CRÓNICA DE TARIK IBN MUZA (CAPÍTULO 9)

 

CRÓNICA DE TARIK IBN MUZA

CAPÍTULO NUEVE

Tras varias jornadas viajando hacia el este en su camino de regreso a casa, Tarik reflexionaba sobre las cosas curiosas que les habían pasado, lamentando las desgracias que les privaron de más de la mitad de los hombres que iniciaron la expedición. Los pocos que quedaban (cinco guerreros, uno de los cartógrafos, el médico y él mismo) daban gracias a Alá por estar pasando la que, esperaban, fuese la última etapa del viaje.

Ardía la tarde al sol de poniente cuando llegaron a una loma desde la que podía verse el próximo río que tendrían que vadear. Temiendo Tarik que hubiese tribus ocultas cerca del río, mandó parar para descansar hombres y bestias y poder esperar a que cayera la noche para cruzarlo. Eso hicieron hasta que la noche, apenas iluminada por un piélago de estrellas, se hizo tan densa que casi no podían distinguirse unos a otros. En silencio, cuidando los pasos con suma atención, se llegaron hasta la orilla del río y lo cruzaron sin incidencia alguna, continuando la marcha para alejarse lo más posible de la zona, hasta que la amanecida les halló cerca de un bosquecillo en el que se guarecieron para descansar.

Estuvieron allí todo el día y la noche siguiente; apenas clareaba un nuevo día cuando retomaron su viaje hacia el este. La intención de Tarik era llegar al mar y allí encontrar algún navío que los pudiese llevar lo más cerca posible de la Meca, para así concluir el viaje y dar cuenta del mismo. A lo lejos se veían las estribaciones de un macizo montañoso que, con toda seguridad, sería su última barrera para conseguir su objetivo.

Dos noches después, acampados cerca de un pequeño lago, descansaban todos, excepto los dos soldados que hacían guardia, cuando un ruido lejano, seguido de una fuerte sacudida de la tierra sobre la que dormían, los despertó. Las bestias empezaron a piafar y patalear mientras que los hombres no distinguían cosa anormal alguna. De repente se oyó una voz potente que les decía que se postrasen de rodillas si no querían ser muertos inmediatamente. Así lo hicieron aterrorizados, con la frente sobre el suelo, sin atreverse a levantar los ojos mientras ponían sus vidas en manos de la misericordia de Alá.

Una aparición con forma humana, pero con una altura como de veinte caballos se materializó ante ellos y con voz de trueno les inquirió quienes eran y qué hacían en aquel reino. Temeroso, se levantó Tarik y le contestó que viajeros eran que volvían a su hogar y que no querían mal a nadie. El genio desplegó sobre el suelo un manto que traía, les dijo que no temiesen, que se dispusiesen todos, hombre y bestias, con todas sus pertenencias sobre él. Cuando eso hicieron, el manto se elevó sobre el suelo y comenzó a volar tras el genio. Tarik y sus acompañantes trataban por todos los medios de calmar a los animales mientras lanzaban plegarias a Alá y se maravillaban de lo que les estaba ocurriendo.

Apenas media hora después habían cruzado la cordillera y divisaban muy a lo lejos la línea azul de la costa. Comenzaron a descender y, ante sus todavía sorprendidos ojos, aterrizaron en unos hermosos jardines en los que proliferaban todo tipo de flores y árboles frutales, todos ellos cargados de frutos que, aun siendo de diferentes temporadas de maduración, mostraban un aspecto apetitoso. Mandó el genio que no se moviesen de allí, pero que podían comer lo que gustasen en aquel vergel.

Pasado un tiempo llegó una comitiva encabezada por un hombre alto, con apariencia de muy anciano, vestido con una larga túnica al modo hebreo. Les saludó dándoles la bienvenida al reino de Saba, diciendo que él era Slomo LXV, descendiente directo de la reina de Saba y del rey Slomo (Salomón en la tradición cristiana y Suleiman en la islámica. Nota del traductor), el sabio, el prudente, a quien Yahvé tiene sentado a su mesa en el cielo.

Los jardines que aquí veis, les dijo, están guardados por los ifrit que mi antepasado Salomón I dio como regalo a su amada reina cuando ella volvió aquí, a su casa, donde nació el hijo de ambos, Salomón II, tal como figura en el libro de los Reyes de los libros sagrados. Desde entonces, nuestro pueblo adora a Yahvé y sigue sus sagradas escrituras. Ya que parecéis agotados de vuestro viaje, os ofrezco mi palacio y todo lo que contiene para que descanséis y os repongáis de las fatigas pasadas. La única condición que os pongo es que me deis cuenta de vuestras aventuras, los países y los pueblos que en ellas conocisteis. Cuando deseéis partir, haré que uno de mis genios os transporte a vuestro país.

Estaban Tarik y los suyos maravillados de todo lo que oían y veían sin dar crédito a su buena suerte. Después de aceptar las condiciones, los alojaron en un ala del palacio desde la que podían ver los maravillosos jardines, fuentes de aguas cristalinas en la que nadaban fantásticos peces de colores y anadeaban patos y cisnes como no habían visto jamás. Los bañaron con delicados perfumes y los vistieron con ricos ropajes. Eran atendidos por una pléyade de hermosas doncellas y efebos lindísimos que eran diferentes cada día (ya que transformarse así es uno de los poderes de los ifrit) que los complacían en todas sus peticiones, bueno, ejem, en casi todas.

Tarik, el médico y el geógrafo paseaban a menudo por el palacio guiados por el edecán real e incluso, en ocasiones, por el propio rey, paseos en los que le iban desgranando las aventuras y desventuras acontecidas en su largo viaje. Se maravillaban de la increíble biblioteca y de las suntuosas riquezas que podían verse por doquier. Uno de los días, el rey Salomón les condujo a una cripta guardada por dos enormes ifrit armados con espadas de fuego. Dentro de ella se apilaban montones de rubíes, zafiros, esmeraldas y brillantes, alhajas de todo tipo, amén de enormes pilas de monedas de oro y plata; en una zona más escondida, cerrada por fuertes barrotes de un grosor considerable, podían verse un gran número de vasijas dispuestas en hornacinas individuales. A la pregunta de Tarik sobre su contenido, Salomón le contestó que contenían espíritus malignos que estaban allí encerrados desde los tiempos de Salomón I, genios que no podrían escapar a no ser que se rompiese el sello con que él las había precintado.

Tarik conocía esa historia por haberla leído en el sagrado Corán, en el que Mahoma, que Alá guarde, habla de Salomón como uno de los grandes sabios y profetas de Alá y de los grandes portentos que había realizado esclavizando a los genios malignos, poniendo a su servicio a los pacíficos.

Pasado un mes en esa holganza, decidió Tarik que ya era hora de volven el quea su tierra. Lo consultó con sus acompañantes y todos coincidieron en seguir viaje para reencontrarse con sus familias. Así lo comunicaron al rey Salomón que, con gran pesar, les dio su bendición. Como regalo de despedida, dio a cada uno un gran cofre repleto de piedras preciosas, joyas y monedas de oro, así como un brioso corcel de la más pura raza. Puso a su disposición al genio que los había llevado en su manto hasta allí y le encomendó que los dejase sanos y salvos en su tierra.

Partieron de día, durmieron una noche y apenas empezaba a clarear el día siguiente cuando el genio les depositó suavemente a dos leguas de la Meca para no ser visto por los habitantes de la ciudad. Le agradecieron grandemente sus servicios, se despidieron de él y se dirigieron a la ciudad. A su llegada a hora tan temprana no fueron vistos por nadie, dirigiéndose a la mezquita, donde se postraron y dieron gracias a Alá, el clemente, el misericordioso. Después cada uno partió hacia su casa, donde fueron acogidos con lágrimas de alegría, cantos y risas por sus familias que ya los daban por perdidos.

Vivieron en paz hasta que Alá se acordó de ellos, cuidando de sus seres queridos y de las familias de los que no habían sobrevivido al viaje, gracias a los tesoros con que el rey Salomón LXV los había gratificado. Pero Alá es más grande.

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