NUEVOS VECINOS
NUEVOS VECINOS. Era un pueblo sin mar la noche después del entierro. En la barra del bar se agrupaban los hombres, mientras que las mujeres estaban apiñadas alrededor de un par de mesas que habían arrimado. Silenciosos todos ellos, mohínos, con gesto adusto. Cabizbajos parecían estudiar, los unos, los arcanos mensajes que pudieran estar escondidos en la barra del bar; ellas en el desgastado dibujo del hule que cubría las mesas. Entre unos y otras conformaban un grupo que no llegaba a las dos docenas de personas, pero, para los sonidos que allí podían oírse, podría no haber nadie; el tictac del reloj de péndulo, el chisporroteo de los troncos en la chimenea y algún que otro crujido de madera que podría proceder de cualquiera de las baqueteadas sillas en las que ellas estaban sentadas. Nada más. Ni un triste zumbido de mosca. Las mujeres todavía llevaban el traje de domingo que se lleva a los funerales y cubrían sus cabezas con mantillas o pañoletas; algunas removían silenciosa y