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UNA MUJER NORMAL

  UNA MUJER NORMAL             María era profundamente religiosa. Ese no era el mayor de sus defectos ni el mayor de sus problemas. Estaba profundamente enamorada de su marido y ese sí era su principal defecto y, por ello, el mayor de sus problemas. Todos los días, a las siete y media, en cuanto oía a su marido cerrar la puerta de la casa y darle dos vueltas de llave a la cerradura se levantaba de la cama. Se ponía de rodillas, apoyaba los codos sobre el colchón y dedicaba unos minutos a rezar. Lo primero por sus hijas. Después, siempre, por las almas de las personas a las que su marido tendría que retirar. Esa era la expresión que él usaba: “retirar”. El primer día que empezaron a hablar de casarse, él, mientras paseaban por el parque, le dijo su verdadera ocupación. Hasta entonces siempre le había insinuado que trabajaba en una pequeña empresa, en la que era agente comercial y, de ahí, sus frecuentes ausencias por viajes a otras ciudades. Esto tenía un poco mosqueada a su famil

UN HOMBRE NORMAL

  UN HOMBRE NORMAL Siempre fue un hombre metódico, ordenado, incluso un pelín maniático con sus rutinas, y en absoluto compulsivo. Todos los días, todos, sin excepción, ya fuera invierno o verano, se levantaba a las 6 de la mañana. Después de asearse, procedía a vestirse con las ropas que la noche anterior ya había dejado dispuestas a los pies de su cama. Mientras lo hacía, con movimientos quedos y reposados, miraba el tranquilo dormir de su esposa que, muy raramente, se despertaba, y si lo hacía, lo miraba y volvía a quedarse dormida.             Antes de ir a la cocina, se asomaba silenciosamente a la habitación en la que dormían sus dos hijas y dedicaba unos segundos a contemplarlas disfrutando cada uno de ellos, dos querubines, decía para sí. Cerraba la puerta sigilosamente y, una vez en la cocina, preparaba el desayuno para toda la familia: cacao para las niñas, café para su mujer y para él y tostadas para todos, que, aunque él nunca lo viera (se marchaba antes de que se despe

RARO SUCESO

  RARO SUCESO             Yo tenía una huerta en Olivares. Durante varios años, una vez pasados los rigores invernales, preparaba un pedazo para sembrar unos ajos y plantar, entre otras cosas, unos manojos de cebollín. Solían ser unos doscientos dientes de ajo y una cantidad similar de planta de cebolla. Cavaba la tierra con el palote después de haberla abonado con el cucho, básicamente estiércol de vaca, que amablemente me regalaban unos vecinos que tenían cuadra de esos animales. Una vez paloteada la tierra y después de pasados unos días, la desterronaba y hacía unos riegos en condiciones. Los ajos en la parte de arriba de lo trabajado y el cebollín abajo y todos los años recogía, meses después, una razonable cosecha de ajos y cebollas, mayor o menor según vinieran primavera y verano. Y eso ocurría casi todos los años. Excepto uno. Pasó algo muy extraño. El clima fue normal en cuanto a temperatura y lluvias, pero los ajos no brotaban y el cebollino cada día estaba más pequeño,

INVIERNO

  INVIERNO             Hola Permíteme que me presente, al menos oficialmente, ya que, a pesar de que hemos vivido muchos años juntos, nunca te había hablado. Mejor dicho, nunca te había escrito. Perdona que no me exprese con precisión, pero es que estoy un poco inquieto. Es mi primera vez y, además de la falta de costumbre, me he decidido a manifestarme así ante ti porque no me encuentro bien. Soy el ente que tu llamas invierno y en otras lenguas de otras maneras, pero siempre refiriéndose a mí. Ya sabes, ese que te visita y te acompaña desde el 21 de diciembre hasta el 21 de marzo. Tres meses todos los años. En realidad, yo trabajo seis meses al año, pero sólo tres contigo, los otros tres me voy al hemisferio sur y me pierdes de vista, aunque, de vez en cuando, tienes noticias de mis actividades por la prensa u otros medios de comunicación. Últimamente puede que ya no reconozcas mi venida tan claramente como hace unos años. ¿Recuerdas, hace muchos años, cuando durante mi visit

VIAJAR

  VIAJAR             No soy especial amigo de los viajes, al menos tal y como ahora se puede viajar. Otra cosa sería si existiese el viaje instantáneo, tal como parece en algunos relatos y películas de ciencia ficción, pero como eso es físicamente imposible, me quedaré sin poder ir por la mañana a Nueva Guinea, por ejemplo, y por la noche dormir en mi cama. En fin. No me gusta demasiado el avión. No por miedo, aunque esas latas voladoras siempre me causan una cierta inquietud. Aunque sí que he salido a la mar por unas horas, tampoco me atrae un crucero, así que sólo me quedan los viajes por tierra. Tengo recorrido demasiados kilómetros (y horas, claro está) en autocar, así que tampoco es un medio que, a estas alturas de la temporada, me satisfaga. No pasa lo mismo pasa con el tren; horas y horas, kilómetros y kilómetros hacen que sea mi segundo medio de locomoción preferido. Por detrás del automóvil, que sí es mi preferido.             La sensación de subirse a un tren sabiendo

EL PRINCIPITO

  EL PRINCIPITO             Pues ha de saber, señor, que, aunque no muy alto y de aspecto juvenil, ya tengo casi ciento veinticinco años. Años como los suyos, ya que mi planeta tarda casi lo mismo que el suyo en dar una vuelta a mi sol. Los días son más cortos claro, al ser mucho más pequeño, pero eso tiene sus ventajas. Nunca entenderé bien a los adultos de este planeta. Mejor dicho, no sé por qué la mayoría de los mayores no me entienden bien ni tampoco a sus niños. Cuando llegué a la Tierra enseñé uno de mis dibujos a los adultos con los que me encontraba, Casi todos decían que era un sombrero. Sin embargo, todos los niños, aunque tuviesen casi cien años, podían ver que se trataba de una boa que acababa de comerse a un elefante.      Al principio pensé que lo hacían para despreciarme. No les sería fácil aceptar a un príncipe, aunque parezca un niño, en esos países republicanos, pensaba yo. Pero no era así. En aquellos países que visité y que habían aceptado de forma lógica l

LOU, DAN Y JACK.

    LOU, DAN Y JACK. Dan solo se acuerda de mí en dos ocasiones: cuando quiere beber gratis o cuando le surgen verdaderos problemas. Esta vez era el segundo caso. Dan Red es detective de la brigada de homicidios y somos medio amigos desde que paré una bala que llevaba su nombre. Hace años. Cuando trabajamos juntos antes de dejar yo la policía. Precisamente a raíz de aquello. Me llamo Lou Wolf y ahora me dedico a la investigación privada, menos seguro que vivir de un sueldo, pero más tranquilo. Casi siempre.             El cadáver estaba en la orilla del río, medio tapado por una de esas mantas térmicas que sanitarios y policías suelen usar. El rostro era un amasijo de huesos, dientes rotos y una masa cárnica sanguinolenta trufada con trozos blanquecinos de cerebro y esquirlas de hueso. Desnudo de cintura para arriba y para abajo hasta los tobillos, en uno de los cuales se arrebujaban sus pantalones y ropa interior. Claros indicios de sadismo sexual en la entrepierna y en los pe