por una ladera situada entre dos de las más
escarpadas montañas del lugar. Desde allí, uno de los geógrafos, que disponía
de un aparato largavista (previsiblemente
un antecesor rudimentario del catalejo inventado en el siglo XVI –nota del
traductor-) podía otear el poblado y descubrió, espantado, como los
pobladores estaban descuartizando a sus compañeros asesinados, asándolos y
comiéndoselos. Ante tan macabra visión huyeron de aquellos lugares lo más
aprisa que pudieron, poniendo dirección hacia el sur.
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