REFLEXIONES DESDE EL AISLAMIENTO
Estos
días de encierro dan para mucho, hasta para hablar (más) con las personas de tu
entorno y surgen conversaciones sobre lo humano, lo divino, tonterías (muchas),
agobios varios, incluso del puñetero virus (sobre esto lo menos posible y solo
de pasada).
Una
familiar trabaja en una empresa química y estábamos charlando ella, mi mujer y
yo sobre los procesos y las cosas que hacen; nos explicaba cosas de su trabajo,
como mezclan diversos componentes para conseguir los productos que hacen y
surgió las precauciones que tienen los científicos para llevar a cabo cambios
en los procesos más o menos establecidos, mientras que los ingenieros (ella lo
es) se atreven más a cambiar lo establecido, ponen unos márgenes de error
amplios (en general bastante más de lo necesario) y tiran adelante, y si sale
con barba san Antón y sino la purísima concepción. Tiene en parte razón. Los
científicos experimentales ortodoxos tratan de tenerlo todo razonablemente
“amarrado” antes de lanzarse, mientras que los ingenieros, con unos
conocimientos básicos imprescindibles y un extenso archivo de experiencias
reales previas son “practicones” (no es palabro mío, pero me gusta y confieso
que ahora mismo no recuerdo de quién lo aprendí).
De ahí
nos enrollamos con lo que es y no es ciencia (en sentido estricto, no esta moda
actual de que todo es ciencia: el derecho, la economía y otras de la misma laya
que ni lo son ni lo serán). Yo, por pura deformación profesional (soy geólogo)
me referí a las cinco ciencias clásicas: matemáticas física, química, biología
y geología). Así, en frío, sin darme tiempo a prepararme me dijo que los
geólogos éramos en realidad ¡poco más que historiadores!, para tiempos muy
largos, pero historiadores al fin y a la postre; después de pensarlo un poco
decidí que, en parte, tenía razón: una buena parte de los geólogos, digamos que
los que se aferran a la parte más clásica, solo se dedican a describir cómo son
las rocas, cómo están dispuestas en la naturaleza, qué paisajes forman, qué relaciones
hay entre ellas, a cartografiarlas y a ponerles una edad y entorno de formación
y, realmente, en eso en poco se diferencian de historiadores y geógrafos (estos
últimos dibujantes y descriptores de la Tierra por más que quieran arrogarse
otras funciones).
Si
recordamos los pasos del método científico (Observación. Preguntas. Hipótesis. Experimentación.
Análisis y conclusiones) muchas partes de la geología no lo siguen en su
totalidad. Quede claro que no desprecio en absoluto las interpretaciones
intuitivas y razonadas que a partir de una observación minuciosa pueden
alcanzarse. Si bien utilizan herramientas y equipos para determinar, por ejemplo,
la edad de las rocas, eso no los convierte en científicos.
De
entre los diferentes tipos de geólogos, los más alejados del concepto de
ciencia son los paleontólogos, pero les siguen de cerca estratígrafos,
geomofólogos y algunos geodinámicos (ya que estos últimos han descubierto un
poquito de mecánica de rocas –¡el diablo me aparte de eso! gritará la mayoría-
y la geofísica); una parte de geodinámicos, mineralogístas y petrólogos se acercan
más a los procedimientos del método científico, sobre todo si se orientan a lo
que podemos denominar como geología aplicada a la ingeniería y a la pura
experimentación en mineralogía, petrofísica y petrogénesis.
Sin
rencor alguno (solo con una cierta tristeza) recuerdo cuando yo formaba parte
del grupo de apestados del departamento de geología por hacer lo que los otros
llamaban, en los años ochenta, “parageología”, por ser geólogos experimentales,
de bata y no de bota. Cuanto dinosaurio circulaba entonces por allí y cuantos
quedan, hijos de los de entonces, todavía. Otros han tenido que comerse, sin
patatas, y sin reconocerlo, su cortedad y sus miserias de entonces,
reciclándose a postulados más aplicados. En fin, el tiempo pone las cosas en su
sitio tarde o temprano, aunque en ocasiones demasiado tarde. Esto tiene una
carga de subjetividad de la que soy consciente, pero ni puedo ni la quiero
obviar.
Ciencias
en sentido estricto son entonces la química y la física, además de algunas
partes de la biología (no toda evidentemente, ya que gran parte es descriptiva),
pero ¡no las matemáticas! Esta afirmación puede resultar sorprendente. A mí me
lo resultó la primera vez, no ha mucho, que la leí; ¿cómo que las matemáticas
no son una ciencia? ¡Blasfemia! Pensé de repente. Luego seguí leyendo y
haciendo trabajar a la vez a casi todas las neuronas disponibles. Me convencí
(salvo mejor argumento en contra que trataré con algún querido amigo del gremio
numérico). Las matemáticas son un lenguaje. Un lenguaje que nos permite
expresar conceptos físicos, químicos, incluso biológicos, geológicos,
informáticos, músicos y muchos más. Que nos permite relacionar distintas propiedades
entre sí, que nos cuenta cómo se mueven los planetas y tantas otras cosas, que
no me extraña que sean tan complejas.
¡Vaya
turra que os doy! Lo siento, tendrá que ver con estos curiosos días que nos está
tocando vivir.
Una
reflexión más. Un buen número de personas cree que estos tiempos traerán un
cambio de paradigma, de costumbres, que a partir de ahora ya casi nada volverá
a ser como antes del puñetero virus. No lo tengo yo tan claro. Estos
aldabonazos históricos traen consecuencias, obviamente, pero ¿hasta dónde? O,
mejor dicho ¿hasta cuándo? Una vez que se descubra y universalice la vacuna
(hecho que estoy absolutamente convencido que tendrá lugar) ¿hasta cuándo
recordaremos esto? La gripe común llega todos los años, todos los años mata a
un montón (cientos de miles) de personas en el mundo, pero no nos condiciona la
vida. Pasará unos meses, un año como mucho y volveremos a nuestras rutinas, después
de todo somos animales de costumbres, la sociedad funciona con toda una serie
de inercias que es muy difícil modificar en poco tiempo.
Si los
profetas de la venida de los nuevos tiempos tienen razón, mal asunto. Ya que
tenemos tiempo no sería malo que reflexionásemos lo que implicaría un cambio
drástico y rápido. Cómo afectaría ese cambio a la economía que, hoy por hoy,
marca la forma de vida de la humanidad. ¿Dejaríamos de coger el coche?
¿Dejaríamos de viajar? ¿Desaparecería el turismo? ¿Nos olvidaríamos de fiestas?
¿de salir a un restaurante? ¿de ir al cine? ¿de verdad? ¿de verdad pensáis que
puede pasar todo eso? Y si pasa ¿somos conscientes de todo lo que implicaría? Confieso
que solo la idea me da miedo. Mucho más que el calentamiento global y otros
monstruos apocalípticos que los profetas del fin del mundo predican por ahí.
Soy un
lector compulsivo de ciencia ficción (confieso que ahora un poco menos, así que
mejor decir que fui, pero sigo enganchado a ella). Muchas distopías dibujan futuros
en los que los humanos apenas tienen contacto entre sí, viven aislados, metidos
en sus propias burbujas, comunicándose solo a través de teléfonos, ordenadores,
o las mil y una maneras que a las calenturientas mentes de los escritores se
les hayan ocurrido; futuros en los que ni siquiera es necesario el contacto
humano para perpetuar la especie (ya es posible ahora, así que…).
Ya, eso es un extremo. Pero a los extremos se
llega desde algún punto de partida. Por eso me niego a pensar que pueda ser una
situación como ésta. Me quedan muchas cosas todavía en el tintero, pero las
dejo para otro arranque de inquietud dactilar que, al fin y a la postre, es la
que me lleva a aporrear el teclado.
Cuidaros.
Esto pasará y si hay algún cambio será para mejor, quizás para estrechar lazos,
nunca para romperlos.
Yo también estoy seguro que van a cambiar muchas una vez pase el coronavirus (o se quede para siempre), pero una de las cosas que no cambiará es la estupidez humana.
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