FRÌO

 

FRÌO

            Una casona antigua en un paisaje yermo, vacío, un páramo en el que los vientos, viniesen de donde viniesen, chocaban como queriendo arrancarlo de la llanura sobre la que se aposentaba. La reserva me la habían hecho desde la oficina. Les pedí un lugar tranquilo, lejos de los ruidos de la ciudad, pero cerca de ella. Acertaron de pleno. En coche apenas se tardaban 15 minutos por una carretera recta como la afilada hoja de una navaja de afeitar. Tranquilidad absoluta, excepto por el suave gemir de las hojas de los chopos que abrazaban la que, otrora, hubo de ser casa solariega o pabellón de caza de algún gentilhombre de la ciudad cercana. La luna sacaba vacilantes sombras de las atormentadas ramas de los chopos que, como dedos sarmentosos, señalaban las matas de romero, escobas y cardos de aquel desolado lugar.

            Dadas las fechas, el otoño agonizaba para dar paso el invierno, no me extrañó ser el único huésped. La casa estaba regentada por un matrimonio maduro, yo les supuse entre 55 y 60 años, serios, correctos en el habla y el ademán, con el gesto adusto de quienes han visto y oído demasiadas cosas y no se sorprenden por nada. Típico de esas gentes de la meseta, curtidas por el sol, el viento, el frío y la nieve.

            La habitación no estaba mal. Una cama enorme bajo un baldaquino de aspecto decimonónico, un recio armario de madera oscura, roble o castaño, con una puerta central en la que habían colocado un espejo de cuerpo entero, un escritorio, también de alguna madera noble, un sillón de orejas y dos sillas que, a fuer de elegantes, habrían necesariamente de ser incómodas; en el lateral opuesto al armario, ardían unos troncos dentro de una chimenea ornada con rocas gris oscuro que no desdecían con el aspecto general de todo el entorno. Por una puerta lateral se accedía a un baño que, tras ver la sobria habitación, sorprendía por su claridad, lo moderno y funcional de su equipamiento.

            Estaba cansado del viaje, así que, tras una frugal cena, subí a mi habitación, me puse el pijama y me metí en la cama. Siempre leo un poco (o un mucho) antes de ponerme a dormir, así que en mi equipaje nunca faltan uno o dos libros. Aquel día empecé a releer las crónicas del Sochantre, de Cunqueiro, lectura sencilla que había leído por primera vez en mis tiempos de instituto. El cansancio hizo que, apenas media hora más tarde, se me cayesen el libro de las manos y los párpados sobre los ojos.

            No sé qué hora era. Un escalofrío recorrió mi cuerpo y me desperté inquieto. Un ruido leve, como de suaves arañazos, llegó a mis oídos desde un punto de la habitación, dentro de ella. Agucé los oídos y el rasgueo pareció cesar, para luego volver como más lejano, más tenue, pero aún próximo. No soy especialmente temeroso, así que abrí los ojos, me incorporé y encendí la luz de la lámpara de noche. Todos los muebles proyectaban sombras oscuras en las que podría esconderse cualquier animal pequeño, pues eso supuse que podía ser el origen del sonido. Me levanté, encendí la luz cenital y las sombras desaparecieron, pero no así el ruidito. Escudriñé todos los rincones sin dar con su origen hasta que, al separar las cortinas que cubrían la ventana y abrir las contraventanas que la cegaban, descubrí que una de las ramas de un chopo cercano acariciaba los cristales. Tranquilo ya, me metí en la cama y me puse a dormir. Soy de sueño fácil así que no tardé demasiado en hacerlo.

No sé si dormí poco o mucho, pero de nuevo me desperté sobresaltado por un aliento gélido que me rozó la cara. Todo era silencio y oscuridad. Hacía un frío espantoso. Unas pocas brasas sobrevivían en la chimenea y daban a la habitación un aspecto siniestro, tornando la oscura madera de los muebles en remedos de imágenes caleidoscópicas del infierno: tonos rojizos, caoba, azabache, con ocasionales chispas amarillentas que brincaban caprichosas aquí y allá. Y frío. Mucho frío. El grueso edredón que me cobijaba parecía más mortaja que elemento calefactor. Miré hacia el armario. Allí, en su espejo, se repetía, alejado, como en el fondo de un pozo, el mortecino rojo de las brasas, remedo de ojos de bestias en medio de la oscuridad.

            No sé por qué, pero no me atrevía a encender la luz. Del frío, que no de miedo, empezaron a castañetearme los dientes, mientras me decía que aquello tenía que ser un sueño, que no era real. Maldito Sochantre con sus muertos, pensé. Me tendí boca arriba y empecé a hacer los ejercicios de relajación para calmar los locos latidos del corazón que golpeaban mis oídos. Poco a poco, controlando la respiración, pausándola, la tranquilidad fue volviendo a mi ánimo. No así el calor. Aunque el edredón parecía calentar un poco más, mi cara estaba helada, por lo que me cubrí hasta arriba. A los pocos segundos volvieron los sonidos que atribuí al roce de las ramas en la ventana, pero esta vez más fuertes, como de palitos entrechocando entre sí. Arreció el viento, pensé para mí. De repente, el edredón voló con fuerza de la cama al suelo. Abrí los ojos y allí, delante de mí, fosforescentes, estaban ellos.

 

 

 

 

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