EL INSTITUTO
EL
INSTITUTO
En el otoño de 1965, con diez añitos, entré, tras el preceptivo examen de ingreso, en el instituto de Candas para cursar el bachillerato. La foto que ilustra este escrito es de ese año. Ahí estoy, así que, si tenéis humor, tratad de identificarme. No tengo especiales malos recuerdos de esa época, ni tampoco especialmente buenos, aunque creo que abundaron más los buenos momentos. Un montón de profesores. No haré una lista porque seguro que me olvido de alguno y no me gustaría. Buenos (los más) y regulares (algunos). Cumplidores todos. Anécdotas bastantes, pero solo voy a narrar una en la que me tocó (a mi pesar) ser protagonista.
Primavera
de 1969. No recuerdo el mes, tampoco el día de la semana. Catorce años recién
cumplidos o a punto de hacerlo. Cuarto de bachillerato en el instituto nacional
de enseñanza media de Candás. Mixto sí, juntos, pero no revueltos, las niñas en
sus aulas y los niños en las suyas. Era la penúltima clase de la mañana. Latín.
Quedaban apenas 5 minutos y el profesor, Félix se llamaba (don Félix para
nosotros) ya nos había mandado recoger. Un tipo curioso ese Félix. Lo mismo
valía para un roto que para un descosido. Supongo que era licenciado en letras
y, seguro, era el responsable de enseñarnos la lengua de los césares,
restringida ya en aquellos tiempos al personal eclesiástico católico romano y sus
ritos. Digo que era un tipo curioso porqué, además del latín, llegó a
impartirnos temporalmente clases de aquella curiosa asignatura que se llamaba “formación
del espíritu nacional” e incluso de gimnasia cuando una temporada no hubo profesores
de esas disciplinas.
Pues allí estábamos en silencio todos los chicos de
cuarto A (cuarto B eran las chicas) disfrutando del solecillo que entraba por
el ventanal (yo estaba sentado al lado), mirando las moscas y esperando que
sonase el timbre que anunciaría el fin del latín y el comienzo de la última clase
de la mañana. Historia con Piedad (doña Piedad). Poco a poco empezó a oírse un
ruido que, en unos instantes, se hizo casi atronador. Un helicóptero pasaba por
encima del instituto o sus proximidades. Era 1969. No era algo demasiado normal.
Sin moverme del pupitre, ladeé la cabeza y estiré todo lo que puede mi menguado
cuello hacia la cristalera por si podía ver tamaño espectáculo. Nunca tal
hiciera.
Félix se levantó como un resorte de su asiento y, con voz
destemplada y cara de pocos amigos, nombró a cuatro de los que estábamos
sentados cerca de la ventana. Nos mandó levantarnos y acercarnos a la pizarra;
cuando llegamos nos obligó a ponernos de rodillas de cara a la pared. Sin más.
Sin dar ninguna explicación. Era 1969. Faltaban unos minutos para el fin de la
clase, así que yo no dije nada (creo recordar que los demás tampoco). Nos
arrodillamos y esperamos que sonase el timbre, cosa que ocurrió casi al
instante. Nos dijo que permaneciésemos de rodillas mientras él iba a hablar con
Piedad. Salió de la clase. Volvió y nos dijo que fuésemos con él, que seguíamos
castigados (¿?) y que le acompañásemos al aula de cuarto B (la de las chicas)
donde seguiríamos de rodillas durante su clase.
Maldita e infeliz Piedad (era un alma de dios) por haber
cedido a los sádicos deseos de aquel energúmeno. Maldito tiránico cabrón que,
sin motivo, quería hacernos pasar, no solo un injusto castigo, sino además la vergüenza
añadida. Yo me negué a entrar. Convencí a los demás para que hiciesen lo mismo.
A todos nos unió la injusticia y el pudor de los catorce años. No entramos. Se
montó un follón de mil demonios. Era 1969. Sin ningún tipo de audiencia, se nos
expulsó una semana del instituto y hasta fin de curso de la clase de latín, sin
derecho a examen y, por supuesto, con esa asignatura suspendida en junio. Como
premio a mí me suspendieron la Literatura. El profesor, José María se llamaba y
era un buen profesor, aunque a la vista de lo sucedido, de poco carácter, me
confesó que lo habían obligado para que no me quedase solo el latín. Supongo
que tendría que ver con que en aquellos tiempos había una reválida para poder
pasar a quinto curso y no parecería muy normal que por una asignatura (sin examinar
por expreso castigo) se impidiese acceder a la prueba de reválida. Yo era un
estudiante con una muy buena nota media. Nunca había suspendido.
Pasé el verano estudiando latín como un cabrón. Me daba clase
un exseminarista, así que en septiembre leía y escribía latín casi como
Cicerón. Por supuesto no descuidé la Literatura, una de mis asignaturas
preferidas gracias a los magníficos profesores que tuve en segundo y en cuarto.
Una breve interrupción sobre esto. Con el profesor de segundo (me parece
recordar que también se llamaba José María) llegamos a representar obras de
teatro y a hacer lecturas dramatizadas (fui el rey Melchor en el “Auto de los
reyes magos” y Creonte en “Antígona”) y aprendí a amar a mis once añitos la
lectura de libros (hasta entonces cuentos y poco más). Con el José María de
cuarto y sexto (él era filólogo y escritor de seudónimo “Alín”) no solo se
incrementó ese bendito vicio, sino que me inició en la ciencia ficción. Nos
llevó a toda la clase al cine a ver “Fahrenheit 451” y “2001. Una odisea en el
espacio”. Ambos profesores nos hicieron leer (y presentar un resumen) una lista
de libros en cada curso. Mi eterno agradecimiento a ambos.
Sigo con la historieta del malvado Félix y sus tonterías.
Me examiné en septiembre. Aprobé Literatura. Bordé el examen de latín y me puso
un notable. Me examiné de reválida y aprobé, así que en octubre empecé quinto
de bachiller. Allí. En Candás. Seguía siendo 1969. Yo escogí ciencias. No por
miedo al latín. Para nada. Me gustaban las matemáticas, la física y la química
y se me daban bien. Un día a principios de curso de me encontré por el instituto
con Félix. Me paró y, con una sonrisilla cínica, me dijo que estaría contento
con el notable que me puso. No, le dije, fue injusto, merecía un sobresaliente,
el examen estaba perfecto.
Aprobé quinto, sexto y reválida y después me tocó el
primer año de implantación del Curso de Orientación Universitaria, que en
Candás, en aquel entonces, 1971, no se impartía, por lo que tuve que ir a cursarlo
a Avilés. Allí antes de escoger asignaturas optativas tenías que reunirte con
el jefe de estudios. Era un cura de los de sotana, alzacuellos y tonsura que,
nada más entrar en su despacho, me preguntó si tenía pensado ir a la
universidad, a lo que le contesté que sí; que qué quería estudiar, Químicas o
Geología le contesté. Sin dudarlo un instante me dijo tus optativas son
matemáticas, física y química. Traté de protestar (quería coger biología), me
miró y me dijo, dile al siguiente que pase. Y no hubo más que hablar.
En junio
de 1972 acabó el instituto con el C.O.U. superado y tuve las vacaciones escolares
más largas que recuerdo, ya que la universidad no empezó hasta mediados de
octubre, casi cuatro meses. Y ahí empezó otra historia.
¿Llevabas gafas?
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