BARCIDOZA

 BARCIDOZA

            Desde el Tibidabo, la calle se desliza por la ladera serpenteando, indecisa, dando bruscos quiebros para evitar las casas que, anárquicas, se sitúan acá y acullá. Desde arriba, la ciudad se extiende callada a estas horas de la mañana, apenas iluminados algunos tejados por la fría luz del amanecer y otros aún escondidos entre las sombras que las torres más altas proyectan.

Había dormido a la altura de la perrera, bien pertrechado por una robusta caja de cartón procedente de un basurero pirata próximo; la de un frigorífico, americano a mi escaso entender, que dispuse sobre los desmembrados restos de otras de menor porte, me sirvió de más que adecuado habitáculo. ¿Qué hacía yo allí? Pues el siempre tan amable comisario Mendozano, después de tratarme de piltrafilla humana y darme dos pescozones, me había sugerido, tras dos buenas patadas en salva sea la parte (que no habría envidiado ni el más potente percherón) que siguiese a un individuo al que él, presuntamente, tenía por un estafador de cuenta; eso sí, el hombre, sabedor de mis debilidades, me invitó a un bote de ese icor de los dioses que es un afamado refresco de cola.

Dado que el personaje a seguir moraba con su familia en la falda de la mencionada montañita, pues eso es, a pesar de ser la más elevada de la sierra de la Colserola, no me quedaba más remedio que hacer noche en las proximidades de su nada humilde mansión, para poder seguir, desde temprano por la mañana, sus andanzas por la más que populosa e internacional urbe. He de aclarar que no me parecía nada mal el lugar. Día sí, día también, me regalaba con opíparas cenas que, a poco que revolviese, encontraba entre los desperdicios arrojados a los cubos de la basura de aquellas señoriales viviendas: su buena media pizza, una chuleta casi sin empezar, hamburguesas apenas mordisqueadas, latas, botes, botellas de vino, cerveza y otros líquidos espirituosos que sus usuarios habían tenido a bien no apurar para, con todos ellos, si bien no mezclados, darme suficiente para poder trasegar buenos tragos y metérmelo todo al coleto.

Bueno, a lo mío. El fulano salía de casa todos los días, excepto sábados, domingos y festivos, a las ocho de la mañana, bajaba caminando a buen paso hasta la altura del Museo de Ciencias y allí, siempre, le esperaba un automóvil discreto en dimensiones y color que, conducido por un chófer negro como el carbón, enfilaba calle abajo hacia el centro como si la vida le fuese en ello. Avisado como estaba desde el plantón que me dieron el primer día, ya tenía ojeado algún medio de transporte para seguirlos, bien un camión de reparto, una bicicleta apenas sujeta a una farola con una simple cadena con candado (bendita inocencia la del género humano ciclista) o la rapidez, cada vez menor, de mis piernas para lanzarme a todo correr hasta dar con el vehículo adecuado.

A esas tempranas horas la ciudad bullía debido a la conocida laboriosidad de sus habitantes, que salían vomitados por portales de torres cada vez más vetustas según abandonábamos los señoriales arrabales de los que bajábamos. Hay que ver lo industriosa que es la gente de esta ciudad. Corren en motos y bicicletas formando un casi caótico baile con los negros taxis que se afanan en llevar a sus clientes al destino de cada uno.

A lo mío. Bajaron por el panal de calles del Eixample por donde, a decir verdad, me costó seguirles por el mucho tráfico mañanero, pero como presumía que iría a donde a esas horas va siempre, no me apuré demasiado y me dio tiempo a contemplar todos los edificios que de forma simétrica rellenan lo que otrora fueron verdes campos al norte de la Ciutat Vella. Acerté. El tipo, tras la oportuna parada del vehículo tractor, se posó en la plaza Universidad, justo delante de la Universidad Central, un noble edificio pétreo construido en el siglo pasado, donde el interfecto solía pasar las mañanas, por lo que columbré que bien trabajaba allí o era la sede de sus presuntas fechorías.

A la puerta paré a un jovenzuelo vestido de una forma que, incluso a mí, me pareció peculiar: fuertes botas de monte, astrosos pantalones de pana gruesa, jersey de lana varias tallas mayor que el contenido y un cubrecabezas peculiar; portaba una medio desfondada mochila e iba armado de una especie de piolet que le colgaba del cinto; pelos largos y barba descuidada enmarcaban una cara morena, como expuesta a las inclemencias del sol y el aire; de todo ello deduje que debía de tratarse de alguna especie de vagabundo extranjero. Así y todo, sin decaer de mi intención, le pregunté si por ventura conocía al hombre que acababa de traspasar la puerta. Me miró raro y muy amablemente, y en perfecto catalán, me contestó que era el decano de la facultad.

Asombrado estaba yo de aquella circunstancia, pero no me arredré y le dije que qué facultad era aquella y, sonriendo, me dijo que la de Geología. Le di las gracias. Él continuó su camino hacia el interior. Decano, columbré yo para mí, debería ser el más viejo de esa institución, pero mi perseguido no tenía esa pinta, así que pensé que el supuesto vagabundo me había tomado el pelo. Así y todo, éntreme para adentro yo también y vi por el patio interior varias personas, hombres y mujeres, vestidas a la manera estrafalaria de mi interrogado, de lo que deduje que debería ser una especie de secta que en tal lugar se reunía. Pregunté a una de las mujeres, una chica joven, y me dio la misma respuesta. No podía ser que fuese casualidad, así que di por buena la información.

Haciéndome pasar por el doctor Eduardo Mendocino, llamé, con un móvil que había distraído a uno de aquellos extraños seres, al teléfono que figuraba como secretaría de la facultad, preguntando si el decano podría recibirme, a lo que me dijeron que hoy imposible, ya que estaría presidiendo una Junta que duraría toda la mañana. Estupendo pensé. Crucé la plaza y me dirigí, atravesando la atascada avenida de Les Corts, hacia la rambla que habría de llevarme a mi lugar favorito: el Rabal, lugar en el que atravesando sus recoletas, oscuras y sucias calles llegaría al bar “El paraíso terrenal”, local lúgubre en el que mi hermana Blancanieves (nombre que mi cachondo padre le puso cuando vio nacer a tan feo, renegrido y contrahecho feto) trabaja, si bien allí es conocida como la Epson, al ser chica multifunción, vamos, para todo, que igual recibía por arriba o por abajo, por delante o por detrás, a capricho del cliente.

El bar es un local lúgubre, oscuro, en el que se reúnen gentes del buen vivir, como asaltapisos, tirabolsos, descuideros, atracadores de filosa, alternando con chicas de mal vivir, como mi hermana. Por sus paredes rezuman a partes iguales vicio, tabaco y otras sustancias legales o no. Aun siendo refugio de perdularios e infierno de incautos, de vez en cuando acceden al local turistas desinformados atraídos por el “color local” y rubicundos marinos de la sexta flota americana cuando recala en el puerto; ambos tipos de especímenes son prontamente descargados del peso de su dinero y de su honra por métodos imaginativos a la par que variopintos.

(Continuará. O no)

 

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